LA MEJOR SÁTIRA DEL SIGLO XX MORDÍA EN ALEMÁN

A veces pensamos, y a veces, con razón, que los alemanes no saben ser divertidos. Por cada Heine les salen mil como Hegel. Pero en pleno imperio alemán un grupo de ilustradores, periodistas y dramaturgos editó en Múnich un semanario con el que aún hoy es imposible aburrirse. Se reían de todo lo que había en su país con la humanidad y la finura que distingue a la verdadera mordacidad del moralismo. Hacían mofa de los pedantes y de los rancios; de los generales y de los obispos; de los poderosos, sobre todo, pero a veces de los miserables también, con unas lujosas ilustraciones de un encanto muy difícil de describir. Su frescura dejó una huella imborrable en quienes la leyeron y un siglo después de su época dorada se considera una de las mejores publicaciones de humor de cuantas ha habido. Se trata de la revista Simplicissimus, que divirtió a los alemanes en algunos de los momentos más negros de su historia.

Su aventura arrancó en abril de 1896. En aquel tiempo existían en Europa multitud de revistas satíricas, pero ninguna satisfacía los gustos de este grupo de intelectuales alemanes, que aspiraba a fundar un semanario libre y popular, de gran formato, que fuera un espejo de la sociedad de su tiempo y no un manojo de columnas afectadas. El nombre salió de una de esas pocas cosas graciosas que los alemanes nos han dado al resto del mundo: la novela picaresca “El aventurero Simplicíssimus“. Pretendían «despertar con palabras ardientes a una nación perezosa», como proclamaban sobre el plomo en su estreno, y declaraban orgullosos que sus cuatro enemigos eran la estupidez, la misantropía, la mojigatería y la intolerancia.

Pese a sus encendidas intenciones, al principio les salió bastante sosa y, además, la leyó poca gente: sacaron más de 300 000 ejemplares y solo consiguieron vender 10 000 del primer número. Eso no fue óbice para que la policía imperial les secuestrase el cuarto. Habían reimpreso unos poemas de un revolucionario del 48 y la censura fue implacable. Dos años más tarde salieron a los kioskos con una cándida portada en la que Federico Barbarroja se reía de haber hecho las Cruzadas para nada, porque al káiser Guillermo II le habían tomado el pelo los ingleses en Palestina. Evitaron por poco un juicio por alta traición, pero tanto el caricaturista (Thomas Theodor Heine, «dibujante en jefe» de Simplicissimus) como el autor de una poesía sobre el mismo tema en páginas interiores fueron a la cárcel. Y en 1906 lograron lo que parecía imposible: poner de acuerdo a protestantes y católicos, que encontraron blasfemo un artículo de opinión de su editor, Ludwig Thoma. Pasó seis meses entre rejas y le impusieron una altísima multa por un delito de «ofensa a las religiones». Así, «religiones», a las dos. Pero todos estos problemas con la justicia dieron a la revista una publicidad, literalmente, impagable y los lectores comenzaron a comprarla intrigados. Entonces en Simplicissimus adoptaron como mascota a un bulldogrojo y mordieron de verdad.

«Sí, niño, un día tú también te preguntarás de qué demonios va la vida. Entonces, dejarás de coger flores.» Reinhold Max Eichler, 1900

En sus inicios los dibujos eran solo el acompañamiento de los artículos. En la revista colaboraron Rilke, Hermann Hesse, Thomas Mann, Arthur Schnitzler, Gustav Meyrink, Hugo Ball… Hasta Proust escribió para Simplicissimus, pero a los pocos meses quedó claro que su razón de ser eran sus extraordinarias ilustraciones humorísticas, que eclipsaban los textos. El estilo de los artistas del semanario era un popurrí de todas las corrientes underground de entonces, —de Toulouse-Lautrec a Munch, pasando por Aubrey Beardsley—, adaptadas al gusto popular. La revista solo tenía diez páginas y había una competencia feroz entre los dibujantes para salir en el siguiente número, por lo que su calidad acabó siendo asombrosa, teniendo en cuenta que sus ilustraciones se preparaban casi siempre a toda prisa. Hoy, en Internet se venden láminas para enmarcar que reproducen estos mismos dibujos, a veces, con el one liner de la parte inferior mutilado.

De todos modos, su exquisito estilo fin de siècle era solo era el guante que envolvía la zarpa del ácido naturalismo que la hizo célebre. Cuando los dibujos tomaron el control de la revista, las páginas de Simplicissimus se transformaron de pronto en un carnaval rugiente de militares, curas, rameras, «señoras que», gitanos, oficinistas, alcohólicos, insomnes, lesbianas, violinistas, perros, mendigos, niñas de papá y campesinos: la vida real de Alemania (y la fantástica; los trolls de Kittelsen se hicieron famosos aquí) contada mediante el humor gráfico. Era un vendaval de aire fresco en una sociedad cerrada y reprimida. Cuando prácticamente nadie más lo era, sus dibujantes fueron antimilitaristas, anticolonialistas, anticlericales y anticasitodo, aunque no era una publicación de izquierdas al uso: el partido socialdemócrata alemán siempre los miró con recelo, porque no respetaban tampoco a los pobres. Sus lectores, los estudiantes y los profesionales liberales, la adoraban. Pronto dio unos beneficios espectaculares. En un gesto de los que ya se ven poquísimas veces, el editor convirtió a los dibujantes más asiduos en copropietarios del medio. La justicia del káiser, seguramente asustada por toda la belleza que había creado sin querer, los dejó en paz para siempre, aunque ya no hacían tímidos chistes históricos: ahora llamaban directamente puteros y borrachos a todo el stablishment. Un cronista de ABC contaba en septiembre 1908 la epopeya de la lenguaraz revista, con un tono mucho más amable que el que probablemente habría recibido en ese mismo periódico si Simplicissimus se hubiese publicado en España.



RÍO BLINDA SUS FAVELAS PARA EL EXAMEN OLÍMPICO

El tronar de los helicópteros negros que asoman entre la vegetación selvática anuncia la entrada de la Policía Militarizada (PM) en un territorio considerado hostil. Son las cinco y media de la madrugada y las luces rojas de los coches de las tropas de élite iluminan la entrada de Cosme Velho, un barrio de clase media-alta de Río de Janeiro, colindante con las favelas Cerro-Corá, Guararapes y Vila Cándido. Entre los 420 agentes hay miembros del Batallón de Operaciones Especiales (BOPE), a quienes se conoce como “calaveras” debido al emblema impreso en sus boinas negras.

Media hora después, la primera fase concluye con la toma exitosa de las tres barriadas a los pies del cerro del Corvocado. Las buenas noticias las adelanta el coronel Federico Caldas, portavoz de la PM, que destaca la importancia “estratégica” del dominio de esta área turística para garantizar la seguridad de los jóvenes de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) y disminuir los asaltos en la zona sur de la ciudad.

