LOS JUEGOS OLÍMPICOS DE LA II GUERRA MUNDIAL

Berlín, 1936: apoteosis internacional de la estética nazi cortesía del Ministro de Propaganda Joseph Goebbels y la siempre dispuesta Leni Riefensthal, cuyo “Olimpia” ha pasado a los anales de los documentales político-deportivos de todos los tiempos. La importancia de los Juegos para los alemanes iba más allá de la simple difusión de su proyecto totalitario. 

Parte de su ensoñación era emparentarse directamente con los antiguos griegos, recoger el testigo de su legado ario y civilizatorio –no es casualidad que aquel año fuera el primero en que la antorcha olímpica viajara desde Grecia hasta Berlín- e imponer un reino de los mil años como el que Alejandro habría construido si la sífilis y sus herederos no lo hubieran destrozado todo en apenas lustros.

Los grandes imperios acaban así, en lustros, y ellos deberían haberlo sabido.

 

REFUGIOS DE DISEÑO PARA TIEMPOS DE GUERRA

Muchas de las grandes ideas que han forjado la humanidad tuvieron lugar en momentos  inesperados; en rincones donde no había papel ni bolígrafo para anotar, en cruces de caminos, bajo el agua de la ducha o cruzando un paraje desértico. A Buckminster Fuller (1895-1983), arquitecto, inventor y visionario, una de las tantísimas ocurrencias que tuvo en su vida le sucedieron mientras recorría el medio oeste americano con su amigo y novelista Christopher Morley. Era noviembre de 1940 y ambos quemaban kilómetros en busca de ciertas cartas perdidas de su admirado Edgar Allan Poe. De si encontraron las cartas o no, no hay constancia, pero lo que sí ha trascendido hasta hoy es que, durante aquel viaje, Fuller quedó impresionado por los contenedores de grano metálicos que se alineaban a ambos lados de las carreteras de Illinois.

La Segunda Guerra Mundial se ceñía sobre el viejo continente y los periódicos americanos se hacían eco de terribles bombardeos sobre Londres. Una chispa debió de iluminar su noche cuando Fuller intentaba conciliar el sueño a lo largo de aquellas semanas. Quizá relacionó las frías noches de invierno que acechaban a miles de familias británicas y en las que muchos se verían despojados de un techo bajo el que resguardarse. Es posible que aquellas imágenes se mezclasen con el recuerdo de su propia hija, quien inviernos atrás había fallecido en Chicago tras contraer una infección en la maltrecha y pobre vivienda donde residían.

En cualquier caso, Fuller averiguó el nombre de los fabricantes de los contenedores de grano y, en pocos meses, convirtió una de las estructuras de acero de Butler Manufacturing Company (“A prueba de fuego, climatología y desperdicios”) en un prototipo de vivienda de emergencia. Su ligereza y precio económico (cada una de ellas estaba valorada en 1.250 dólares) hacían de estos espacios un remedio que podría enviarse a cualquier lugar del mundo y servir como refugio en un bombardeo. Poco tiempo después, el Ministerio de Defensa norteamericano y Fuller firmaron un acuerdo para desarrollar 200 de estas viviendas en el menor tiempo posible.

No existe un acuerdo sobre cuántas se construyeron al final, lo cierto es que en poco tiempo la escasez de acero resultante de la guerra hizo inviable que continuara su producción. Mientras algunas de estas unidades se enviaron al Mediterráneo, el Golfo Pérsico y otras bases militares en el Pacífico, se cree que al menos 50 fueron a parar a Camp Evans, un estratégico emplazamiento militar en Nueva Jersey. Del medio centenar que llegó a la zona, hoy se conservan 12.

“Las DDU (Unidad de Despliegue Dymaxion, por sus siglas, en inglés) son algo único en Camp Evans – dice Fred Carl, cabeza visible de la organización que hoy se hace cargo del antiguo asentamiento militar y que él mismo creó para salvaguardar las reminiscencias históricas del lugar -. “Solemos bromear con que Buckminster Fuller fue un hombre ecológico antes incluso de que existiera el concepto”, explica mientras, enfundado en su gordo abrigo, entra a inspeccionar una de las DDU.

“Poeta de la tecnología”
La corrosión acumulada durante algo más de 70 años le da un tinte rojizo al exterior de la redondeada estructura, cuyo diseño sigue los principios aplicados por Fuller en su Casa Dymaxion, una vivienda prefabricada de metal que el inventor había ideado a finales de los años 20.

