El tronar de los helicópteros negros que asoman entre la vegetación selvática anuncia la entrada de la Policía Militarizada (PM) en un territorio considerado hostil. Son las cinco y media de la madrugada y las luces rojas de los coches de las tropas de élite iluminan la entrada de Cosme Velho, un barrio de clase media-alta de Río de Janeiro, colindante con las favelas Cerro-Corá, Guararapes y Vila Cándido. Entre los 420 agentes hay miembros del Batallón de Operaciones Especiales (BOPE), a quienes se conoce como “calaveras” debido al emblema impreso en sus boinas negras.
Media hora después, la primera fase concluye con la toma exitosa
de las tres barriadas a los pies del cerro del Corvocado. Las buenas noticias
las adelanta el coronel Federico Caldas, portavoz de la PM, que destaca la
importancia “estratégica” del dominio de esta área turística para garantizar la
seguridad de los jóvenes de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) y disminuir
los asaltos en la zona sur de la ciudad.
“Los bandidos cometían crímenes y se escondían aquí. Con la
ocupación esta lógica es invertida: controlamos el territorio para evitar que
los crímenes continúen sucediendo”, señala el coronel.
Mientras los agentes esperan las siguientes instrucciones, el
cielo clarea y el autobús 580 seguido de la palabra “Corcovado” se llena de
chavales con la camiseta azul y blanca de las escuelas públicas de Río, que
descienden de las favelas y se abren paso, mochila al hombro, entre los
uniformados con chalecos antibalas. Un sonriente João Marcos, de 11 años, dice
saber lo que está ocurriendo. Para él, esa mañana es el comienzo de un “buen
día” a partir del cual “podremos jugar al fútbol en la calle”.
La relevancia simbólica de sellar el llamado “cordón de
seguridad” se acentúa de cara a los próximos meses. Acaba de arrancar la Copa
Confederaciones (15-30 de junio) y en la agenda de la urbe destaca la visita
del Papa (23-28 de julio), el Mundial 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. Ante
la inminente llegada de turistas, el Gobierno quiere que la policía custodie
las favelas que salpican el Río de postal.
Sin embargo, el mito de una ciudad inhabitable se disipa en los
callejones de Cerro-Corá, donde la vida comienza con olor a pan recién hecho y
la normalidad solo es interrumpida por policías y periodistas. Los vecinos,
acostumbrados a despertarse antes de que salga el sol, descienden arreglados
por las empinadas laderas, camino a sus trabajos. Algunos observan con atención
el despliegue de fuerzas de seguridad y cámaras de televisión mientras toman un
tentempié en los pequeños comercios de zumos de frutas exóticas y pasteles
salados.
Después del trabajo de los “calaveras”, el Batallón de Acción
Canina (BAC) no deja un rincón pendiente de rastrear en busca de armas y
estupefacientes. La dureza de estos policías, que consiguen moverse con
agilidad a pesar del tamaño de sus metralletas, se desvanece en los cuidados
dedicados a los cuatro pastores belgas de Malinois que marcan el paso a las dos
patrullas, sin ningún distintivo que los diferencie de cualquier otro perro
callejero. No es casual, “ya ocurrió que los narcotraficantes intentaron matar
a los animales por su enorme eficacia en el hallazgo de drogas”, relata el
teniente coronel sargento Alves, al mando.
Los perros olisquean grietas de efluvios intensos entre las
construcciones de ladrillo. En ese zigzag registrado por micrófonos, los
oficiales piden permiso antes de inmiscuirse en una intimidad sobre la que se
cierne la sospecha. Algunos vecinos no esconden el miedo en el rostro y cierran
con vehemencia la puerta de su casa tras el encuentro. Preguntados por el cambio
de aires, otros prefieren callar y los que responden se muestran satisfechos y
esperanzados por la presencia de la policía, como Daniel Pereira, de 19 años:
“Nunca me sentí amenazado, pero espero que en adelante avancemos y tengamos más
oportunidades”, opina este chico que prepara las pruebas para ser militar.
Los servicios básicos llegan a las favelas
El tradicional izado de las banderas de Brasil y del Estado de
Río de Janeiro inaugura un nuevo periodo en Cerro-Corá. A la llegada de las
fuerzas del Estado le sigue el cableado de los postes de luz, la recogida de
basuras, el alcantarillado, la creación de centros de salud, escuelas y mejoras
en telecomunicaciones. La dificultad en el acceso a las prestaciones básicas es
parte del histórico de las favelas y uno de los motores de su carácter
comunitario y activo, que se manifiesta tanto en forma de reivindicaciones y
cooperativismo.
