Los arrabales más pobres de El Cairo esconden una eficiente economía sumergida dedicada a la recolección y reciclaje de desechos que ha sido reconocida por las Naciones Unidas como una de las 100 mejores prácticas ambientales del mundo. Combinando sus manos desnudas con maquinaria especializada, los zabalines son capaces de reciclar el 85% de los residuos que recogen a diario de la capital de Egipto.
A ciertas horas del día es imposible ver la entrada de su hogar. Está cubierta por una densa capa de basura que se amontona sobre el suelo. Las moscas se divierten sobre el festín dispuesto a su alcance, montañas llenas de restos de comida que varias mujeres ordenan con sus manos desnudas: las peladuras de fruta a un lado, los fragmentos de plástico al otro. Es el trabajo que repiten para ganarse la vida de cuatro a cinco horas al día, todos los días de la semana. Su labor forma parte de uno de los sistemas de recogida y reciclado de basura más efectivos del mundo: los zabalines (‘zabbaleen’) son los basureros de El Cairo, la inmensa capital africana cuyos 9 millones de habitantes producen una media de 14.000 a 15.000 toneladas de residuos al día.
Apartados del centro de la ciudad, gran parte de los zabalines de
El Cairo viven al resguardo de una árida montaña que delimita la frontera
noreste de la urbe con el resto del terreno. A pocos metros aguarda el puro
desierto. Solo una carretera permite la incesante entrada y salida de coches,
camiones y carretas al barrio de Mansheyet Naser, donde unas 80.000 personas viven
de lo que el resto de cairotas considera inservible.
“Mi abuelo fue uno de los primeros en llegar a El Cairo y ver
las posibilidades que ofrecía la basura”, dice Ezzat Naem, hoy director
de Spirit
of Youth, una de las organizaciones no
gubernamentales que trabaja dentro del barrio para mejorar las condiciones de
vida de sus habitantes. “Allá por 1949 él vino a visitar la ciudad desde su
pueblo en Assiut [al sur del país]. Era un granjero que trabajaba para un
hombre rico. Tomando café en la calle Ramsés escuchó la conversación de un
grupo de hombres que discutía sobre el problema que tenían con la basura en El
Cairo. Los waheia (gente del
oasis) eran entonces los encargados de los residuos de la ciudad. La recogían
puerta por puerta y la llevaban en sus carretas hasta el desierto, donde
dejaban que los residuos se secaran durante varios meses. Después, vendían el
resultado como carburante a los dueños de baños públicos o los hornos de foul [alubia roja,uno
de los platos principales en la dieta de cualquier egipcio].”
Según explica Naem la prohibición del gobierno por aquel
entonces de vender los residuos secados al sol como combustible para cocinar
había dejado a los hombres del desierto sin posibilidades de continuar su forma
de vida. “¿Cómo nos deshacemos de la basura entonces? No podemos dejarla en el
desierto, los vientos la traerían de vuelta a la ciudad”, se quejaban. Naem
explica que su abuelo vio la solución en los animales que él y otros muchos
cuidaban en el campo. “Les dijo que no se preocuparan, que él traería a sus
familias desde el sur de Egipto a El Cairo y se haría cargo de la basura
dándosela como alimento a sus animales. Pensó que aquello era como la gallina
de los huevos de oro”, dice.
Fue así como los hombres del oasis y el abuelo de Ezzat Naem llegaron a un acuerdo. Tras las primeras familias, muchas otras les siguieron. Pronto eran miles los granjeros que se habían mudado a El Cairo en busca de una vida mejor de la que en aquel momento les proporcionaba el Egipto rural. Al principio se establecieron en otra zona de la ciudad, pero pronto los vecinos se quejaron del mal olor que causaban los animales. Así fueron cambiando de emplazamiento, hasta cuatro veces desde entonces hasta hoy pasando por distintas zonas de la capital. Nunca fueron dueños del terreno donde se establecían. Durante este tiempo la población recolectora de basura creció hasta esparcirse en seis asentamientos distintos en la ciudad; el mayor de ellos: Mansheyet Naser.
SIN TIERRA, SIN
SALUD
Los zabalines de Mansheyet Naser amanecen mucho antes de que
llegue la luz del día. Mientras las carreteras de El Cairo descansan del
tráfico endémico que congestiona la ciudad la mayor parte del día, los padres
de familia y sus hijos varones salen como hormigas de su guarida bajo la montaña
y se despliegan por los distintos barrios de la urbe. Son ciudadanos
prácticamente invisibles. Nadie repara en ellos en la calle si no es para
lanzarles una mirada de reprobación por ralentizar el movimiento de los coches
o por no llegar a recoger todos los desechos a tiempo. Es fácil distinguirlos
por los enormes sacos blancuzcos que cargan sobre la espalda, recogiendo los
desperdicios de la ciudad que nunca duerme. Cerca del mediodía van regresando
hacia la montaña y descargan su colecta a los pies de sus propias casas, donde
sus mujeres, hermanas, madres e hijas se encargarán de separar el contenido de
los bolsones.