La casa Dymaxión fue la solución que Fuller propuso ante la creciente necesidad de una vivienda económica que pudiera producirse en masa, fácil de transportar y, además, ecológicamente eficiente. La vivienda fue bautizada por su autor con el nombre Dymaxion, un término acuñado especialmente para él por un publicista que pasó dos días escuchando su forma de hablar. A Fuller le gustó tanto el acrónimo que siguió utilizándolo para muchas invenciones a lo largo de su vida, desde el coche Dymaxion al cronograma Dymaxion. La palabra original es una fusión de los términos ‘Dynamic Maximum Tension’ (Tensión máxima dinámica), elementos definitorios de la extraordinaria forma de pensar de Fuller, que fue pionero en explorar los principios de la eficiencia energética y la sostenibilidad. Fuller fue un auténtico activista medioambiental que siempre se apoyaba en la idea de hacer “más con menos”, buscando algo “más práctico”, “más barato”.

Fuller, el padre de la cúpula geodésica, entre otros muchos conceptos, aplicó a la Casa Dymaxion y a las DDU el denominado “efecto cúpula”, por el cual una cúpula induce un remolino vertical de calor que aspira el aire frío si hay una ventilación adecuada (un único respiradero superior y varios periféricos).

Así, el primer prototipo de un edificio autónomo construido en el siglo XX tenía como objetivo específico crear un efecto de aire caliente en el interior, mientras una corriente de aire fresco circulaba simultáneamente. Esta especie de “aire acondicionado natural” era solo una de las muchas ventajas del diseño, construido a base de abanicos en forma de cuña de aluminio.

La idea de Fuller era conectar la casa a un lavabo prefabricado, con almacenamiento de agua y ventilador de convección construido en el tejado. El consumo de agua se vería reducido mediante un sistema de reutilización diseñado por él mismo, que podía emplearse para el lavado de la ropa y el aseo personal: el sistema denominado ‘fogger’ (utilizaba una ‘fog-gun’, es decir, un ‘arma de niebla, o vapor’) permitiría que una persona se bañase con una taza de agua gracias a partículas de agua dispersadas mediante aire comprimido y sin necesidad de jabón. El inodoro no utilizaba agua, sino que embalaba los deshechos, que después podían convertirse en abono.

Nunca se construyó una casa real que siguiera las indicaciones de Fuller por completo; su prototipo fue criticado por ser un diseño inflexible que no tenía en cuenta la arquitectura local de la zona, y tampoco entusiasmó su uso de materiales como el aluminio o el acero, que requieren una producción elaborada, en vez de materias como el adobe o el azulejo. Aunque Fuller argumentó que el peso y la durabilidad de la casa rentabilizarían la inversión inicial, la Segunda Guerra Mundial dejó en situación crítica las reservas de estos metales, cuyo precio se hizo prohibitivo.

Pese a todo, un entusiasta del prototipo Dymaxion construyó su propia versión de la vivienda redonda y la habitó durante varias décadas en el jardín de su propiedad. No se trataba de una vivienda autónoma y aislada como la había concebido Fuller, pero en cualquier caso, el Museo Henry Ford adquirió los componentes y mantiene la casa abierta al público desde 2001.

“Siéntase cómodo mientras le bombardean”
Ninguna de las 50 de las Unidades de Despliegue Dymaxión que fueron a parar a Camp Evans después de la guerra estuvieron habitadas pero, según explica Fred Carl, sí sirvieron como “estupendas unidades de almacenamiento” o espacios para llevar a cabo experimentos. “Su diseño las hacía perfectas para multitud de usos en los que había que operar con materiales peligrosos, realizar experimentos o almacenar materiales. Fundir aluminio, por ejemplo, tenía más sentido en ellas que en los edificios principales”, explica. En cualquier caso, la originalidad de la invención de Fuller impactó a algunos de sus coetáneos y la prensa se hizo eco de las inusuales características de las DDU. “Cómo sentirse cómodo mientras le bombardean”, titulaba el Galveston Daily News el 19 de octubre de 1941, mientras el Winnipeg Free Press describía las Unidades de Despliegue Dymaxion como “Refugios para la guerra, casas de playa en tiempos de paz”.


Hoy, las DDU de Camp Evans ya no son caldo de terreno experimental, pero sí albergue permanente para el estudio de dos artistas locales que han conseguido uno de estos espacios como recompensa a su labor de voluntariado en InfoAge, la entidad que vela por el mantenimiento de Camp Evans como un museo abierto al público y que en 2002 consiguió que el espacio pasara de ser un número en la lista de demoliciones del Departamento de Defensa, a un Hito Histórico Nacional.