“Los bandidos cometían crímenes y se escondían aquí. Con la ocupación esta lógica es invertida: controlamos el territorio para evitar que los crímenes continúen sucediendo”, señala el coronel.

Mientras los agentes esperan las siguientes instrucciones, el cielo clarea y el autobús 580 seguido de la palabra “Corcovado” se llena de chavales con la camiseta azul y blanca de las escuelas públicas de Río, que descienden de las favelas y se abren paso, mochila al hombro, entre los uniformados con chalecos antibalas. Un sonriente João Marcos, de 11 años, dice saber lo que está ocurriendo. Para él, esa mañana es el comienzo de un “buen día” a partir del cual “podremos jugar al fútbol en la calle”.

La relevancia simbólica de sellar el llamado “cordón de seguridad” se acentúa de cara a los próximos meses. Acaba de arrancar la Copa Confederaciones (15-30 de junio) y en la agenda de la urbe destaca la visita del Papa (23-28 de julio), el Mundial 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. Ante la inminente llegada de turistas, el Gobierno quiere que la policía custodie las favelas que salpican el Río de postal.


Sin embargo, el mito de una ciudad inhabitable se disipa en los callejones de Cerro-Corá, donde la vida comienza con olor a pan recién hecho y la normalidad solo es interrumpida por policías y periodistas. Los vecinos, acostumbrados a despertarse antes de que salga el sol, descienden arreglados por las empinadas laderas, camino a sus trabajos. Algunos observan con atención el despliegue de fuerzas de seguridad y cámaras de televisión mientras toman un tentempié en los pequeños comercios de zumos de frutas exóticas y pasteles salados.

Después del trabajo de los “calaveras”, el Batallón de Acción Canina (BAC) no deja un rincón pendiente de rastrear en busca de armas y estupefacientes. La dureza de estos policías, que consiguen moverse con agilidad a pesar del tamaño de sus metralletas, se desvanece en los cuidados dedicados a los cuatro pastores belgas de Malinois que marcan el paso a las dos patrullas, sin ningún distintivo que los diferencie de cualquier otro perro callejero. No es casual, “ya ocurrió que los narcotraficantes intentaron matar a los animales por su enorme eficacia en el hallazgo de drogas”, relata el teniente coronel sargento Alves, al mando.

Los perros olisquean grietas de efluvios intensos entre las construcciones de ladrillo. En ese zigzag registrado por micrófonos, los oficiales piden permiso antes de inmiscuirse en una intimidad sobre la que se cierne la sospecha. Algunos vecinos no esconden el miedo en el rostro y cierran con vehemencia la puerta de su casa tras el encuentro. Preguntados por el cambio de aires, otros prefieren callar y los que responden se muestran satisfechos y esperanzados por la presencia de la policía, como Daniel Pereira, de 19 años: “Nunca me sentí amenazado, pero espero que en adelante avancemos y tengamos más oportunidades”, opina este chico que prepara las pruebas para ser militar.

Los servicios básicos llegan a las favelas

El tradicional izado de las banderas de Brasil y del Estado de Río de Janeiro inaugura un nuevo periodo en Cerro-Corá. A la llegada de las fuerzas del Estado le sigue el cableado de los postes de luz, la recogida de basuras, el alcantarillado, la creación de centros de salud, escuelas y mejoras en telecomunicaciones. La dificultad en el acceso a las prestaciones básicas es parte del histórico de las favelas y uno de los motores de su carácter comunitario y activo, que se manifiesta tanto en forma de reivindicaciones y cooperativismo.

Después de las labores de registro, en estas tres comunidades se instalará la 33º Unidad de la Policía Pacificadora (UPP). Estas comisarías que garantizan la vigilancia las 24 horas del día son el colofón del proceso conocido como “pacificación”, que empezó en 2008 con un doble objetivo: liquidar la lucha armada entre las facciones de “narcos” para restablecer el orden en las favelas y poner en marcha una agenda social que facilite la entrada de servicios. Esto incluye obras de infraestructura, la construcción de viviendas subvencionadas para habitantes en zonas de riesgo y la capacitación de personas de todas las edades a través de cursos gratuitos de formación profesional, talleres de informática e idiomas.

El objetivo son las armas, no la droga

Entre los objetivos de la pacificación no está eliminar el tráfico de drogas (aún activo, aunque más disimulado en las favelas con presencia policial). Los oficiales registran de vez en cuando a los habitantes -sobre todo a chicos que no superan la treintena- y en el caso de encontrar droga, dependiendo de la cantidad y de los humos del policía, no tiene por qué suceder nada.  Si se comprueba la pertenencia de la persona revisada a un grupo criminal lo normal es que se la detenga, pero no siempre ocurre así.

El secretario de Seguridad del Estado de Río de Janeiro, José Mariano Beltrame, ha insistido muchas veces en esta cuestión: la pacificación nace con el foco puesto en acabar con la violencia y las armas en las favelas, pero no con la compraventa de drogas. Un matiz que apunta a la descriminalización de las drogas y abre el debate, todavía tímido en Brasil, sobre la legalización del consumo. La última Ley de Drogas de 2006 distingue entre las penas a las que se enfrenta un consumidor o un traficante (solo este último puede ir a la cárcel), pero la falta de una definición estricta acaba poniendo en las manos de la policía y de la Justicia la responsabilidad de decidir quién es quién.

La UPP, la nueva policía de proximidad

Agente de la Brigada de Operaciones Canina durante la ocupación de las últimas comunidades del Río turístico bajo dominio del tráfico armado.

Las unidades pacificadoras también suponen un intento de erradicar, desde la base, la corrupción inmersa en los cuerpos de seguridad y por ello sus integrantes son jóvenes recién salidos de las academias, lo que concentra numerosas críticas que aluden a su inexperiencia. A los agentes les encuentra en los restaurantes de comida casera almorzando “feijoadas” (el plato típico de Brasil, con alubias negras, arroz, verdura, naranja y carne) o repostando en las tiendas de alimentos.

Este escenario en el que los policías forman parte de la vida cotidiana de las barriadas, donde antes brillaban por su ausencia o por su agresividad, es objeto de análisis entre numerosos investigadores en ciencias sociales como los  profesores de la Universidad Estatal de Río de Janeiro (UERJ), Luiz Antonio Machado y Márcia Pereira. En la presentación de su estudio, los expertos destacan haberse topado con la crítica casi omnipresente del abuso del poder ejercido por las UPP por medio de identificaciones arbitrarias, toques de queda injustificados y ocupaciones de las plazas y otros lugares de ocio que repercuten negativamente en la sociabilización de los vecinos y no ayudan a forjar una relación saludable entre estos dos actores más acostumbrados a considerarse enemigos.

