Ningún pintor se esforzó tanto como el alemán Otto dix en mostrar el horror de la primera guerra mundial. Durante décadas retrató los horrores que había visto durante su experiencia en las trincheras de flandes. todavía hoy sus grabados son una de las mejores denuncias de la imponente repulsión de la guerra.
Amanece. Un sol radiante anuncia un día hermoso. Quizá sea primavera o verano. No podemos saberlo porque la muerte ha parado el tiempo. El cañoneo ha convertido el campo en una desordenada sucesión de pequeñas elevaciones y hondonadas. Los árboles son estacas partidas con ramas de alambre de espino. Si uno se fija bien, puede distinguir el esqueleto blanquecino de un soldado en la tierra de nadie. En primer plano, dos soldados alemanes se mueven a cuatro patas para evitar ser vistos por un enemigo invisible. Colgadas de sus bocas, agarradas por sus dientes, llevan sendas bolsas para su posible desayuno. La mano del soldado que gatea casi toca la mano de un esqueleto que nace de la tierra. Son los restos de un soldado que quizá murió la primavera pasada y quedó sepultado en su trinchera. Su mano de huesos es más humana que la mano de los vivos, tan rotunda como una pezuña. Los dos hombres que gatean se han convertido en animales que luchan instintivamente por su supervivencia. Parece imposible creer que sólo unos meses antes podían haber manejado un pincel.
LA MANO CORTADA DE KIRCHNER
En 1915, Ernst Ludwig Kirchner, uno de los fundadores del grupo expresionista El Puente, se autorretrata en su estudio con el uniforme de su regimiento de artillería. Con un cigarro tan apagado como sus ojos, Kirchner da la espalda a un lienzo abandonado y a una modelo desnuda. Es su mano cortada la que domina el cuadro. La herida está abierta, ningún muñón ha sustituido la mano segada. Su violenta mutilación es sólo simbólica. La guerra, que le ha convertido en un enfermo crónico, ha mutilado su espíritu. Kirchner volverá a pintar pero su arte nunca volverá a tener la fuerza de los años previos a la Gran Guerra.
Como muchos jóvenes alemanes, británicos y franceses, Kirchner
se presentó voluntario en agosto de 1914 para combatir en una guerra que
imaginaba breve y heroica y decisiva para el futuro de Europa, lo que en 1914
significaba el futuro del mundo. Aquella generación ingenua acabó sepultada en
el barro de Flandes, sarcástico escenario de una guerra a la que el futurista
Marinetti había definido como “la única higiene del mundo”. Otto Dix (1891 –
1969) fue uno de los artistas que partieron voluntarios a la guerra pero a
diferencia de Kirchner encontró en ella un tema que le atraparía durante toda
su vida y que reflejaría su evolución artística.
“La guerra –dijo Dix en una entrevista de 1961 – es algo
embrutecedor: hambre, piojos, fangos, esos ruidos enloquecedores. Todo es
distinto. Mirando cuadros más antiguos, he tenido la impresión de que falta por
exponer una parte de la realidad: lo repulsivo. La guerra fue una cosa
repulsiva, y pese a todo, imponente. No podía perdérmela. Hay que haber visto a
los hombres en ese estado voraginoso para saber algo sobre ellos”.
La trinchera, la explosión de un proyectil de artillería y la
evolución de su rostro son los tres grandes temas de las pinturas que Dix
realiza durante los años de la guerra. Los tres están presentes en Autorretrato
como Marte (1915), una obra que también muestra la mezcla de estilos
que confluyen en la pintura de Dix en estos años iniciales y decisivos. Dix se
autorretrata como dios romano de la guerra, con un rostro de facciones duras,
hecho a jirones, alrededor del cual gira el resto del cuadro: explosiones,
edificios tumbados, cruces de tumbas excavadas al lado de las trincheras, un
caballo aterrorizado que gira su cabeza, un peón de ajedrez y, entre ambos, el
sol nocturno y efímero de una bengala.
Autorretrato como Marte es una pintura repleta de
los sonidos de la guerra. El cuadro posee los colores agresivos de las pinturas
expresionistas y las líneas con las que los futuristas querían reflejar una
sucesión de imágenes cambiantes. Híbrido de ambas técnicas, este autorretrato
de Dix transmite un mayor desasosiego que las pinturas futuristas bélicas,
donde la guerra parece una atractiva aventura llena de riesgo y heroísmo. Los
futuristas están más interesados en retratar máquinas veloces y hermosas que
hombres enterrados en el fango. De forma inevitable, las trincheras vacías de
Dix, se llenan de muertos.