Patricia Arroyo, que apenas lleva unos meses utilizando una DDU, es una de las artista ‘residentes’ y ya le ha dado un lavado de cara a su Dymaxion. De familia puertoriqueña, Arroyo ha cubierto las redondeadas paredes con telas y ha instalado un caballete sobre una alfombra que le da calidez al interior. Diseñar sus propuestas artísticas en este artefacto único es un privilegio que disfruta conscientemente. “Quiero involucrar a la comunidad de artistas locales con Camp Evans- dice- los espacios de los que dispone son perfectos para dar cabida a talleres y actividades creativas para niños. Hay una clara necesidad de ellos en nuestro entorno”, reconoce, mientras da cuenta de lo a gusto que está con un espacio de techos altos y sorprendentemente luminoso para trabajar. Por su parte, Fred Carl también sueña con la idea de que las DDU puedan reutilizarse como espacios para que jóvenes boy scouts, pero todo esto es aún material de proyecto a largo plazo.

Y es que el espacio que se cruzó con la vida de Carl por casualidad hace unos veinte años se ha convertido en su principal ocupación a tiempo completo. Si no hubiera sido por él, lo más probable es que todo lo que contiene Camp Evans, desde el ‘Hotel de Marconi’ a los vestigios de investigación espacial, pasando por su intervención en la Guerra Fría, hubiera desaparecido del mapa a principios de los noventa.

Camp Evans: de la demolición al relanzamiento
Poco sabía de este enclave Fred Carl cuando en 1986 se compró una casa en la zona “para plantar dalias”. Pero sí lo suficiente para que, cuando leyó la convocatoria de una audiencia pública para informar sobre el derribo del campamento, se diera cuenta de que el Estado estaba cometiendo un error.

Camp Evans, la antigua base militar de Fort Monmouth, en el Estado de Nueva Jersey, es un emplazamiento estratégico cuya huella histórica ha sido importante en diversos periodos. Ya en 1912 acogía una de las estaciones principales de la red telegráfica mundial de Marconi. Durante la Primera Guerra Mundial realizó un importante papel como base de operaciones de comunicación. Durante la década de los años 20 se convirtió un club de ocio y en 1936 pasó a ser sede del Kings College. En 1941 el departamento de defensa norteamericano compró de nuevo el terreno y devolvió a Camp Evans su aire militar: en sus edificios se llevaron a cabo importantes experimentos para el desarrollo del Radar (una de las unidades de ingenieros de Camp Evans detectó aviones enemigos 50 minutos antes del bombardeo de Pearl Harbor). Tras la guerra, el terreno siguió siendo sede para la experimentación y el desarrollo de comunicaciones y tecnología, incluyendo proyectos de la NASA.

Muchos de los proyectos que se han llevado a cabo en  Camp Evans siguen tintados con un halo de misterio, hasta tal punto que el senador McCarthy visitó Camp Evans en 1953 y afirmó que la ‘casa de la magia de Defensa’ era en realidad una “casa de espías”.

Con tal listado de anécdotas, no sorprende que Fred Carl se pierda en los detalles de las miles de historias que atesora la antigua base: son tantas vertientes que la organización que preside, InfoAge, lleva ya más de 20 años intentando darles sentido convirtiendo Camp Evans en museo. Infoage cuenta con las aportaciones desinteresadas de multitud de benefactores y el esfuerzo de un equipo entregado a la causa de devolver al municipio todas las veces que allí se ha hecho historia. “Las DDU, como Camp Evans en su conjunto, son una cápsula del tiempo, nos permiten viajar a distintos momentos del pasado, y en todos ellos los edificios están prácticamente igual que cuando se construyeron”, afirma Carl.

Algo despeinado por las frías rachas de viento que soplan esta tarde recuerda que, cuando a principios del siglo XX Albert Einstein visitó Estados Unidos, el científico eligió la cercana sede de New Brunswick (pareja de la Estación Transatlántica de Marconi en Camp Evans) para observar de cerca el funcionamiento del telégrafo. “Este sitio tiene algo muy especial … y creo que no soy el único que piensa así. Algo debe tener si Einstein pensó que merecía una visita”.



 

LOS OTROS VECINOS DE BARCELONA

Caminar por el Paseo de Gracia supone sortear a los numerosos grupos de turistas que se retratan frente a la Pedrera o la Casa Batlló, la misma imagen se repite en la Sagrada Familia, las Ramblas o el Parque Güell. Barcelona es la cuarta ciudad más visitada de Europa y se preocupa por salir guapa en las fotos. Sin embargo, algunos puntos de la urbe ofrecían hace 50 años un panorama bastante menos fotogénico. En Montjuic, el frente marítimo y el Carmel se levantaron barriadas de barracas ilegales en las que malvivieron durante décadas familias que llegaban a Cataluña desde el resto de España para buscarse la vida. Un pasado urbanístico de penurias que fue convenientemente eliminado al chocar con la imagen que quería proyectar de sí misma la Barcelona olímpica. Una situación que recuerda al desalojo, este verano, de cientos de subsaharianos de las naves abandonadas de Poblenou, una zona que el Ayuntamiento quiere reconvertir en un distrito tecnológico e innovador y que, una vez más, hay que adecentar para la foto.