Este sucio y antihigiénico trabajo les genera enfermedades en la
piel. Aunque no es su único problema: el barrio, donde las viviendas se
amontonan sin licencia sobre intrincadas calles sin asfalto, carece de
condiciones de saneamiento. Grupos de cabras en las esquinas se alimentan de
los restos de podredumbre que quedan tras separar la basura. Las ratas pasean a
sus anchas y no es difícil encontrar animales muertos por alguna de sus calles.
Nadie se hace cargo de ellos. “Hace poco un caballo se murió a la entrada de la
carretera principal. Estuvo ahí en descomposición durante semanas”, dice
Jennifer Osborne, una de las voluntarias que colabora con Spirit of Youth.
Cerca del 80% de los zabalines tiene hepatitis, pero ninguno de
los gobiernos que han estado en el poder desde la llegada de los basureros a El
Cairo ha querido ocuparse de ellos. De hecho son tan invisibles que su trabajo
tampoco existe legalmente. Oficialmente, quienes se encargan de recoger la
basura a día de hoy en El Cairo son varias multinacionales que disfrutan de
contratos millonarios con el Estado, una de ellas la española FCC (Fomento de
Construcciones y Contratas).
TRES DÉCADAS DE
TRANSFORMACIÓN
El trabajo de los zabalines y la economía informal que sustentan
está reconocida por el ‘Proyecto Hábitat’ de las Naciones Unidas como una de
las 100 mejores prácticas ambientales de todo el mundo por ser capaz de
combinar un proceso de mejora medioambiental con el desarrollo socioeconómico
de sus ciudadanos. Este reconocimiento internacional, ajeno al trato que
reciben de sus conciudadanos, llega sólo tras décadas de duro trabajo.
Fue en los años ochenta cuando los zabalines, que al principio
vendían los materiales que recuperaban de la basura a empresas externas,
comenzaron a buscar una forma de reciclar ellos mismos. “Si otras empresas
pueden utilizar los materiales que les vendemos para convertirlos en materias
primas, ¿por qué no íbamos a hacerlo nosotros?”, recuerda Naem.
Con la ayuda de varias organizaciones internacionales como Oxfam
o Cáritas, quince familias obtuvieron microcréditos con los que adquirieron
máquinas para reciclar plástico, algodón, latas y papel que instalaron en el
bajo de su propia vivienda. Fue el comienzo de una especialización que hoy está
perfectamente organizada en el barrio. Cada zona se encarga de un material.
Así, los camiones que entran a Mansheyet Naser llenos de basura
se cruzan en la única carretera de acceso con los que salen cargados de cajas
con bolsas de bolitas de plástico, planchas de papel, bloques de aluminio o
incluso productos acabados y listos para su venta gracias a los talleres de
reciclaje que han ido instalando organizaciones no gubernamentales como ‘Spirit
of Youth’ o ‘Association for the Protection of the Environment’.
Treinta años después, el barrio de Mansheyet Naser es capaz de reciclar cerca
del 85% de los residuos que recoge. Las multinacionales contratadas por el
gobierno cumplen con el requerimiento de su contrato: reciclan un 20% de lo que
recogen y envían el resto a vertederos.
Todo este entramado económico se sustenta sobre delicados pilares. En la primavera de 2009, alarmado por el estallido de la gripe porcina, Hosni Mubarak ordenó que se degollaran todos los cerdos del país. Eran los animales que engullían la mayoría de los restos orgánicos de la basura que separaban los zabalines. Así, la prohibición del gobierno, además de resultar en un exceso de desperdicios orgánicos, complicó la ya de por sí pésima situación higiénica de los barrios de basureros, algunos de los cuales han adquirido cerdos de nuevo a través del mercado negro. Aunque en las calles de Mansheyet Naser solo se vean cabras, ovejas o caballos, en los tejados de las viviendas también se esconde ganado porcino. “Más o menos un tercio de la gente ha recuperado los cerdos ahora”, reconoce uno de los zabalines. La situación de estos animales está por ahora en un limbo legal. “Los salafistas e incluso algunos musulmanes no aceptan tener cerdos en el país”, comenta un vecino. En cualquier caso, desde que los Hermanos Musulmanes accedieron al poder no se han pronunciado sobre este tema.
MORSI: NI LIMPIA NI
DA ESPLENDOR
Entre los muchos problemas que heredó el actual presidente de
Egipto de sus antecesores está el control de la recogida de basuras.
