JAVIER CANSADO: “LOS HUMORISTAS SON MINUSVÁLIDOS SOCIALES Y SEMIDIOSES"

 

Diez de la mañana en el madrileño barrio de Moncloa, cielo despejado y un sol radiante que invita a los jóvenes con carpeta que surgen del intercambiador de autobuses a saltarse las clases. Javier Cansado tiene tres planes para antes del almuerzo: recibirnos en su casa, saldar una deuda de céntimos con el kiosquero y pedalear esquivando a los peatones que invaden el carril bici de Ciudad Universitaria. Confiaba en encontrarle con algunos de los llamativos tirantes que luce semanalmente en “Ilustres ignorantes”, pero lleva un chándal un poco menos fotogénico. Por lo visto esos tirantes no están en su armario, son cosa del estilista de Canal +. Y añade un detalle austero: “Llevo tres años en el programa con los mismos pantalones. Hasta que no se rompan no los cambio”.


Aunque ahora viva en un piso enorme en el que los más de 50.000 soldaditos de su colección tienen habitación propia, se crió en un ambiente bastante más humilde, el de Carabanchel. Por aquel entonces él dormía en la parte de abajo de una litera encajada en un nicho que anteriormente había sido el cuarto del retrete.  La clientela del bar “Reyes” acabaría inspirando dos de los personajes más queridos de Faemino y Cansado, ese par de vividores pegados a un coñac en copa de balón llamados Arroyito y Pozuelón. “Estaban inspirados en personas reales del barrio. En el bar de mis padres había mucha gente de esa que habla mucho de todo pero que no tiene ni idea de nada; personas que se atreven con cualquier tema, como si fueran tertulianos de la radio. Me encanta la idea de esas personas brutas y simpáticas que han oído campanas y no saben dónde”.

“MI MADRE ERA UNA VACILONA”

Las calles de Carabanchel en las que creció ya no existen, los terrenos fueron expropiados para construir la autopista A-42 y el Parque del Sur. A pesar de haber vivido en un barrio duro en el que varios vecinos acabaron en la cárcel o muertos por sobredosis, recuerda su infancia con respeto y con cariño.”En mi casa siempre había ambiente de fiesta, a mi padre le gustaba mucho hacer bromas y mi madre era una vacilona; nos reíamos mucho, las comidas eran muy divertidas. Era gente de barrio muy primaria, sin formación pero con inquietudes y con un sentido del humor brutal. Nos inculcaron la idea de estudiar e hicieron muchos esfuerzos para que yo pudiera ir a la Universidad”.

Javier Cansado padece el síndrome del empollón saciable. Tras tres años en Química saltó a Psicología, y en cuarto curso volvió a perder la vocación: “Tampoco es que me viera a mí mismo con una bata en una consulta, es que me parecía una fuente de conocimiento muy interesante”. Ahora se matricula de asignaturas sueltas de Historia en la UNED (este semestre descansa), pero lo que de verdad le apasiona estudiar es el humor. De hecho, le gusta definirse como entomólogo del humor, no tanto por  la parte de atravesar insectos con un alfiler como por la de establecer un estudio pormenorizado de la risa: “El humor es una necesidad del ser humano para relacionarse. Las personas ricas, con mucha seguridad en sí mismas y con éxito social no son cómicos, ¿para qué van a serlo? Todos los cómicos que he conocido utilizan el humor como una especie de autodefensa, de catarsis de su inseguridad. Los humoristas son minusválidos sociales, ¡pero también son semidioses!”.

La risa muda de Javier Cansado es muy contagiosa, él disfruta mientras cuenta sus propias ocurrencias y muchas veces se toma unos segundos para terminar de reírse de lo que solo él sabe que viene a continuación. Esta actitud contradice abiertamente esa norma no escrita del humor que advierte: uno nunca se ríe de sus propios chistes. A él, sin embargo, le funciona. “Cuando Carlos (Faemino) y yo empezamos en la calle teníamos interiorizado lo de que un humorista nunca se ríe de sus chistes, pero lo pasábamos fatal porque teníamos que estar aguantándonos la risa todo el rato. Carlos es muy improvisador, hace muchos gestos,  yo no podía mirarle porque me daba la risa y nos acababa doliendo la tripa. Hasta que un día dijimos: las convenciones están para romperlas, si la convención del humorista es que no tiene que reírse, pues que quien quiera que la respete y quien quiera que no. Y a partir de entonces lo de reírnos se convirtió casi en una impronta nuestra.

Aunque Faemino y Cansado formen parte de la historia del humor español, cuando iban a la Facultad no se habían planeado hacer carrera en la comedia; simplemente, actuaban. Es más, no cerraron su nombre artístico hasta que les llamaron para una entrevista en Radio Juventud. Lo de “Faemino” surgió segundos antes de entrar en el aire: “Era lo que ponía en la máquina de café de la sala de espera, Carlos lo vio y dijo: <<Aquí está mi nombre>>”. Después de esa entrevista, a Ángel Javier Pozuelo Gómez se le empezó a conocer como Rudy Cansado.“Rudy porque me sonó bien (¡qué bonito, Rudy!) y Cansado porque en aquella época yo era el que me quería ir siempre a casa. Íbamos a la calle, hacíamos tres pases de veinte minutos y yo ya me quería volver; era Carlos el que tiraba de mí y decía: <<¡Uno más, uno más!>>. Ahora es al revés, yo soy el que no para de trabajar, pero por aquel entonces el mote sí reflejaba mi actitud”.