“Lo que dignifica a una persona es sobrevivir por sí mismo, ser autónomo”, cuenta Xavi Camino, historiador y miembro del grupo de investigación sobre el barraquismo en la capital catalana. Camino habla de los inmigrantes que viven en las naves abandonadas del barrio del Poblenou, pero perfectamente podría referirse a las miles de personas que vivieron en los barrios de barracas durante la posguerra. Calcula que en la década de 1950 hubo hasta 15.000 construcciones de este tipo en diferentes puntos de Barcelona.

Por barraca se entiende una autoconstrucción precaria, que no era legal (porque no había ningún tipo de registro ni título de la propiedad) y que estaba hecha con cualquier tipo de material. Somorrostro, Camp de la Bóta, Carmelo y Can Valero son algunos de los barrios formados a base de este tipo de viviendas, sin luz ni agua corriente. Se trata de un fenómeno que se dio en la ciudad condal por la falta de viviendas a precio asequible, y duró desde principios del siglo XX hasta el momento en que nombran Barcelona sede olímpica en 1982. Su final, dice Camino, “lo pone la urgencia política y mediática de las Olimpiadas. En ese momento empieza un proceso de construcción de la ciudad que pasa por cambiar de imagen aquellos territorios que tenían que ser vistos durante los JJOO”.

Desde que esa urgencia borrase las barracas del mapa, parece que la ciudad también lo ha hecho de su memoria. No fue hasta principios del siglo XXI cuando el grupo “Pas a pas”, del que forma parte Xavi Camino, se puso a recuperar el pasado barraquista de la ciudad. “Costaba mucho encontrar testimonios, excepto dos o tres que explicaban orgullosos que habían vivido en barracas”. ¿Los demás tenían vergüenza? “Sí, tal cual. Era muy complicado. Hubo un punto de inflexión cuando montamos la exposición “La ciudad (in)formal” porque ahí se explicó la historia del barraquismo dentro de la historia oficial de la ciudad. Supuso la mejora de la autoestima de mucha de esta gente. Entonces empezaron a aparecer barraquistas de debajo de las piedras que nos querían contar su historia”.

BARRAQUISTA POR DESGRACIA, PERO A MUCHA HONRA

Dos de las personas que explicaron desde el primero momento su pasado barraquista son Francisco Rojas y Agustí Mataró, ahora residentes en Sant Cosme, un barrio de El Prat de Llobregat con mucha lucha detrás.

Francisco llegó a Barcelona con su familia en 1949, con 7 años y procedente de Jaén. Se instalaron en una barraca del Camino de la Serpiente, en la montaña de Montjuic. Y a pesar de que no tenían ni agua ni luz, Francisco recuerda esos años con mucho cariño. Cuenta que acogían en su casa a familiares y gente del pueblo hasta que estos encontraban sitio para construir su propia barraca. “Llegamos a ser hasta 30 personas. Igual que cuando ahora llegan estos señores y se meten muchos en un piso, lo mismo”.

Nunca tuvo vergüenza de decir que vivía allí; pero sí la tenía su hermana, que le decía cuando bajaba a bailar a Barcelona: “¿Pero cómo voy a decir que vivo en Montjuic?” Y yo le contestaba: pues es un sitio como cualquier otro. Nosotros hemos venido de Andalucía, somos trabajadores, somos honrados. ¿Por el hecho de que uno viva en la Diagonal es mejor que tú? Su posición es mejor, pero tú eres tan honrada como él.” Por otra parte, reconoce que había rechazo hacia los que vivían en barracas, “como si fueramos gente de malvivir. ¡Y no era verdad! Siempre hay algún maleante, pero no hace falta vivir en Monjtuic para eso. Me han robado en la Diagonal y allí no.” Francisco se acabó casando, tuvo una hija y construyó su propia barraca al lado de la de sus padres, hasta que finalmente llegaron a Sant Cosme a finales de los 60.

Por su parte, Agustí vivió en la playa del Somorrostro (al lado de la actual y concurrida Barceloneta) y construyó su barraca junto a sus hermanos. La suya fue la primera de las muchas que vinieron después. La barriada creció a a golpe de ganarle terreno al Mediterráneo. ¿Cómo se hizo eso? El Ayuntamiento mandó a las fábricas del vecino barrio industrial del Poblenou tirar todos los escombros al mar. Así se construyó un espigón improvisado que retiraba el agua y dejaba espacio para más barracas.

