LIGUILLAS, EL PERFECTO AFFAIR ENTRE SEMANA

A horas intempestivas entre semana, cuando muchos ya están vistiéndose el pijama y listos para acostarse con la desazón dominante de las últimas 15 horas de rutina, otros se calzan unas botas multitaco para que –al menos un día- no acabe como todos los demás. Es el fenómeno liguilla, una relación gratificante que pide poco y da mucho. Entre sus escasas condiciones, más allá del pago del alquiler de las instalaciones y la organización, está la elección de los componentes de este affair y un nombre digno para el equipo. Pero no cualquiera. Debe ser un código dichoso, bucólico, bobo, corporativo o relacionado con las bebidas alcohólicas –sí, es un género en sí mismo-. De este modo, una noche se pueden ver las caras conjuntos como el “Real Barriga”, “Swarovski”, “Maschemalos”, “Bar Jumilla”, “Glober Torpes”, “Full ‘n’ beer”, “Volldammers” y el “Viejas glorias”.

Juegan en las ligas, torneos, pachangas, competiciones… como quiera que se llamen donde quiera que se jueguen, a escoger entre patios de colegios de monjas a los que se les da una bendita segunda vida nocturna, centros deportivos que consiguen revitalizar barrios dormitorio por los que solo se ve a perros pasear a sus amos con la corbata aflojada, o pistas en la periferia que quedan más o menos cerca de la última parada de la línea de metro más larga.

Joan del “Golorrea” se puede decir que cumple con el estándar nominal exigido. Él está tan convencido del efecto descongestionante y excretor de estas ligas que, además, juega en otros dos equipos. En total: lunes, jueves y viernes. “Es que lo necesito, lo necesito”, se justifica. Como él, muchos otrOs –la mayoría masculina es aplastante- ven en la práctica del deporte un refugio. Son ya las tantas de la noche en el recinto deportivo y otros dos jugadores de su mismo equipo se saludan al llegar. “¿Qué tal el curro?” –pregunta uno. “Bah, un follón…”, responde con una o que se alarga hacia el vestuario.

Mientras tanto, en el recinto de la EscolaTarr de Barcelona, David del “FullersTeam” queda con los amigos que siendo un niño conoció en los recreativos y que, desde hace tres años, pasaron a ser ‘los amigos del fútbol’.  Acaba un partido e inmediatamente entran ellos a jugar. “Yo hoy soy muy suplente, eh”, advierte uno de los fullers a otro compañero, disputándose el puesto en el banquillo. Es difícil reconocer a los miembros de un mismo bando porque no todos tienen la equipación: algunos llevan camisetas de un color parecido, otros petos con el nombre “provisional” en la espalda, como si fuera su apellido… el resultado es que hay tal gama de colores que podrían cubrir todo el Pantone. Hasta el árbitro lo advierte: “Yo creo que nos vamos a liar”. Antes de que dé comienzo el partido, en uno de los campos el portero calienta nervioso. “El que tenemos es un portero adaptado, pero lo hace muy bien”, explica un jugador mientras estira en la banda. “Es que el que teníamos antes opositó”.


¿Y qué importa la informalidad? ¿Quién quiere una equipación? ¿Y un cuerpo técnico? “Yo cambiaré por Davo o por Emi”, comenta uno de los jugadores en el banquillo inexistente. “Vale, pues yo por Ricky”, le dice el otro con el cronómetro en la mano para controlar los cambios cada 5 minutos y que todos jueguen más o menos lo mismo. Pachanga sí, pero con un poco de seriedad: “A mí me ha pitado una que… ¡no era, no era!”. ¿Y quién quiere público? Gradas vacías, claroscuros, verjas que rodean campos sin nadie que las rodee, silencio roto por gritos en el terreno de juego que reverberan… “¡Buena, Pancho buena!”, anima uno de los jugadores desde el lateral, sin que parezca que le importe que cada vez llueva más. Poco después, su equipo pide un tiempo muerto: hoy solo tienen un cambio porque dos componentes no han podido ir. Y obviamente no hay entrenador, así que todo se lo dicen ellos: “Un poco de ganas, ¿no?”; “¡más intenso!”; “¡pases fuertes!”.

Las posiciones no están claras. El que hoy no juega (está saliendo de una gripe) va aconsejando desde la banda.  Todos hacen de todos, sin importar el tipo de relación que les une: exjugadores que por el ritmo profesional ya no pueden comprometerse con equipos federados, entrenar varias veces por semana e hipotecar el fin de semana por el partido; colegas del trabajo que quieren verse sin la americana de por medio; compañeros del colegio que lo serán para toda la vida; propietarios de un negocio que ‘engañan’ a sus amigos y familiares para montar un equipillo… Sea cual sea su origen, la magia está en que, probablemente, muchos de estos grupos humanos se diluirían sin la cita de las liguillas. Las conversaciones entre ellos, contrarios y árbitro son constantes, y después de un largo día pueden soltarse y hablar sin eufemismos de nudo de corbata. Lo bueno es que rara vez esperan respuesta: “¿De qué vas tío, entrando así?”, y todo sigue normalmente.

Ocasionalmente, el desfogue que se permiten algunos jugadores puede ser desmesurado y se crean las tensiones típicas de los campos de fútbol, esas escenas que dan entre miedo y vergüenza ajena. “Yo he visto de todo”, confiesa Marisín empuñando las manos. Pero, afortunadamente, los árbitros tienen la capacidad de frenar estas circunstancias anecdóticas. El de hoy pita una falta y todo un equipo protesta. Pero les advierte: “Las quejas las dejamos en casa”. Se retoma el juego. “¡Ojo tiro!”, avisan desde el banquillo. No ha servido para nada, los contrarios han metido gol desde medio campo.  “Si veo que se pasan, saco tarjeta y luego la organización les sanciona sin jugar equis partidos”, explica Juanjo, árbitro desde el 82 que admite haber pasado por muchos “follones” y sabe de la importancia del respaldo del centro deportivo para reprimir las situaciones conflictivas.

Pero en principio, todo va como la seda. Los jugadores llegan, entran, se cambian, juegan, firman, se van. Y así todos los equipos. Es un modelo que funciona casi solo, porque funciona bien. Todo acaba donde empezó: en el bar. Pero algo breve, “que si no mañana…”. Compartiendo mesa con botellines de agua y latas de cerveza, hamburguesas y lomo-quesos, uno le pregunta al otro por el trabajo, otro habla de su hermana, el de más allá pregunta por cómo quedó aquello del otro día… “Celebramos que me cambio de trabajo”, irrumpe uno de ellos. En otras mesas, comentan algo de Rossi y Lorenzo, aplicaciones móviles, especulaciones sobre lo que habrá hecho el “TeamRockets” ya que condiciona la clasificación… La charla se alarga más de lo acordado. La noche de liguilla se convierte en una dulce relación, con poco compromiso para que llegue a absorber, con el suficiente para que genere apego y antojo… y el justo para que sea perfecta, temporada tras temporada. Ya es de madrugada y hace rato que se ha acabado el día del fútbol, pero el affair se permite unos minutos antes de la despedida hasta la próxima semana.



No hay comentarios :