Después de las labores de registro, en estas tres comunidades se instalará la 33º Unidad de la Policía Pacificadora (UPP). Estas comisarías que garantizan la vigilancia las 24 horas del día son el colofón del proceso conocido como “pacificación”, que empezó en 2008 con un doble objetivo: liquidar la lucha armada entre las facciones de “narcos” para restablecer el orden en las favelas y poner en marcha una agenda social que facilite la entrada de servicios. Esto incluye obras de infraestructura, la construcción de viviendas subvencionadas para habitantes en zonas de riesgo y la capacitación de personas de todas las edades a través de cursos gratuitos de formación profesional, talleres de informática e idiomas.
El objetivo son las armas, no la droga
Entre los objetivos de la pacificación no está eliminar el
tráfico de drogas (aún activo, aunque más disimulado en las favelas con presencia
policial). Los oficiales registran de vez en cuando a los habitantes -sobre
todo a chicos que no superan la treintena- y en el caso de encontrar droga,
dependiendo de la cantidad y de los humos del policía, no tiene por qué suceder
nada. Si se comprueba la pertenencia de la persona revisada a un grupo
criminal lo normal es que se la detenga, pero no siempre ocurre así.
El secretario de Seguridad del Estado de Río de Janeiro, José Mariano Beltrame, ha insistido muchas veces en esta cuestión: la pacificación nace con el foco puesto en acabar con la violencia y las armas en las favelas, pero no con la compraventa de drogas. Un matiz que apunta a la descriminalización de las drogas y abre el debate, todavía tímido en Brasil, sobre la legalización del consumo. La última Ley de Drogas de 2006 distingue entre las penas a las que se enfrenta un consumidor o un traficante (solo este último puede ir a la cárcel), pero la falta de una definición estricta acaba poniendo en las manos de la policía y de la Justicia la responsabilidad de decidir quién es quién.
La UPP, la nueva policía de proximidad
Las unidades pacificadoras también suponen un intento de
erradicar, desde la base, la corrupción inmersa en los cuerpos de seguridad y
por ello sus integrantes son jóvenes recién salidos de las academias, lo que
concentra numerosas críticas que aluden a su inexperiencia. A los agentes les
encuentra en los restaurantes de comida casera almorzando “feijoadas” (el plato
típico de Brasil, con alubias negras, arroz, verdura, naranja y carne) o
repostando en las tiendas de alimentos.
Este escenario en el que los policías forman parte de la vida
cotidiana de las barriadas, donde antes brillaban por su ausencia o por su
agresividad, es objeto de análisis entre numerosos investigadores en ciencias
sociales como los profesores de la Universidad Estatal de Río de Janeiro
(UERJ), Luiz Antonio Machado y Márcia Pereira. En la presentación de su
estudio, los expertos destacan haberse topado con la crítica casi omnipresente
del abuso del poder ejercido por las UPP por medio de identificaciones
arbitrarias, toques de queda injustificados y ocupaciones de las plazas y otros
lugares de ocio que repercuten negativamente en la sociabilización de los
vecinos y no ayudan a forjar una relación saludable entre estos dos actores más
acostumbrados a considerarse enemigos.
En algunas barriadas con UPP la tranquilidad es desafiada por
incidentes esporádicos. El último ocurrió hace solo unas semanas, cuando un
turista alemán de 25 años fue herido de gravedad por un hombre armado en
Rocinha, una de las favelas más grandes de Brasil, pacificada en 2011. El
profesor Machado atribuye estos rebrotes de violencia a la reconfiguración del
tráfico armado. “Los poderes vinculados al tráfico armado no desaparecieron.
Con la entrada de este nuevo poder (UPP) lo que existía antes está siendo
retomado, pero no de la misma manera”, subraya el sociólogo.
Desde 2010, las ocupaciones se anuncian con anterioridad en la prensa local para dar tiempo a los líderes de los grupos criminosos a huir y evitar así un enfrentamiento más descarnado. Esta estrategia de la Secretaria de Seguridad del Estado de Río responde a la propia dinámica de la pacificación: no pretende la desaparición de la compraventa de drogas y sí la extinción de la violencia. Por este motivo, la ciudad está experimentando una emigración del tráfico armado del noble sur al norte.