En algunas barriadas con UPP la tranquilidad es desafiada por incidentes esporádicos. El último ocurrió hace solo unas semanas, cuando un turista alemán de 25 años fue herido de gravedad por un hombre armado en Rocinha, una de las favelas más grandes de Brasil, pacificada en 2011. El profesor Machado atribuye estos rebrotes de violencia a la reconfiguración del tráfico armado. “Los poderes vinculados al tráfico armado no desaparecieron. Con la entrada de este nuevo poder (UPP) lo que existía antes está siendo retomado, pero no de la misma manera”, subraya el sociólogo.

Desde 2010, las ocupaciones se anuncian con anterioridad en la prensa local para dar tiempo a los líderes de los grupos criminosos a huir y evitar así un enfrentamiento más descarnado. Esta estrategia de la Secretaria de Seguridad del Estado de Río responde a la propia dinámica de la pacificación: no pretende la desaparición de la compraventa de drogas y sí la extinción de la violencia. Por este motivo, la ciudad está experimentando una emigración del tráfico armado del noble sur al norte.

Las medallas olímpicas marcan el fin de la pacificación

Este ambicioso proyecto que tiene la intención de alcanzar cuarenta Unidades Pacificadoras en 2014 fue ideado con una fecha de caducidad clara: 2016. El coste excesivo de las UPP hace imposible llevar una comisaria al millón y medio de personas que viven en las favelas sólo en la ciudad de Río (dos millones, en todo el Estado), de acuerdo con el Instituto Municipal de Urbanismo Pereira Passos.

Por ello, la administración pública acude a la inversión privada y a estas alturas de la canción aparece siempre el mismo nombre: Eike Batista. El hombre más rico de Brasil es dueño de una de las empresas que ha ganado la licitación para la gestión del estadio Maracaná durante 35 años. Las demoliciones hechas en los alrededores del estadio de fútbol más grande de Brasil han sido polémicas: se han derruido varias instalaciones deportivas, una escuela pública y la Aldea Maracaná, el centro cultural indígena del que fueron desalojados por la fuerza los indios que vivían allí. En su lugar, se construirán tiendas, un museo dedicado al fútbol y un aparcamiento.

El conglomerado del magnate inyectará un total de  80 millones de reales (unos 30 millones de euros) para la gestión del programa de pacificación entre 2011 y 2014. Sin embargo, con la resaca de los Juegos Olímpicos, los agentes se marcharán de las comunidades dando pie a un horizonte difuso al que nadie sabe muy bien cómo responder.

La otra cara de la pacificación: la relocalización de los pobres

Río de Janeiro sufre un proceso de mercantilización y encarecimiento en la vida diaria que impacta con más fuerza en los alquileres y en los precios del transporte público. La metrópoli posee el metro cuadrado más caro de Brasil y está entre las tres ciudades del mundo con el hospedaje más prohibitivo, según una investigación de Embratur. La revalorización de los terrenos unida al aumento de la seguridad y a la especulación inmobiliaria que existe en las favelas recae con peso en las familias obligadas a afrontar costes que antes no asumían como, por ejemplo, las tarifas de luz, agua y gas. Muchas de ellas no soportan la presión de los precios y se marchan de sus barrios de siempre a otros del norte con los beneficios acumulados de la venta de sus viviendas.

A este fenómeno conocido como “remoção branca” (gentrificación o aburguesamiento blanco) se suman las demoliciones de viviendas, igual de sangrantes. Cerca de tres mil familias han sido desplazadas de sus casas y otras ocho mil están amenazadas, según varias organizaciones que constituyen el Comité Popular de la Copa y las Olimpiadas de Río de Janeiro.

La madre de estas niñas supo que su casa iba a ser derrumbada al encontrar pintada en su pared la letra H de la Secretaria de Habitação (Vivienda, en portugués). Las autoridades informan así a las familias de que sus casas serán demolidas

El comité clasifica en cuatro las justificaciones que suele utilizar el ayuntamiento de Río en los desalojos: la obras para ampliar las vías de movilidad, las instalaciones o reformas de equipamientos deportivos, aquellas volcadas a la promoción turística y el riesgo y el interés ambiental. “Las violaciones al derecho de vivienda bajo la argumentación de los eventos tienden a agravarse con la cercanía de los JJOO y refuerza lo que ya habíamos demostrado: se trata de una política de relocalización de los pobres de la ciudad al servicio de los intereses inmobiliarios y las oportunidades de negocio”, recalcan los activistas en el último informe publicado.

Las favelas simbolizan un universo de amenaza social que aún está presente en el imaginario de los cariocas, algunos temerosos de atravesar las fronteras dentro de su propia ciudad. Sin embargo, los brasileños ya están habituados a que lo perseguido y criminalizado en un momento determinado se vuelva un rasgo de identidad en otro, como sucedió con la samba o la “capoeira”, surgidas al calor de la esclavitud.

La destrucción del Morro de Castelo en 1922, donde germinó Río en 1560 a partir de los primeros asentamientos de portugueses, coincidió en el mismo año con la Exposición  Universal que acogió la metrópoli en conmemoración al primer centenario de la independencia de Brasil. Una metáfora de la contradicción inmersa en la “ciudad maravillosa”, que ha tratado de negarse a sí misma en diferentes capítulos del pasado y en la que ahora crece la primera generación de nacidos en favelas que no conoce la guerra, aunque puede haberle visto las orejas a esa otra violencia que es ejercida sin armas, de la que se sobreponen las clases humildes con dignidad.



LIGUILLAS, EL PERFECTO AFFAIR ENTRE SEMANA

A horas intempestivas entre semana, cuando muchos ya están vistiéndose el pijama y listos para acostarse con la desazón dominante de las últimas 15 horas de rutina, otros se calzan unas botas multitaco para que –al menos un día- no acabe como todos los demás. Es el fenómeno liguilla, una relación gratificante que pide poco y da mucho. Entre sus escasas condiciones, más allá del pago del alquiler de las instalaciones y la organización, está la elección de los componentes de este affair y un nombre digno para el equipo. Pero no cualquiera. Debe ser un código dichoso, bucólico, bobo, corporativo o relacionado con las bebidas alcohólicas –sí, es un género en sí mismo-. De este modo, una noche se pueden ver las caras conjuntos como el “Real Barriga”, “Swarovski”, “Maschemalos”, “Bar Jumilla”, “Glober Torpes”, “Full ‘n’ beer”, “Volldammers” y el “Viejas glorias”.

Juegan en las ligas, torneos, pachangas, competiciones… como quiera que se llamen donde quiera que se jueguen, a escoger entre patios de colegios de monjas a los que se les da una bendita segunda vida nocturna, centros deportivos que consiguen revitalizar barrios dormitorio por los que solo se ve a perros pasear a sus amos con la corbata aflojada, o pistas en la periferia que quedan más o menos cerca de la última parada de la línea de metro más larga.