En 1915, Dix pinta Soldado moribundo, un
óleo sobre papel en el que retrata la agonía de un soldado que se deshace ante
nuestros ojos. Y anticipa los cuadros de Francis Bacon: el rostro convertido en
una mueca absurda, los ojos, aterrados y fuera de sus órbitas, y la sangre que
mana de su boca como un río por el que escapa la vida de un hombre convertido
en un trozo de carne. La pintura apela directamente a nuestro sistema nervioso,
a través de unas pinceladas bruscas y repletas de pintura, una técnica muy
alejada y opuesta a la refinada y mucho más compleja manera de pintar que Dix
empleará en la década de los veinte. La distorsión de este rostro que se
deshace ante nuestra mirada impotente contrasta también con la serenidad
expresada con otras víctimas de la guerra retratadas en sus grabados. Una
serenidad que, por la verdad que contiene, es igual o, incluso, más aterradora.
LA GUERRA GRABADA
Murmullo de voces. Sonido de copas que se juntan en un brindis o
chocan contra el mármol de la mesa. El caos inconfundible de los instrumentos
que comienzan a afinarse. Redoble de tambor. Música. Joel Grey, sátiro maestro
de ceremonias, comienza su canción de bienvenida al público del Kit Kat Club:
“Bienvenidos extranjeros, es un placer, estoy encantado de verles. Sean
bienvenidos al cabaret. Dejen sus problemas ahí fuera…” Y entre el público al
que se dirige vemos a la periodista Sylvia von Harden, con su peinado
masculino, su monóculo enorme y sus manos delgadas y enormes. Fuma un cigarro
mientras escucha cómo una noche más Joel Grey crea un mundo ajeno a los problemas
de la realidad, un territorio donde triunfa la diversión y el placer. La actriz
posa tal y como Otto Dix retrató a la periodista en 1926. Bob Fosse
comienza con este homenaje a Dix su maravillosa Cabaret.
La complicada década alemana de los años veinte, con una
república de Weimar asediada por las draconianas exigencias externas de los
vencedores y por las internas de los grupos extremistas de derecha e izquierda,
encuentra en el triunvirato Max Beckmann – Otto Dix – George Grosz a sus
grandes retratistas. Los tres jóvenes pintores, cada uno con un estilo personal
y definido, retratan un mundo hipócrita y profundamente violento, donde el
hombre se encuentra atrapado. En la inmediata postguerra, Dix sigue buscando su
lenguaje personal. Abandona el estilo híbrido de la guerra y comienza su fase
dadaísta. En 1920 Dix pinta sus dos obras principales de esta etapa: Jugadores
de skat y Prager Strasse, dos denuncias de las
terribles mutilaciones que habían sufrido muchos de los jóvenes que habían
sobrevivido a la guerra y que tendrían que sobrevivir a la vida sin piernas,
sin brazos, convertidos en pedazos de hombre, progresivamente olvidados y
arrinconados. Un estilo cercano a la caricatura y la presencia de páginas de
periódicos pegadas en los lienzos, como un tímido collage, son las notas más
llamativas de una manera de pintar que Dix abandonó muy pronto y que recuerda a
las obras de su compañero George Grosz. En 1923 Dix pinta Trinchera, una
nueva aproximación al escenario de la guerra que desata una enorme polémica. Un
año después, publica los cincuenta grabados de su obra La
guerra. Su aparición coincide con la del foto-libro de Ernst
Friedrich Guerra a la Guerra.
Guerra a la Guerra se convirtió en un
auténtico éxito de ventas, con varios millones de ejemplares vendidos. Sus 180
fotografías, realizadas por los propios soldados con sus cámaras portátiles, no
muestran sólo el horror de la lucha en el frente sino la monstruosa e
irreversible metamorfosis que muchos jóvenes sufrieron como consecuencia de las
heridas recibidas. “Soldados espantosamente mutilados, a veces con tremendas
oquedades en el rostro, en otras ocasiones con horrendas cicatrices y
totalmente desfigurados después de las numerosas intervenciones quirúrgicas
sufridas, pero todos ellos aún vivos – lo cual se percibe en su mirada – de
forma inverosímil”.