Las medallas olímpicas marcan el fin de la pacificación
Este ambicioso proyecto que tiene la intención de alcanzar
cuarenta Unidades Pacificadoras en 2014 fue ideado con una fecha de caducidad
clara: 2016. El coste excesivo de las UPP hace imposible llevar una
comisaria al millón y medio de personas que viven en las favelas sólo en la
ciudad de Río (dos millones, en todo el Estado), de acuerdo con el Instituto
Municipal de Urbanismo Pereira Passos.
Por ello, la administración pública acude a la inversión privada
y a estas alturas de la canción aparece siempre el mismo nombre: Eike Batista.
El hombre más rico de Brasil es dueño de una de las empresas que ha ganado la
licitación para la gestión del estadio Maracaná durante 35 años. Las demoliciones
hechas en los alrededores del estadio de fútbol más grande de Brasil han sido
polémicas: se han derruido varias instalaciones deportivas, una escuela pública
y la Aldea Maracaná, el centro cultural indígena del que fueron desalojados por
la fuerza los indios que vivían allí. En su lugar, se construirán tiendas, un
museo dedicado al fútbol y un aparcamiento.
El conglomerado del magnate inyectará un total de 80 millones de reales (unos 30 millones de euros) para la gestión del programa de pacificación entre 2011 y 2014. Sin embargo, con la resaca de los Juegos Olímpicos, los agentes se marcharán de las comunidades dando pie a un horizonte difuso al que nadie sabe muy bien cómo responder.
La otra cara de la pacificación: la relocalización de los pobres
Río de Janeiro sufre un proceso de mercantilización y
encarecimiento en la vida diaria que impacta con más fuerza en los alquileres y
en los precios del transporte público. La metrópoli posee el metro cuadrado más
caro de Brasil y está entre las tres ciudades del mundo con el hospedaje más
prohibitivo, según una investigación de Embratur. La revalorización de los
terrenos unida al aumento de la seguridad y a la especulación inmobiliaria que
existe en las favelas recae con peso en las familias obligadas a afrontar
costes que antes no asumían como, por ejemplo, las tarifas de luz, agua y gas.
Muchas de ellas no soportan la presión de los precios y se marchan de sus
barrios de siempre a otros del norte con los beneficios acumulados de la venta
de sus viviendas.
A este fenómeno conocido como “remoção branca” (gentrificación o aburguesamiento blanco) se suman las demoliciones de viviendas, igual de sangrantes. Cerca de tres mil familias han sido desplazadas de sus casas y otras ocho mil están amenazadas, según varias organizaciones que constituyen el Comité Popular de la Copa y las Olimpiadas de Río de Janeiro.
El comité clasifica en cuatro las justificaciones que suele
utilizar el ayuntamiento de Río en los desalojos: la obras para ampliar las
vías de movilidad, las instalaciones o reformas de equipamientos deportivos,
aquellas volcadas a la promoción turística y el riesgo y el interés
ambiental. “Las violaciones al derecho de vivienda bajo la argumentación
de los eventos tienden a agravarse con la cercanía de los JJOO y refuerza lo
que ya habíamos demostrado: se trata de una política de relocalización de los
pobres de la ciudad al servicio de los intereses inmobiliarios y las
oportunidades de negocio”, recalcan los activistas en el último informe
publicado.
Las favelas simbolizan un universo de amenaza social que aún
está presente en el imaginario de los cariocas, algunos temerosos de atravesar
las fronteras dentro de su propia ciudad. Sin embargo, los brasileños ya están
habituados a que lo perseguido y criminalizado en un momento determinado se
vuelva un rasgo de identidad en otro, como sucedió con la samba o la
“capoeira”, surgidas al calor de la esclavitud.
La destrucción del Morro de
Castelo en 1922, donde germinó Río en 1560 a partir de los primeros
asentamientos de portugueses, coincidió en el mismo año con la Exposición
Universal que acogió la metrópoli en conmemoración al primer centenario de la
independencia de Brasil. Una metáfora de la contradicción inmersa en la “ciudad
maravillosa”, que ha tratado de negarse a sí misma en diferentes capítulos del
pasado y en la que ahora crece la primera generación de nacidos en favelas que
no conoce la guerra, aunque puede haberle visto las orejas a esa otra violencia
que es ejercida sin armas, de la que se sobreponen las clases humildes con
dignidad.
No hay comentarios :
Publicar un comentario