Joan del “Golorrea” se puede decir que cumple con el estándar nominal exigido. Él está tan convencido del efecto descongestionante y excretor de estas ligas que, además, juega en otros dos equipos. En total: lunes, jueves y viernes. “Es que lo necesito, lo necesito”, se justifica. Como él, muchos otrOs –la mayoría masculina es aplastante- ven en la práctica del deporte un refugio. Son ya las tantas de la noche en el recinto deportivo y otros dos jugadores de su mismo equipo se saludan al llegar. “¿Qué tal el curro?” –pregunta uno. “Bah, un follón…”, responde con una o que se alarga hacia el vestuario.

Mientras tanto, en el recinto de la EscolaTarr de Barcelona, David del “FullersTeam” queda con los amigos que siendo un niño conoció en los recreativos y que, desde hace tres años, pasaron a ser ‘los amigos del fútbol’.  Acaba un partido e inmediatamente entran ellos a jugar. “Yo hoy soy muy suplente, eh”, advierte uno de los fullers a otro compañero, disputándose el puesto en el banquillo. Es difícil reconocer a los miembros de un mismo bando porque no todos tienen la equipación: algunos llevan camisetas de un color parecido, otros petos con el nombre “provisional” en la espalda, como si fuera su apellido… el resultado es que hay tal gama de colores que podrían cubrir todo el Pantone. Hasta el árbitro lo advierte: “Yo creo que nos vamos a liar”. Antes de que dé comienzo el partido, en uno de los campos el portero calienta nervioso. “El que tenemos es un portero adaptado, pero lo hace muy bien”, explica un jugador mientras estira en la banda. “Es que el que teníamos antes opositó”.


¿Y qué importa la informalidad? ¿Quién quiere una equipación? ¿Y un cuerpo técnico? “Yo cambiaré por Davo o por Emi”, comenta uno de los jugadores en el banquillo inexistente. “Vale, pues yo por Ricky”, le dice el otro con el cronómetro en la mano para controlar los cambios cada 5 minutos y que todos jueguen más o menos lo mismo. Pachanga sí, pero con un poco de seriedad: “A mí me ha pitado una que… ¡no era, no era!”. ¿Y quién quiere público? Gradas vacías, claroscuros, verjas que rodean campos sin nadie que las rodee, silencio roto por gritos en el terreno de juego que reverberan… “¡Buena, Pancho buena!”, anima uno de los jugadores desde el lateral, sin que parezca que le importe que cada vez llueva más. Poco después, su equipo pide un tiempo muerto: hoy solo tienen un cambio porque dos componentes no han podido ir. Y obviamente no hay entrenador, así que todo se lo dicen ellos: “Un poco de ganas, ¿no?”; “¡más intenso!”; “¡pases fuertes!”.

Las posiciones no están claras. El que hoy no juega (está saliendo de una gripe) va aconsejando desde la banda.  Todos hacen de todos, sin importar el tipo de relación que les une: exjugadores que por el ritmo profesional ya no pueden comprometerse con equipos federados, entrenar varias veces por semana e hipotecar el fin de semana por el partido; colegas del trabajo que quieren verse sin la americana de por medio; compañeros del colegio que lo serán para toda la vida; propietarios de un negocio que ‘engañan’ a sus amigos y familiares para montar un equipillo… Sea cual sea su origen, la magia está en que, probablemente, muchos de estos grupos humanos se diluirían sin la cita de las liguillas. Las conversaciones entre ellos, contrarios y árbitro son constantes, y después de un largo día pueden soltarse y hablar sin eufemismos de nudo de corbata. Lo bueno es que rara vez esperan respuesta: “¿De qué vas tío, entrando así?”, y todo sigue normalmente.

Ocasionalmente, el desfogue que se permiten algunos jugadores puede ser desmesurado y se crean las tensiones típicas de los campos de fútbol, esas escenas que dan entre miedo y vergüenza ajena. “Yo he visto de todo”, confiesa Marisín empuñando las manos. Pero, afortunadamente, los árbitros tienen la capacidad de frenar estas circunstancias anecdóticas. El de hoy pita una falta y todo un equipo protesta. Pero les advierte: “Las quejas las dejamos en casa”. Se retoma el juego. “¡Ojo tiro!”, avisan desde el banquillo. No ha servido para nada, los contrarios han metido gol desde medio campo.  “Si veo que se pasan, saco tarjeta y luego la organización les sanciona sin jugar equis partidos”, explica Juanjo, árbitro desde el 82 que admite haber pasado por muchos “follones” y sabe de la importancia del respaldo del centro deportivo para reprimir las situaciones conflictivas.

Pero en principio, todo va como la seda. Los jugadores llegan, entran, se cambian, juegan, firman, se van. Y así todos los equipos. Es un modelo que funciona casi solo, porque funciona bien. Todo acaba donde empezó: en el bar. Pero algo breve, “que si no mañana…”. Compartiendo mesa con botellines de agua y latas de cerveza, hamburguesas y lomo-quesos, uno le pregunta al otro por el trabajo, otro habla de su hermana, el de más allá pregunta por cómo quedó aquello del otro día… “Celebramos que me cambio de trabajo”, irrumpe uno de ellos. En otras mesas, comentan algo de Rossi y Lorenzo, aplicaciones móviles, especulaciones sobre lo que habrá hecho el “TeamRockets” ya que condiciona la clasificación… La charla se alarga más de lo acordado. La noche de liguilla se convierte en una dulce relación, con poco compromiso para que llegue a absorber, con el suficiente para que genere apego y antojo… y el justo para que sea perfecta, temporada tras temporada. Ya es de madrugada y hace rato que se ha acabado el día del fútbol, pero el affair se permite unos minutos antes de la despedida hasta la próxima semana.



LA VIDA EN LA CUERDA FLOJA DE LOS GURÚS DE LA BASURA

Los arrabales más pobres de El Cairo esconden una eficiente economía sumergida dedicada a la recolección y reciclaje de desechos que ha sido reconocida por  las Naciones Unidas como una de las 100 mejores prácticas ambientales del mundo. Combinando sus manos desnudas con maquinaria especializada, los zabalines son capaces de reciclar el 85% de los residuos que recogen a diario de la capital de Egipto.

A ciertas horas del día es imposible ver la entrada de su hogar. Está cubierta por una densa capa de basura que se amontona sobre el suelo. Las moscas se divierten sobre el festín dispuesto a su alcance, montañas llenas de restos de comida que varias mujeres ordenan con sus manos desnudas: las peladuras de fruta a un lado, los fragmentos de plástico al otro. Es el trabajo que repiten para ganarse la vida de cuatro a cinco horas al día, todos los días de la semana. Su labor forma parte de uno de los sistemas de recogida y reciclado de basura más efectivos del mundo: los zabalines (‘zabbaleen’) son los basureros de El Cairo, la inmensa capital africana cuyos 9 millones de habitantes producen una media de 14.000 a 15.000 toneladas de residuos al día.