Más adelante, Agustí también presenció cómo la orilla se fue comiendo sus casas cuando el Ayuntamiento cambió de opinión y decidió que las fábricas no debían continuar alimentando el espigón con escombros. “En esa época lo pasé muy mal. Pasé mucha hambre y frío. Lo que pasa es que entre los vecinos nos ayudábamos con lo poco que había. Allí dormíamos con la puerta abierta, no como ahora”. Cuando el mar acabó arrastrando la barraca que había construido con sus hermanos, a Agustí lo trasladaron a otra barraca del litoral barcelonés llamada Camp de la Bòta (donde ahora está el Parque del Fòrum). “Me dijeron que era una maravilla y eran cuatro paredes a las que les tuve que poner yo el techo”. Allí se casó y estuvo hasta que finalmente pudo comprar un piso en el barrio pratense en el que todavía vive, igual que Francisco. “Yo nunca he tenido rechazo por vivir en el Somorrostro o en el Camp de la Bota. Sí que había gente que no quería contar que había vivido allí, pero yo siempre he ido con la cabeza bien alta. Si tuvimos la desgracia de vivir en una barraca, no fue culpa nuestra”.

LA VIDA EN UNA NAVE

Los Juegos Olímpicos del 92 no solo cambiaron el urbanismo de Barcelona, también supusieron un cambio en su modelo económico: la Barcelona industrial, la de las fábricas y las huelgas, la del pasado fuertemente anarquista, se va a convertir en una ciudad de servicios, enfocada al turismo, a los congresos, a ser la mejor tienda del mundo.

Los planes del Ayuntamiento para el barrio del Poblenou, antiguamente zona industrial de fábricas, pasan por convertirlo en una zona puntera en las nuevos tecnologías y por eso bautizó la zona como 22@ (la web del proyecto presume de ser la “transformación urbanística más importante de la ciudad de Barcelona en los últimos años y uno de los más ambiciosos de Europa”). Un proceso que se ha truncado en parte y ha dejado multitud de naves en desuso a las que inmigrantes sin techo y sin papeles han sabido sacar partido.

La llamada nave de los 300 era la comunidad más grande de todas. En este espacio malvivían unas 200 personas, más casi un centenar extra que la utilizaba para dejar la chatarra recogida, de ahí la cifra de su nombre. La mayoría de sus habitantes eran subsaharianos. La nave era un lugar inmenso que tenía su propia organización, sus normas y en el que, a pesar de la precariedad y los riesgos que corrían, había un intento de construir cierta normalidad. Había músicos y hasta un restaurante. Lo regentaba Labín, un inmigrante subsahariano que lleva más de 12 años en Cataluña. El pasado 24 de julio él y el resto de la nave fueron desalojados por los Mossos d’Esquadra, tres años después de que la familia propietaria del edificio denunciase la ocupación ante la Justicia. Labín se quedó sin su restaurante, pero confiaba en la solidaridad de los vecinos, decía que no lo iban a dejar en la calle.

Xavi Camino encuentra un paralelismo entre los barraquistas de la Barcelona preolímpica y los residentes en los asentamientos del Poblenou postindustrial: ambos llegaron a la ciudad para mejorar sus condiciones de vida. Añade que “no es nada excepcional que el relato oficial niegue la participación de un sector de la población, es la historia de los pueblos sin Historia”. Explica que “hay una reivindicación histórica de barrios y ciudades periféricas como Santa Coloma o Badalona que dicen: “nosotros construimos Barcelona, pero no vivimos en ella”. Mucha gente se desplazaba desde la periferia para trabajar, ellos eran el motor del crecimiento de la ciudad, pero esta no les integraba en su imagen. Podríamos decir que esto se repite actualmente”.

VECINOS AL PIE DEL CAÑÓN. NO SOLO LO MALO SE REPITE

Cuenta Francisco que a su barrio de Montjuic llegaban jóvenes, vecinos de otros puntos de la ciudad, a los que llamaban “catequistas”. La suya fue una solidaridad crucial. Fueron ellos los que presionaron al Ayuntamiento, que acabó poniendo luz (aunque no alumbraba apenas) y fuentes (para entonces Francisco había cumplido 20 años). Y es que la postura oficial, cuenta Xavi Camino, “fue la de negar la existencia de las barracas hasta que molestaban por una cuestión urbanística o política”.

Exterior de la llamada “Nave de los 300″

Hoy en el Poblenou también existe una Asamblea Solidaria con los Asentamientos. Se trata de una red formada por entidades vecinales y otras asociaciones del barrio. Llevan luchando meses por estas personas: se han reunido con el Ayuntamiento, con la Generalitat y con la Delegación del Gobierno; han recogido comida, han organizado charlas, conciertos para llamar la atención sobre la problemática de estas personas. Uno de sus miembros es Montse Milà, le preguntamos el porqué de esta lucha y el tono de su respuesta es el de alguien que cuenta algo de lo más evidente: “Pues porque son vecinos nuestros y los han echado de su casa”.