“ACTUAR EN LA CALLE ERA UN ACTO DE LIBERTAD TOTAL”

En esa época callejera y sin contratos ganaban lo suficiente como para poder pagarse las copas, aunque al público que les rodeaba en el parque del Retiro le decían que era para cosas más sofisticadas. “Pedíamos dinero para comprarnos un Jaguar, para comprarnos un Porsche, para irnos a estudiar teatro a Oxford…”. Javier Cansado define esos tiempos en términos de libertad absoluta en la que, por no haber, no había ni ataduras con el público. “La ventaja de actuar en la calle es que no tenías ninguna responsabilidad. Por ejemplo, a veces pasaba que hacías un corro de gente y veías que la gente no respondía, que no se reían, y entonces decíamos: <<Bueno, señores, vamos a dejarlo que no hay compenetración>>. Claro, eso es impagable, estar actuando y que de repente digas no me gusta el público, hala, fuera. Ellos, por su parte, se paraban a verte si les apetecía, se marchaban cuando se cansaban y te pagaban lo que querían. Era un acto de libertad total”.

Ahora no necesitan anunciar sus escasas actuaciones porque tienen un público fiel que les conoce y les busca, Faemino y Cansado llevan muchos años llenando salas y teatros sin necesidad de recurrir a la publicidad, pero no siempre estuvieron tan sobrados de aforo. “Una vez fuimos a un pase de 15 minutos en el Rincón del Arte Nuevo de Madrid, llegamos y solo había una pareja morreándose. Bueno, pues dejaron de interaccionar entre ellos, se rieron y hasta aplaudieron. Bien mirado, fue un éxito”. En otra ocasión se encontraron el Teatro Principal de Santiago completamente desangelado; en total se habían vendido ocho entradas y el público estaba disperso en diferentes asientos, en función del precio que había pagado cada uno. El gerente les ofreció juntarlos a todos en el patio de butacas para que el dúo se sintiera más arropado durante el espectáculo, pero Faemino se negó: “Los del gallinero han pagado 100 pesetas, ¡que se queden arriba!”.

“TENGO MI ‘CHAMANA’, PERO NO HE DEJADO DE TOMAR ASPIRINAS”

Mientras la fotógrafa le retrata en la cocina, Javier nos recomienda cuidar nuestro hígado bebiendo a diario infusiones de hojas de boldo, una planta chilena “repugnante, pero necesaria”. Antes le había preguntado por la llamativa evolución de chico de Carabanchel a consumidor de raíces y defensor de las medicinas alternativas. “Yo cambié mi planteamiento medicinal hace veinte años. Tenía un problema en la rodilla y me moría de dolor, era espantoso. Me hicieron varias resonancias magnéticas y siempre me decían que no tenía nada, pero yo seguía con ese dolor que me invalidaba totalmente. Dos años más tarde fui a un osteópata que me dijo que tenía un poco descolocada la cadera, lo que provocaba que me doliese un nervio de la rodilla. Me colocó la cadera y yo salí andando perfectamente de la consulta. A partir de eso, pensé: hay otra manera de encarar las cosas. Mi hija mayor tenía un problema en la piel, la llevé a un médico coreano y se lo curó. Paulatinamente empecé a interesarme en este mundo y ahora soy un adalid de la medicina alternativa. Me gusta estar abierto a todo, a mis niños los he tratado con aleopatía -medicina convencional- y homeopatía. No soy un talibán, ni soy excluyente: tengo mi “chamana”, pero no he dejado de tomar aspirinas.

En la era de LinkedIn, Javier Cansado reconoce que nunca en su vida ha redactado un Curriculum Vitae. Si ahora le diera por rellenarlo no solamente encontraríamos referencias de la televisión (“Cajón desastre”, “El orgullo del tercer mundo”, “Ilustres Ignorantes”) y de la radio (“La Ventana”, “A vivir que son dos días”), sino una experiencia laboral más amplia que incluye haber trabajado como camarero, conserje, telefonista en una empresa informática, profesor de Matemáticas o guardia jurado. Una de las frases míticas de Faemino y Cansado es la de “esto lo hacemos solo por la pasta” y, de tanto repetirlo, al final se montaron en el dólar. A pesar de que Javier Cansado reconozca que no tiene más lujo que su equipo de música e insista en que viste con dos vaqueros, con los demás sí es más espléndido: “Yo soy una persona muy austera, pero a mi familia lo que le haga falta”. Y reconoce que lo mejor que le ha dado el dinero ha sido despreocuparse. “En el mercado de la Paz han abierto una carnicería preciosa con productos del mundo entero, yo voy allí a comprar y no miro lo que vale, eso es delicioso. Cuando me emancipé tenía que ir a comprar con 300 pesetas, andar comparando precios y pensar mucho en cómo gastarlas. Que conste que he sido igual de feliz antes que ahora, pero lo maravilloso que me ha dado el dinero ha sido poder olvidarme de él”.

Bajamos a la calle y pasamos por delante del banco de madera donde le gusta sentarse con su mujer para cuchichear comentarios sobre los viandantes, exactamente igual que Woody Allen y Diane Keaton en “Annie Hall”. Javier Cansado reconoce que “ser cabrón mola; o sea, como planteamiento vital hay que hacer el bien, pero ser cabrón tampoco está mal, ¡sin hacer daño a nadie!”. Tomamos las últimas fotos y nos despedimos habiendo sido testigos, por cierto, de que la deuda con el kiosquero ha quedado definitivamente saldada.

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