Apartados del centro de la ciudad, gran parte de los zabalines de El Cairo viven al resguardo de una árida montaña que delimita la frontera noreste de la urbe con el resto del terreno. A pocos metros aguarda el puro desierto. Solo una carretera permite la incesante entrada y salida de coches, camiones y carretas al barrio de Mansheyet Naser, donde unas 80.000 personas viven de lo que el resto de cairotas considera inservible.

“Mi abuelo fue uno de los primeros en llegar a El Cairo y ver las posibilidades que ofrecía la basura”, dice Ezzat Naem, hoy director de Spirit of Youth, una de las organizaciones no gubernamentales que trabaja dentro del barrio para mejorar las condiciones de vida de sus habitantes. “Allá por 1949 él vino a visitar la ciudad desde su pueblo en Assiut [al sur del país]. Era un granjero que trabajaba para un hombre rico. Tomando café en la calle Ramsés escuchó la conversación de un grupo de hombres que discutía sobre el problema que tenían con la basura en El Cairo. Los waheia (gente del oasis) eran entonces los encargados de los residuos de la ciudad. La recogían puerta por puerta y la llevaban en sus carretas hasta el desierto, donde dejaban que los residuos se secaran durante varios meses. Después, vendían el resultado como carburante a los dueños de baños públicos o los hornos de foul [alubia roja,uno de los platos principales en la dieta de cualquier egipcio].”

Según explica Naem la prohibición del gobierno por aquel entonces de vender los residuos secados al sol como combustible para cocinar había dejado a los hombres del desierto sin posibilidades de continuar su forma de vida. “¿Cómo nos deshacemos de la basura entonces? No podemos dejarla en el desierto, los vientos la traerían de vuelta a la ciudad”, se quejaban. Naem explica que su abuelo vio la solución en los animales que él y otros muchos cuidaban en el campo. “Les dijo que no se preocuparan, que él traería a sus familias desde el sur de Egipto a El Cairo y se haría cargo de la basura dándosela como alimento a sus animales. Pensó que aquello era como la gallina de los huevos de oro”, dice.

Fue así como los hombres del oasis y el abuelo de Ezzat Naem llegaron a un acuerdo. Tras las primeras familias, muchas otras les siguieron. Pronto eran miles los granjeros que se habían mudado a El Cairo en busca de una vida mejor de la que en aquel momento les proporcionaba el Egipto rural. Al principio se establecieron en otra zona de la ciudad, pero pronto los vecinos se quejaron del mal olor que causaban los animales. Así fueron cambiando de emplazamiento, hasta cuatro veces desde entonces hasta hoy pasando por distintas zonas de la capital. Nunca fueron dueños del terreno donde se establecían. Durante este tiempo la población recolectora de basura creció hasta esparcirse en seis asentamientos distintos en la ciudad; el mayor de ellos: Mansheyet Naser.

SIN TIERRA, SIN SALUD

Los zabalines de Mansheyet Naser amanecen mucho antes de que llegue la luz del día. Mientras las carreteras de El Cairo descansan del tráfico endémico que congestiona la ciudad la mayor parte del día, los padres de familia y sus hijos varones salen como hormigas de su guarida bajo la montaña y se despliegan por los distintos barrios de la urbe. Son ciudadanos prácticamente invisibles. Nadie repara en ellos en la calle si no es para lanzarles una mirada de reprobación por ralentizar el movimiento de los coches o por no llegar a recoger todos los desechos a tiempo. Es fácil distinguirlos por los enormes sacos blancuzcos que cargan sobre la espalda, recogiendo los desperdicios de la ciudad que nunca duerme. Cerca del mediodía van regresando hacia la montaña y descargan su colecta a los pies de sus propias casas, donde sus mujeres, hermanas, madres e hijas se encargarán de separar el contenido de los bolsones.

Este sucio y antihigiénico trabajo les genera enfermedades en la piel. Aunque no es su único problema: el barrio, donde las viviendas se amontonan sin licencia sobre intrincadas calles sin asfalto, carece de condiciones de saneamiento. Grupos de cabras en las esquinas se alimentan de los restos de podredumbre que quedan tras separar la basura. Las ratas pasean a sus anchas y no es difícil encontrar animales muertos por alguna de sus calles. Nadie se hace cargo de ellos. “Hace poco un caballo se murió a la entrada de la carretera principal. Estuvo ahí en descomposición durante semanas”, dice Jennifer Osborne, una de las voluntarias que colabora con Spirit of Youth.

Cerca del 80% de los zabalines tiene hepatitis, pero ninguno de los gobiernos que han estado en el poder desde la llegada de los basureros a El Cairo ha querido ocuparse de ellos. De hecho son tan invisibles que su trabajo tampoco existe legalmente. Oficialmente, quienes se encargan de recoger la basura a día de hoy en El Cairo son varias multinacionales que disfrutan de contratos millonarios con el Estado, una de ellas la española FCC (Fomento de Construcciones y Contratas).

TRES DÉCADAS DE TRANSFORMACIÓN

El trabajo de los zabalines y la economía informal que sustentan está reconocida por el ‘Proyecto Hábitat’ de las Naciones Unidas como una de las 100 mejores prácticas ambientales de todo el mundo por ser capaz de combinar un proceso de mejora medioambiental con el desarrollo socioeconómico de sus ciudadanos. Este reconocimiento internacional, ajeno al trato que reciben de sus conciudadanos, llega sólo tras décadas de duro trabajo.

Fue en los años ochenta cuando los zabalines, que al principio vendían los materiales que recuperaban de la basura a empresas externas, comenzaron a buscar una forma de reciclar ellos mismos. “Si otras empresas pueden utilizar los materiales que les vendemos para convertirlos en materias primas, ¿por qué no íbamos a hacerlo nosotros?”, recuerda Naem.

Con la ayuda de varias organizaciones internacionales como Oxfam o Cáritas, quince familias obtuvieron microcréditos con los que adquirieron máquinas para reciclar plástico, algodón, latas y papel que instalaron en el bajo de su propia vivienda. Fue el comienzo de una especialización que hoy está perfectamente organizada en el barrio. Cada zona se encarga de un material.