Charlamos con ella a la puerta del Ateneo Popular Flor de Maig. En este espacio, dos días a la semana, ofrecen asesoramiento a los exresidentes de la nave que tramitan su permiso de residencia. Tienen elaborada una lista de 300 personas a las que van llamando de treinta en treinta. “Sin papeles están completamente indefensos, en cualquier momento les pueden detener y llevar al CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros). Nosotros tenemos mucha presión porque nos vienen personas asegurándonos que vivían en la nave y que, por favor, les incluyamos en la lista… pero no podemos hacerlo porque el documento que tenemos es una copia. La original la tienen la Generalitat y la Delegación del Gobierno”.

Estos vecinos no solo se dejan su tiempo en el proceso. Para regularizar la situación de los exresidentes primeramente tienen que obtener certificados penales de sus países y demás papeleo que cuesta dinero. Por eso han abierto una cuenta para recaudar fondos.



 

PROFESOR: “DEJA DE SACAR DIECES Y VAMOS A VER CÓMO FUNCIONAN LAS HORMIGAS”

Hace más de una década que Raúl Martínez busca formas diferentes de enseñar. En su empeño por acercar la ciencia a sus alumnos se ha llevado varios premios del Ministerio de Educación y de la Comunidad de Madrid. 

Empezó programando una aplicación que simula las leyes de Mendel y, tras desarrollar multitud de páginas web sobre biología, decidió embarcarse en la búsqueda de un animal de laboratorio que los alumnos pudieran estudiar también en casa. 

El profesor que llevó la revolución de las hormigas a su colegio de Móstoles sigue extendiendo su singular técnica de estudio por centros de toda España.



UNA ACAMPADA CENTENARIA

Hace cerca de veinte años el reverendo Al Miller le pidió matrimonio a Marion sobre la diminuta mesa redonda encajada en la minúscula cocina de su tienda de campaña. Ambos tenían entonces algo más de sesenta años y desayunaban al calor del incipiente verano de Nueva Jersey, en Estados Unidos. La proposición seguía un plan perfecto: Marion estaba de visita para ayudar a su amigo de la infancia a mover unos muebles (entre ellos, la mesita) y de paso disfrutaría de la estancia en la Ciudad de las tiendas de campaña (Tent City) en Ocean Grove, un “remanso de paz y espiritualidad” a dos horas en tren desde Nueva York. Ella todavía recuerda perfectamente el fabuloso concierto de Tony Bennett la noche anterior en el auditorio del pueblo, a pocos metros de las tiendas.

Vestida con una sencilla camiseta, a juego con su pelo blanco, hoy Marion deja pasar la mañana leyendo en el porche de su casa-tienda, intentando aprovechar al máximo las dos semanas escasas que les quedan a ella y a su marido en el remanso de Ocean Grove. A mediados de septiembre tanto ellos como sus convecinos desmontarán la tienda, empacarán sus pertenencias y emprenderán distintos viajes de vuelta a “su otra vida”, para los Miller en el Estado de Connetticut. La ‘Asociación de Encuentro en las Tiendas’ se encargará después de cerrar la parte fija de las estancias y sellarlas hasta la primavera que viene, al igual que ha venido haciendo desde que se fundó Tent City, hace ahora 144 años.

La larga hilera de casitas blancas, coronadas por lonas y entrelazadas por gruesas cuerdas, da la bienvenida al visitante mediante puertas translúcidas. Abundan los carteles de ‘Entra a visitarnos’, o ‘Estamos en la Playa’, las flores y las butacas de madera. Los vecinos se sonríen y saludan al desconocido al pasar. “El cielo está un poco más cerca en una tienda cerca de la costa”, se puede leer en la tienda número uno de la calle ‘Pisgah’.

Entre mayo y septiembre, los habitantes de esta genuina villa conviven prácticamente en familia perpetuando una tradición que, en muchos casos, ha pasando de generación en generación durante décadas. “Mucha gente que pasa me pregunta: ¿por qué venís aquí, qué es lo que hacéis?” dice Marion. “¡Disfrutar de la vida!”, le quita la palabra el reverendo con una amplia sonrisa. Dormir entre paredes de lona y tener que mudarse dos veces al año no parece ser inconveniente alguno para estos ancianos, sino más bien un privilegio que comparten con la comunidad que les rodea, un remanente de 114 tiendas de las 600 que llegaron a ser en su máximo apogeo. Todas ellas se encuentran en el mismo corazón de Ocean Grove, una localidad cuyo origen proviene directamente de los primeros religiosos que decidieron establecer allí un lugar para sus encuentros campestres.