Los grabados de La guerra de
Dix surgen, por lo tanto, en un momento en el que la sociedad alemana vuelve su
mirada a la Gran Guerra: desde una mirada pacifista, como la de Friedrich, o
patriótica, como la de los foto-libros de Ernst Jünger. El pintor conocía la
obra de Friedrich, pero aunque se basó en ella – y en otras recopilaciones
fotográficas – para realizar sus grabados hay una importante diferencia entre
ambas: Dix no quiere hacer propaganda antibelicista, quiere hacer arte,
pretende conseguir que sus grabados puedan medirse con los Desastres de Goya.
En los grabados de La guerra, Dix
relega al escenario a un segundo plano para centrarse en su auténtica
preocupación, el hombre. En muchos de los grabados, junto al dolor y el miedo,
Dix casi logra reflejar el olor de la muerte.
Dix empleó las técnicas del aguafuerte y de la aguatinta, y
utilizó el barniz de asfalto para corroer la plancha y mostrar así un mayor
grado de destrucción. Esa descomposición que aparece en los rostros de muchos
de los soldados muertos o moribundos retratados por Dix y que no nace de la
voluntad del artista de deformar la realidad sino de retratarla lo más
fielmente posible. También empleó la técnica de la punta seca para lograr una
mayor perfección en los detalles. Todas estas técnicas están al servicio de un
punto de vista que es el que caracteriza a los grabados de La
guerra y convierte la obra gráfica de Dix en una mirada
contemporánea. Frente al plano general de Callot y el plano medio de Goya, Dix
elige un primer plano y sitúa al espectador se encuentra dentro del escenario,
cara a cara con los sucesivos rostros de la guerra.
El punto de vista de Callot y
de Goya es el del testigo civil que contempla las matanzas cometidas por los
soldados; el de Dix, el del soldado que realiza o es víctima de estas masacres
y se convierte al mismo tiempo en cronista de las mismas. La mayor parte de los
grabados de Goya y Callot no muestran batallas sino saqueos o ejecuciones,
donde las víctimas son sobre todo civiles. En los grabados de Dix también la
lucha es sustituida por sus consecuencias, pero son los soldados los
principales actores y el escenario de la guerra aparece reducido – con la
excepción de tres grabados que reflejan un ataque aéreo a un pueblo, una casa destruida y una madre que llora ante su bebé asesinado
– a un delirante y yermo campo de trincheras y cráteres.
Con los cincuenta grabados de La
guerra, Dix crea un completo corpus de imágenes de la vida del soldado
en el frente. Desde el paisaje desolador que contempla frente a su trinchera
hasta los pequeños y oscuros refugios en el que pasa su tiempo de descanso.
Vemos al soldado convertido en bestia, atacando con su máscara de gas; hundido en un cráter, con los ojos llenos de
miedo; olvidado en una trinchera,
convertido en un esqueleto uniformado.
Y mutilado, transmutado en un monstruo. Trasplantado es uno de los grabados más aterradores de la serie,
no por el muñón indescriptible en el que se ha convertido la mitad de la cabeza
del pobre soldado, sino por la mirada de su único ojo, un ojo que no transmite
espanto ni dolor, sino la lejanía interior de un muchacho convertido en
monstruo para el que nuestra mirada aterrada es su espejo.
EL TRÍPTICO DE LA GUERRA
En 1927 Dix ingresa como profesor en la Academia de Arte de
Dresde. Ese mismo año, nace Ursus, su primer hijo y un año después, Jan. Dix
vive una de las mejores etapas de su vida: reconocimiento profesional y una
feliz vida familiar con Martha y sus hijos. Fascinado por los viejos maestros
alemanes – Baldung Grieg, Matthias Grünewald, Lucas Cranach y Alberto Durero –
Dix persigue su ideal de retratar el mundo con la mayor objetividad posible a
través de un estilo complejo y detallista, muy alejado de las pinceladas más
bruscas y libres de su primera etapa. Adopta la técnica de la veladura, llena sus
pinturas de colores luminosos y contrastados, atrapado por la perfección del
detalle.
Es esta pasión por el detalle la que provocaba la náusea en el
crítico Julius Meier-Graefe ante la visión de Trinchera (1920-23),
una de las obras más malditas de Dix. Después de la crítica feroz de
Meier, Trinchera participó en 1925 en una exposición
itinerante organizada por la comisión Jamás otra guerra. Los nazis tomaron
nota. En 1933 expulsaron a Dix de la Academia de Arte de Dresde y confiscaron
parte de sus cuadros, que consideraban “degenerados” incluido Trinchera, que
los nazis exhibieron en 1938 junto a Mutilados de guerra bajo
el epígrafe Sabotaje pictórico al ejército alemán, antes de enviarlo a las
llamas en 1939 en un paranoico acto de fe.
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