Así, los camiones que entran a Mansheyet Naser llenos de basura se cruzan en la única carretera de acceso con los que salen cargados de cajas con bolsas de bolitas de plástico, planchas de papel, bloques de aluminio o incluso productos acabados y listos para su venta gracias a los talleres de reciclaje que han ido instalando organizaciones no gubernamentales como ‘Spirit of  Youth’ o  ‘Association for the Protection of the Environment’. Treinta años después, el barrio de Mansheyet Naser es capaz de reciclar cerca del 85% de los residuos que recoge. Las multinacionales contratadas por el gobierno cumplen con el requerimiento de su contrato: reciclan un 20% de lo que recogen y envían el resto a vertederos.

Todo este entramado económico se sustenta sobre delicados pilares. En la primavera de 2009, alarmado por el estallido de la gripe porcina, Hosni Mubarak ordenó que se degollaran todos los cerdos del país. Eran los animales que engullían la mayoría de los restos orgánicos de la basura que separaban los zabalines. Así, la prohibición del gobierno, además de resultar en un exceso de desperdicios orgánicos, complicó la ya de por sí pésima situación higiénica de los barrios de basureros, algunos de los cuales han adquirido cerdos de nuevo a través del mercado negro. Aunque en las calles de Mansheyet Naser solo se vean cabras, ovejas o caballos, en los tejados de las viviendas también se esconde ganado porcino. “Más o menos un tercio de la gente ha recuperado los cerdos ahora”, reconoce uno de los zabalines. La situación de estos animales está por ahora en un limbo legal. “Los salafistas e incluso algunos musulmanes no aceptan tener cerdos en el país”, comenta un vecino. En cualquier caso, desde que los Hermanos Musulmanes accedieron al poder no se han pronunciado sobre este tema.

MORSI: NI LIMPIA NI DA ESPLENDOR

Entre los muchos problemas que heredó el actual presidente de Egipto de sus antecesores está el control de la recogida de basuras. Antes, convencido de que sería capaz de limpiar la ciudad siguiendo el ejemplo de otras urbes occidentales, Hosni Mubarak había firmado varios contratos millonarios con empresas internacionales. Eran los noventa. Se instalaron papeleras y contenedores en la ciudad, dejando de lado el invisible pero vital trabajo de los zabalines.

Sin embargo, los residentes cairotas, acostumbrados a que los zabalines recogieran sus desechos puerta a puerta durante décadas, se quejaron y nunca hicieron uso de los contenedores. Estos obstruían el paso de la circulación en las calles estrechas, muchos de ellos fueron sustraídos. Los rincones donde se colocaba alguno de ellos terminaba siendo un foco de infección y suciedad ya que las multinacionales no acudían a recoger la basura (expuesta a las altas temperaturas del día) con la periodicidad necesaria. Los zabalines continuaron acudiendo a las casas de los vecinos ya sin recibir ningún dinero por su servicio, tan solo las propinas que algún residente les entregaba. Su trabajo en la ciudad derivó en una situación paradójica: necesario y efectivo, pero denostado y silenciado.

¿Por qué el gobierno no cancela sus contratos con las multinacionales y ofrece trabajo remunerado a quienes conocen mejor el sistema de recogida de basuras? Se pregunta Naem, consciente de que, en su opinión, “tienen miedo de enfrentarse al pago de cantidades astronómicas por finalizar el contrato con las multinacionales antes de tiempo”. Así las cosas, legalmente no habrá cambios hasta 2016, cuando expiren los acuerdos actuales.

Mientras tanto, los zabalines no pierden el tiempo. Han comenzado a organizarse sindicalmente y, asesorados por el propio Naem, intentan formalizar su situación estableciéndose como compañías registradas para poder así optar a un contrato legal. Hoy en día son más de cincuenta, pero su ilusión y empeño por trabajar con dignidad choca con la indiferencia e incompetencia de las autoridades cairotas.

Karem Sadek Tawfik, de 32 años, es uno de los residentes de Mansheyet Nasser que ha trabajado para formalizar su trabajo. Junto a otras nueve familias ha creado la compañía ‘Khobra Elnazafa’, algo así como ‘perfectos en limpieza’. Su gesto serio y su piel curtida por el duro trabajo esconden la sonrisa franca de un trabajador humilde. Sus ojos hablan de la preocupación de un futuro incierto para él y su joven esposa.

“Toda mi familia ha vivido de esto. Por eso pensé que debería dedicarme a ello, pero mejorando nuestras condiciones de vida. Con una compañía, si conseguimos contratos, podría emplear a alguien para separar la basura orgánica y que no tuviera que hacerlo mi mujer”, explica. Pese a su esfuerzo emprendedor, desde que constituyó la compañía hace ahora más de un año, todavía no ha sido capaz de firmar ningún contrato. La recogida de basura y la venta de sus materiales a los talleres de reciclaje dentro del barrio apenas le alcanza para pagar el camión con el que sale a por basura en la ciudad. “Si a finales de año no consigo ningún contrato cerraré la compañía”, dice bajando los ojos.

Con la llegada de los Hermanos Musulmanes al poder, los zabalines se sienten más abandonados que nunca. Ha pasado ya casi un año desde que, en el discurso que pronunció cuando alcanzó la presidencia, Morsi anunciaba que cambiaría el sistema de recogida de basuras: sería una de las prioridades en los primeros 100 días de su cargo.

Poco ha sucedido desde entonces más allá de la campaña Watan Nazif (Patria Limpia), pensada para involucrar a la sociedad civil con el Estado en las labores de mantenimiento y limpieza de la ciudad. Si bien consiguió recoger unas 120.000 toneladas de basura en una única intervención en 22 provincias según fuentes oficiales, el plan excluía totalmente de su desarrollo a los zabalines, los auténticos gurús de la basura en El Cairo.

“Desde la llegada de Morsi todo es más difícil”, lamenta Tawfiq, “han subido los impuestos y todo es más caro. La verdad es que no soy optimista, no creo que consigamos firmar”. Los comentarios de este emprendedor no alejan de su gesto un tranquilo estoicismo aprendido desde la cuna. Como él, ninguno de sus compañeros muestra un rostro amargo mientras sobreviven rodeados de esta podredumbre. Los niños en la calle sonríen y corretean como si vivieran en el mejor de los rincones del mundo. Quizá sea cuestión de fe. La mayoría de los zabalines profesa una gran devoción cristiana copta y acude regularmente al monasterio que protege el barrio desde la misma colina cairota. Allí dejan de ser la minoría que recoge los desperdicios de otros en silencio y se convierten en una gran familia que alimenta sueños de futuro.



LA GUERRA DE DIX

Ningún pintor se esforzó tanto como el alemán Otto dix en mostrar el horror de la primera guerra mundial. Durante décadas retrató los horrores que había visto durante su experiencia en las trincheras de flandes. todavía hoy sus grabados son una de las mejores denuncias de la imponente repulsión de la guerra.