Eran los tiempos de la era victoriana en el nuevo continente, y los cambios que se imponían en las vidas de los norteamericanos se antojaban rápidos y estresantes. “El cerebro y los nervios estaban cargados por tanto refinamiento que el físico terminaba postrado y la mente corría peligro”, había escrito el primer presidente de la Asociación de Encuentros en las Tiendas Ocean Grove, el reverendo Elwood Stokes, en 1869. En mayo de ese mismo año un grupo de metodistas neoyorquinos zarparon hacia la costa de Nueva Jersey buscando un lugar al aire libre donde reunirse. Querían un rincón “donde religión y recreación deberían darse la mano”, y después de una larga búsqueda dieron con una arboleda prácticamente desierta y sin mosquitos, rodeada por dos lagos y el océano Atlántico. Aunque estaba prácticamente aislada, los fundadores de Ocean Grove escribirían después: “Nos pareció que sería difícil de encontrar un lugar más magnífico que aquel para casas de campo”.

Unas semanas más tarde cerca de 20 personas se reunieron de nuevo en la arboleda, y el 31 de julio de 1869 reverendos y amigos acamparon en lo que hoy se conoce como ‘Founders Park’ (Parque de los fundadores). Tras una oración a la luz de las velas arrancó su propósito de levantar allí una zona campestre para encuentros religiosos donde restaurar de forma permanente “la paz física y espiritual”. De esta forma, y siempre manteniendo el centro del pueblo reservado para la Ciudad de las tiendas, la arboleda continuó creciendo hasta convertirse en la localidad que es hoy una villa que rezuma su propósito inicial de funcionar como lugar de retiro y conserva el estilo victoriano de sus orígenes. (En 1975 Ocean Grove fue designado Distrito Histórico Nacional estadounidense por constituir un perfecto ejemplo de una ciudad victoriana del siglo XIX).

EL ÚLTIMO BASTIÓN COSTERO

La ciudad de las tiendas de campaña en Ocean Grove no nació como un caso aislado. A finales del siglo XVIII, América del Norte participaba en el desarrollo de un movimiento religioso que se expandía rápidamente por el país: el ‘Camp meeting’ o encuentro campestre había llegado desde Inglaterra en 1760. Este fenómeno consistía en grandes cantidades de fieles que salían de la ciudad para acampar en la naturaleza. Allí se dedicaban a escuchar a predicadores itinerantes y rezar. El primer encuentro de este tipo al otro lado del Atlántico se celebró en el Estado de Nueva York en 1797 y fue seguido por otros muchos. Llegó un momento en el que las comunidades religiosas que se reunían en verano alcanzaban las 3.000, al menos siete de ellas se encontraban a escasos kilómetros del remanso costero de Nueva Jersey.

En la actualidad, y a diferencia de sus antiguas coetáneas, la comunidad de Ocean Grove se sigue aferrando a su legado histórico, tanto el centro de la ciudad, dominado por las tiendas de campaña en verano, como las edificaciones que se despliegan a su alrededor y hacia la costa. Dependiendo de la hora del día, o la cantidad de paseantes que se encuentran por la calle, la villa emana pasado y evoca con facilidad las escenas que aparecen en las postales del pueblo: en ellas, las damas lucen vestidos de volantes, los hombres pasean sus largas barbas y los niños juegan frente a las sencillas tiendas de madera y tela.

Pese a su simplicidad, disfrutar de una de estas tiendas en el cogollo de Ocean Grove cuesta hoy en día unos 4.000 dólares por temporada, bastante menos de lo que significa alquilar una vivienda de verano en la zona (en torno a los 15.000 dólares), si bien a finales del siglo XIX una tienda costaba tan solo dos dólares y medio a la semana. Ahora bien, contar con el dinero suficiente tampoco es sinónimo de poder alquilar una de estas preciadas tiendas: los espacios pasan de generación en generación y si un nuevo inquilino desea unirse a la comunidad debe apuntarse en una lista de espera que, en ocasiones, puede llegar hasta los 20 años de duración.

Bill Walsh confirma que él estuvo esperando su espacio un total de siete veranos. “Mi mujer y yo nacimos y nos criamos en el Bronx – dice este exagente del FBI de pelo blanco y complexión atlética. “Solíamos veranear en Long Island pero llegó un momento en el que nos apeteció cambiar. Conocía Ocean Grove porque cuando era niño lo visitaba con mis padres, pero en vez de traer a mi mujer y mis hijas aquí decidí llevarlas a Asbury Park (unos metros más al norte). Recordaba las atracciones para niños de mi infancia y pensé que sería una buena idea… pero al llegar no encontré nada, aquello había desaparecido y por eso decidimos acercarnos aquí. Fue mi mujer la que se enamoró de esto inmediatamente”, reconoce.