Antes, convencido de que sería capaz de limpiar la ciudad siguiendo el ejemplo
de otras urbes occidentales, Hosni Mubarak había firmado varios contratos
millonarios con empresas internacionales. Eran los noventa. Se instalaron
papeleras y contenedores en la ciudad, dejando de lado el invisible pero vital
trabajo de los zabalines.
Sin embargo, los residentes cairotas, acostumbrados a que los
zabalines recogieran sus desechos puerta a puerta durante décadas, se quejaron
y nunca hicieron uso de los contenedores. Estos obstruían el paso de la
circulación en las calles estrechas, muchos de ellos fueron sustraídos. Los
rincones donde se colocaba alguno de ellos terminaba siendo un foco de
infección y suciedad ya que las multinacionales no acudían a recoger la basura
(expuesta a las altas temperaturas del día) con la periodicidad necesaria. Los
zabalines continuaron acudiendo a las casas de los vecinos ya sin recibir
ningún dinero por su servicio, tan solo las propinas que algún residente les
entregaba. Su trabajo en la ciudad derivó en una situación paradójica:
necesario y efectivo, pero denostado y silenciado.
¿Por qué el gobierno no cancela sus contratos con las
multinacionales y ofrece trabajo remunerado a quienes conocen mejor el sistema
de recogida de basuras? Se pregunta Naem, consciente de que, en su opinión,
“tienen miedo de enfrentarse al pago de cantidades astronómicas por finalizar
el contrato con las multinacionales antes de tiempo”. Así las cosas, legalmente
no habrá cambios hasta 2016, cuando expiren los acuerdos actuales.
Mientras tanto, los zabalines no pierden el tiempo. Han
comenzado a organizarse sindicalmente y, asesorados por el propio Naem,
intentan formalizar su situación estableciéndose como compañías registradas
para poder así optar a un contrato legal. Hoy en día son más de cincuenta, pero
su ilusión y empeño por trabajar con dignidad choca con la indiferencia e
incompetencia de las autoridades cairotas.
Karem Sadek Tawfik, de 32 años, es uno de los residentes de
Mansheyet Nasser que ha trabajado para formalizar su trabajo. Junto a otras
nueve familias ha creado la compañía ‘Khobra Elnazafa’, algo así como
‘perfectos en limpieza’. Su gesto serio y su piel curtida por el duro trabajo
esconden la sonrisa franca de un trabajador humilde. Sus ojos hablan de la
preocupación de un futuro incierto para él y su joven esposa.
“Toda mi familia ha vivido de esto. Por eso pensé que debería
dedicarme a ello, pero mejorando nuestras condiciones de vida. Con una
compañía, si conseguimos contratos, podría emplear a alguien para separar la
basura orgánica y que no tuviera que hacerlo mi mujer”, explica. Pese a su
esfuerzo emprendedor, desde que constituyó la compañía hace ahora más de un
año, todavía no ha sido capaz de firmar ningún contrato. La recogida de basura
y la venta de sus materiales a los talleres de reciclaje dentro del barrio
apenas le alcanza para pagar el camión con el que sale a por basura en la
ciudad. “Si a finales de año no consigo ningún contrato cerraré la compañía”,
dice bajando los ojos.
Con la llegada de los Hermanos Musulmanes al poder, los
zabalines se sienten más abandonados que nunca. Ha pasado ya casi un año desde
que, en el discurso que pronunció cuando alcanzó la presidencia, Morsi
anunciaba que cambiaría el sistema de recogida de basuras: sería una de las
prioridades en los primeros 100 días de su cargo.
Poco ha sucedido desde entonces más allá de la campaña Watan
Nazif (Patria Limpia), pensada para involucrar a la sociedad
civil con el Estado en las labores de mantenimiento y limpieza de la ciudad. Si
bien consiguió recoger unas 120.000 toneladas de basura en una única
intervención en 22 provincias según fuentes oficiales, el plan excluía
totalmente de su desarrollo a los zabalines, los auténticos gurús de la basura
en El Cairo.
“Desde la llegada de Morsi todo es más difícil”, lamenta Tawfiq,
“han subido los impuestos y todo es más caro. La verdad es que no soy
optimista, no creo que consigamos firmar”. Los comentarios de este emprendedor
no alejan de su gesto un tranquilo estoicismo aprendido desde la cuna. Como él,
ninguno de sus compañeros muestra un rostro amargo mientras sobreviven rodeados
de esta podredumbre. Los niños en la calle sonríen y corretean como si vivieran
en el mejor de los rincones del mundo. Quizá sea cuestión de fe. La mayoría de
los zabalines profesa una gran devoción cristiana copta y acude regularmente al
monasterio que protege el barrio desde la misma colina cairota. Allí dejan de
ser la minoría que recoge los desperdicios de otros en silencio y se convierten
en una gran familia que alimenta sueños de futuro.
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