Amanece. Un sol radiante anuncia un día hermoso. Quizá sea primavera o verano. No podemos saberlo porque la muerte ha parado el tiempo. El cañoneo ha convertido el campo en una desordenada sucesión de pequeñas elevaciones y hondonadas. Los árboles son estacas partidas con ramas de alambre de espino. Si uno se fija bien, puede distinguir el esqueleto blanquecino de un soldado en la tierra de nadie. En primer plano, dos soldados alemanes se mueven a cuatro patas para evitar ser vistos por un enemigo invisible. Colgadas de sus bocas, agarradas por sus dientes, llevan sendas bolsas para su posible desayuno. La mano del soldado que gatea casi toca la mano de un esqueleto que nace de la tierra. Son los restos de un soldado que quizá murió la primavera pasada y quedó sepultado en su trinchera. Su mano de huesos es más humana que la mano de los vivos, tan rotunda como una pezuña. Los dos hombres que gatean se han convertido en animales que luchan instintivamente por su supervivencia. Parece imposible creer que sólo unos meses antes podían haber manejado un pincel.

LA MANO CORTADA DE KIRCHNER

En 1915, Ernst Ludwig Kirchner, uno de los fundadores del grupo expresionista El Puente, se autorretrata en su estudio con el uniforme de su regimiento de artillería. Con un cigarro tan apagado como sus ojos, Kirchner da la espalda a un lienzo abandonado y a una modelo desnuda. Es su mano cortada la que domina el cuadro. La herida está abierta, ningún muñón ha sustituido la mano segada. Su violenta mutilación es sólo simbólica. La guerra, que le ha convertido en un enfermo crónico, ha mutilado su espíritu. Kirchner volverá a pintar pero su arte nunca volverá a tener la fuerza de los años previos a la Gran Guerra.

Como muchos jóvenes alemanes, británicos y franceses, Kirchner se presentó voluntario en agosto de 1914 para combatir en una guerra que imaginaba breve y heroica y decisiva para el futuro de Europa, lo que en 1914 significaba el futuro del mundo. Aquella generación ingenua acabó sepultada en el barro de Flandes, sarcástico escenario de una guerra a la que el futurista Marinetti había definido como “la única higiene del mundo”. Otto Dix (1891 – 1969) fue uno de los artistas que partieron voluntarios a la guerra pero a diferencia de Kirchner encontró en ella un tema que le atraparía durante toda su vida y que reflejaría su evolución artística.

“La guerra –dijo Dix en una entrevista de 1961 – es algo embrutecedor: hambre, piojos, fangos, esos ruidos enloquecedores. Todo es distinto. Mirando cuadros más antiguos, he tenido la impresión de que falta por exponer una parte de la realidad: lo repulsivo. La guerra fue una cosa repulsiva, y pese a todo, imponente. No podía perdérmela. Hay que haber visto a los hombres en ese estado voraginoso para saber algo sobre ellos”.

La trinchera, la explosión de un proyectil de artillería y la evolución de su rostro son los tres grandes temas de las pinturas que Dix realiza durante los años de la guerra. Los tres están presentes en Autorretrato como Marte (1915), una obra que también muestra la mezcla de estilos que confluyen en la pintura de Dix en estos años iniciales y decisivos. Dix se autorretrata como dios romano de la guerra, con un rostro de facciones duras, hecho a jirones, alrededor del cual gira el resto del cuadro: explosiones, edificios tumbados, cruces de tumbas excavadas al lado de las trincheras, un caballo aterrorizado que gira su cabeza, un peón de ajedrez y, entre ambos, el sol nocturno y efímero de una bengala.

Autorretrato como Marte es una pintura repleta de los sonidos de la guerra. El cuadro posee los colores agresivos de las pinturas expresionistas y las líneas con las que los futuristas querían reflejar una sucesión de imágenes cambiantes. Híbrido de ambas técnicas, este autorretrato de Dix transmite un mayor desasosiego que las pinturas futuristas bélicas, donde la guerra parece una atractiva aventura llena de riesgo y heroísmo. Los futuristas están más interesados en retratar máquinas veloces y hermosas que hombres enterrados en el fango. De forma inevitable, las trincheras vacías de Dix, se llenan de muertos.

En 1915, Dix pinta Soldado moribundo, un óleo sobre papel en el que retrata la agonía de un soldado que se deshace ante nuestros ojos. Y anticipa los cuadros de Francis Bacon: el rostro convertido en una mueca absurda, los ojos, aterrados y fuera de sus órbitas, y la sangre que mana de su boca como un río por el que escapa la vida de un hombre convertido en un trozo de carne. La pintura apela directamente a nuestro sistema nervioso, a través de unas pinceladas bruscas y repletas de pintura, una técnica muy alejada y opuesta a la refinada y mucho más compleja manera de pintar que Dix empleará en la década de los veinte. La distorsión de este rostro que se deshace ante nuestra mirada impotente contrasta también con la serenidad expresada con otras víctimas de la guerra retratadas en sus grabados. Una serenidad que, por la verdad que contiene, es igual o, incluso, más aterradora.



LA GUERRA GRABADA

Murmullo de voces. Sonido de copas que se juntan en un brindis o chocan contra el mármol de la mesa. El caos inconfundible de los instrumentos que comienzan a afinarse. Redoble de tambor. Música. Joel Grey, sátiro maestro de ceremonias, comienza su canción de bienvenida al público del Kit Kat Club: “Bienvenidos extranjeros, es un placer, estoy encantado de verles. Sean bienvenidos al cabaret. Dejen sus problemas ahí fuera…” Y entre el público al que se dirige vemos a la periodista Sylvia von Harden, con su peinado masculino, su monóculo enorme y sus manos delgadas y enormes. Fuma un cigarro mientras escucha cómo una noche más Joel Grey crea un mundo ajeno a los problemas de la realidad, un territorio donde triunfa la diversión y el placer. La actriz posa tal y como Otto Dix retrató a la periodista en 1926. Bob Fosse comienza con este homenaje a Dix su maravillosa Cabaret.

La complicada década alemana de los años veinte, con una república de Weimar asediada por las draconianas exigencias externas de los vencedores y por las internas de los grupos extremistas de derecha e izquierda, encuentra en el triunvirato Max Beckmann – Otto Dix – George Grosz a sus grandes retratistas. Los tres jóvenes pintores, cada uno con un estilo personal y definido, retratan un mundo hipócrita y profundamente violento, donde el hombre se encuentra atrapado. En la inmediata postguerra, Dix sigue buscando su lenguaje personal. Abandona el estilo híbrido de la guerra y comienza su fase dadaísta. En 1920 Dix pinta sus dos obras principales de esta etapa: Jugadores de skat y Prager Strasse, dos denuncias de las terribles mutilaciones que habían sufrido muchos de los jóvenes que habían sobrevivido a la guerra y que tendrían que sobrevivir a la vida sin piernas, sin brazos, convertidos en pedazos de hombre, progresivamente olvidados y arrinconados. Un estilo cercano a la caricatura y la presencia de páginas de periódicos pegadas en los lienzos, como un tímido collage, son las notas más llamativas de una manera de pintar que Dix abandonó muy pronto y que recuerda a las obras de su compañero George Grosz. En 1923 Dix pinta Trinchera, una nueva aproximación al escenario de la guerra que desata una enorme polémica. Un año después, publica los cincuenta grabados de su obra La guerra. Su aparición coincide con la del foto-libro de Ernst Friedrich Guerra a la Guerra.