“¿Que si esto es exclusivamente para metodistas? Bueno, yo soy católico – explica- , los domingos voy a una parroquia cercana. Así que aunque no es únicamente para metodistas sí es un lugar con mucho sentido religioso. Al fin y al cabo todos rezamos a un mismo Dios”, afirma. “De los inquilinos se espera que atiendan a los encuentros espirituales y participen en las actividades que se organizan, desde eventos lúdicos a la lectura de la Biblia. Todo se hace todo de manera voluntaria”, aclara.

Una de las villas de Ocean Grove, cada una de ellas es única

El resto del año, Bill y su mujer Winnie viven en Florida, “tenemos lo mejor de los dos mundos”, dicen. De sus tres hijas, ya adultas, una de ellas regresa a menudo a Ocean Grove. “Ella tiene aquí sus amistades, como nosotros, son relaciones de toda la vida. Puedo decir que conozco mucho mejor a la gente de la comunidad que a mis amigos en Florida. Aquí se comparte todo, con lo bueno y con lo malo”, añade.

Dicen que el grado de convivencia en las tiendas de Ocean Grove  es tal que si alguien estornuda en una de ellas pronto escuchará “¡Que Dios te bendiga!” desde otra. “Cuando suena el teléfono todo el mundo puede escuchar tu conversación, pero también es agradable si alguien pasa ofreciendo huevos, un poco de leche o preguntando quién tiene azúcar”, explica Winnie, que ríe al recordar la última visita de un par de amigos italianos. “No es ni mucho menos la primera vez que vienen a visitarnos, pero todavía no han conseguido aprender a hablar con ‘voz de tienda’”.

A cambio de ceder parte de su privacidad, los vecinos de Tent City disfrutan de sus paseos a la playa y sobre todo el hecho de que, durante al menos los meses que están aquí, no necesitan para nada el coche, todo un lujo en la sociedad actual norteamericana. Muchos dejan también atrás otros avances tecnológicos durante el verano, se liberan del móvil o el ordenador, aunque también hay quien se trae una televisión a su segunda casa. Según explican, es una forma de vida más sencilla, con más ‘básicos’ que excesos materiales.

Esta mañana de agosto son ya pocos los niños que juguetean en las zonas verdes en torno a las tiendas, muchos han empezado ya el colegio y los que aún no lo han hecho se arremolinan en alguna de las muchas actividades organizadas para ellos durante el verano: ‘El club del desayuno’ mezcla un tentempié mañanero con la lectura de la Biblia seguido por juegos, ‘Dedos de arena’ reúne a los más pequeños con cuentos y actividades en la playa y los adolescentes pueden disfrutar de torneos libres de baloncesto, voleibol o talleres de manualidades. “Hay un montón de actividades, los niños lo pasan en grande y sus padres pueden descansar un rato”, comenta sentada en su porche otra vecina, en medio de una conversación distendida con una amiga. Aquí nadie se aburre, el panfleto de actividades de verano de la asociación está repleto de opciones para todas las edades y todo el mundo participa en mayor o menor medida.

“Tanto si tu motivación procede de un sermón eclesiástico o un coro de voces altas, de una toalla sin sombrilla sobre la arena caliente o de un paseo por el parque después de un concierto con un helado en la mano… si buscas un destino diferente para pasar tus vacaciones que incluya relax e inspiración, ¡Ocean Grove es lo que buscas!” reclama el actual presidente de ‘Asociación de Encuentros en las Tiendas Ocean Grove’ en su mensaje de bienvenida a la zona.

En sus inicios Ocean Grove estableció algunas leyes y normativas locales. La más famosa de ellas fue la prohibición de carruajes y automóviles en las calles los domingos, así como restricción de bañarse en la playa este día. Según los historiadores locales, hasta hace relativamente poco también se respetaba la ley seca en un radio de hasta un kilómetro y medio de Ocean Grove. Hoy ya no hay prohibiciones en vigor, ni se cierra con llave la puerta a la ciudad un día a la semana (una tradición que continuó en pie hasta 1980), lo único que no se permite es cruzarse con Tent City y pasar de largo sin interesarse por este peculiar poblado. “Siempre que pasa un turista y ojea el interior de la tienda con curiosidad le pregunto: “Hola, qué tal: ¿Le apetece pasar?”. Marion cierra la revista sobre sus piernas y hace un gesto con la mano, invitando a entrar.