Guerra a la Guerra se convirtió en un auténtico éxito de ventas, con varios millones de ejemplares vendidos. Sus 180 fotografías, realizadas por los propios soldados con sus cámaras portátiles, no muestran sólo el horror de la lucha en el frente sino la monstruosa e irreversible metamorfosis que muchos jóvenes sufrieron como consecuencia de las heridas recibidas. “Soldados espantosamente mutilados, a veces con tremendas oquedades en el rostro, en otras ocasiones con horrendas cicatrices y totalmente desfigurados después de las numerosas intervenciones quirúrgicas sufridas, pero todos ellos aún vivos – lo cual se percibe en su mirada – de forma inverosímil”.

Los grabados de La guerra de Dix surgen, por lo tanto, en un momento en el que la sociedad alemana vuelve su mirada a la Gran Guerra: desde una mirada pacifista, como la de Friedrich, o patriótica, como la de los foto-libros de Ernst Jünger. El pintor conocía la obra de Friedrich, pero aunque se basó en ella – y en otras recopilaciones fotográficas – para realizar sus grabados hay una importante diferencia entre ambas: Dix no quiere hacer propaganda antibelicista, quiere hacer arte, pretende conseguir que sus grabados puedan medirse con los Desastres de Goya. En los grabados de La guerra, Dix relega al escenario a un segundo plano para centrarse en su auténtica preocupación, el hombre. En muchos de los grabados, junto al dolor y el miedo, Dix casi logra reflejar el olor de la muerte.


Dix empleó las técnicas del aguafuerte y de la aguatinta, y utilizó el barniz de asfalto para corroer la plancha y mostrar así un mayor grado de destrucción. Esa descomposición que aparece en los rostros de muchos de los soldados muertos o moribundos retratados por Dix y que no nace de la voluntad del artista de deformar la realidad sino de retratarla lo más fielmente posible. También empleó la técnica de la punta seca para lograr una mayor perfección en los detalles. Todas estas técnicas están al servicio de un punto de vista que es el que caracteriza a los grabados de La guerra y convierte la obra gráfica de Dix en una mirada contemporánea. Frente al plano general de Callot y el plano medio de Goya, Dix elige un primer plano y sitúa al espectador se encuentra dentro del escenario, cara a cara con los sucesivos rostros de la guerra.

El punto de vista de Callot y de Goya es el del testigo civil que contempla las matanzas cometidas por los soldados; el de Dix, el del soldado que realiza o es víctima de estas masacres y se convierte al mismo tiempo en cronista de las mismas. La mayor parte de los grabados de Goya y Callot no muestran batallas sino saqueos o ejecuciones, donde las víctimas son sobre todo civiles. En los grabados de Dix también la lucha es sustituida por sus consecuencias, pero son los soldados los principales actores y el escenario de la guerra aparece reducido – con la excepción de tres grabados que reflejan un ataque aéreo a un pueblo, una casa destruida y una madre que llora ante su bebé asesinado – a un delirante y yermo campo de trincheras y cráteres.

Con los cincuenta grabados de La guerra, Dix crea un completo corpus de imágenes de la vida del soldado en el frente. Desde el paisaje desolador que contempla frente a su trinchera hasta los pequeños y oscuros refugios en el que pasa su tiempo de descanso. Vemos al soldado convertido en bestia, atacando con su máscara de gas; hundido en un cráter, con los ojos llenos de miedo; olvidado en una trinchera, convertido en un esqueleto uniformado. Y mutilado, transmutado en un monstruo. Trasplantado es uno de los grabados más aterradores de la serie, no por el muñón indescriptible en el que se ha convertido la mitad de la cabeza del pobre soldado, sino por la mirada de su único ojo, un ojo que no transmite espanto ni dolor, sino la lejanía interior de un muchacho convertido en monstruo para el que nuestra mirada aterrada es su espejo.

EL TRÍPTICO DE LA GUERRA

En 1927 Dix ingresa como profesor en la Academia de Arte de Dresde. Ese mismo año, nace Ursus, su primer hijo y un año después, Jan. Dix vive una de las mejores etapas de su vida: reconocimiento profesional y una feliz vida familiar con Martha y sus hijos. Fascinado por los viejos maestros alemanes – Baldung Grieg, Matthias Grünewald, Lucas Cranach y Alberto Durero – Dix persigue su ideal de retratar el mundo con la mayor objetividad posible a través de un estilo complejo y detallista, muy alejado de las pinceladas más bruscas y libres de su primera etapa. Adopta la técnica de la veladura, llena sus pinturas de colores luminosos y contrastados, atrapado por la perfección del detalle.

Es esta pasión por el detalle la que provocaba la náusea en el crítico Julius Meier-Graefe ante la visión de Trinchera (1920-23), una de las obras más malditas de Dix. Después de la crítica feroz de Meier, Trinchera participó en 1925 en una exposición itinerante organizada por la comisión Jamás otra guerra. Los nazis tomaron nota. En 1933 expulsaron a Dix de la Academia de Arte de Dresde y confiscaron parte de sus cuadros, que consideraban “degenerados” incluido Trinchera, que los nazis exhibieron en 1938 junto a Mutilados de guerra bajo el epígrafe Sabotaje pictórico al ejército alemán, antes de enviarlo a las llamas en 1939 en un paranoico acto de fe.

Mejor destino tuvo el tríptico La guerra (1929 – 1932). Para retratar la decadente totalidad de la ciudad, Dix había recurrido al formato del tríptico en 1928. Esta estructura visual le permitía mostrar en una misma obra escenas que transcurrían en distintos tiempos y escenarios, de ahí que Dix destacase la influencia que el Ulises de Joyce había tenido en la elección de este formato. “El cuadro – explicaba Dix en 1964 – lo hice diez años después de la Primera Guerra Mundial. Durante aquellos años me había preparado a fondo para convertir en arte las experiencias de la guerra (…) En aquel tiempo, por cierto, muchos libros propagaban sin problemas en la República de Weimar un concepto de héroe cuya reducción al absurdo tuvo lugar en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La gente comenzaba a olvidar los sufrimientos que había acarreado la guerra. En esta situación surgió el tríptico”.