Su aventura arrancó en abril de 1896. En
aquel tiempo existían en Europa multitud de revistas satíricas, pero ninguna
satisfacía los gustos de este grupo de intelectuales alemanes, que aspiraba a
fundar un semanario libre y popular, de gran formato, que fuera un espejo de la
sociedad de su tiempo y no un manojo de columnas afectadas. El nombre salió de
una de esas pocas cosas graciosas que los alemanes nos han dado al resto del
mundo: la novela picaresca “El aventurero Simplicíssimus“. Pretendían
«despertar con palabras ardientes a una nación perezosa», como proclamaban
sobre el plomo en su estreno, y declaraban orgullosos que sus cuatro enemigos
eran la estupidez, la misantropía, la mojigatería y la intolerancia.
Pese a sus encendidas intenciones, al principio les salió
bastante sosa y, además, la leyó poca gente: sacaron más de 300 000 ejemplares
y solo consiguieron vender 10 000 del primer número. Eso no fue óbice para que
la policía imperial les secuestrase el cuarto. Habían reimpreso unos poemas de
un revolucionario del 48 y la censura fue implacable. Dos años más tarde
salieron a los kioskos con una cándida portada en la que Federico
Barbarroja se reía de haber hecho las Cruzadas para nada, porque al káiser
Guillermo II le habían tomado el pelo los ingleses en Palestina. Evitaron por
poco un juicio por alta traición, pero tanto el caricaturista (Thomas Theodor
Heine, «dibujante en jefe» de Simplicissimus) como
el autor de una poesía sobre el mismo tema en páginas interiores fueron a la
cárcel. Y en 1906 lograron lo que parecía imposible: poner de acuerdo a
protestantes y católicos, que encontraron blasfemo un artículo de opinión de su
editor, Ludwig Thoma. Pasó seis meses entre rejas y le impusieron una altísima
multa por un delito de «ofensa a las religiones». Así, «religiones», a las dos.
Pero todos estos problemas con la justicia dieron a la revista una publicidad,
literalmente, impagable y los lectores comenzaron a comprarla intrigados.
Entonces en Simplicissimus adoptaron como mascota a
un bulldogrojo y mordieron de verdad.
«Sí, niño, un
día tú también te preguntarás de qué demonios va la vida. Entonces, dejarás de
coger flores.» Reinhold Max Eichler, 1900
En sus inicios los dibujos eran solo el acompañamiento de los
artículos. En la revista colaboraron Rilke, Hermann Hesse, Thomas Mann, Arthur
Schnitzler, Gustav Meyrink, Hugo Ball… Hasta Proust escribió para Simplicissimus, pero
a los pocos meses quedó claro que su razón de ser eran sus extraordinarias
ilustraciones humorísticas, que eclipsaban los textos. El estilo de los
artistas del semanario era un popurrí de todas las corrientes underground de
entonces, —de Toulouse-Lautrec a Munch, pasando por Aubrey Beardsley—,
adaptadas al gusto popular. La revista solo tenía diez páginas y había una
competencia feroz entre los dibujantes para salir en el siguiente número, por
lo que su calidad acabó siendo asombrosa, teniendo en cuenta que sus
ilustraciones se preparaban casi siempre a toda prisa. Hoy, en Internet se
venden láminas para enmarcar que reproducen estos mismos dibujos, a
veces, con el one liner de la parte inferior mutilado.
De todos modos, su exquisito estilo fin de
siècle era solo era el guante que envolvía la zarpa del ácido
naturalismo que la hizo célebre. Cuando los dibujos tomaron el control de la
revista, las páginas de Simplicissimus se
transformaron de pronto en un carnaval rugiente de militares, curas, rameras,
«señoras que», gitanos, oficinistas, alcohólicos, insomnes, lesbianas, violinistas,
perros, mendigos, niñas de papá y campesinos: la vida real de Alemania (y la
fantástica; los trolls de Kittelsen se hicieron famosos aquí) contada
mediante el humor gráfico. Era un vendaval de aire fresco en una sociedad
cerrada y reprimida. Cuando prácticamente nadie más lo era, sus dibujantes
fueron antimilitaristas, anticolonialistas, anticlericales y anticasitodo,
aunque no era una publicación de izquierdas al uso: el partido socialdemócrata
alemán siempre los miró con recelo, porque no respetaban tampoco a los pobres.
Sus lectores, los estudiantes y los profesionales liberales, la adoraban.
Pronto dio unos beneficios espectaculares. En un gesto de los que ya se ven
poquísimas veces, el editor convirtió a los dibujantes más asiduos en copropietarios
del medio. La justicia del káiser, seguramente asustada por toda la belleza que
había creado sin querer, los dejó en paz para siempre, aunque ya no hacían
tímidos chistes históricos: ahora llamaban directamente puteros y borrachos a
todo el stablishment. Un cronista de ABC contaba
en septiembre 1908 la epopeya de la lenguaraz revista, con un tono mucho
más amable que el que probablemente habría recibido en ese mismo periódico
si Simplicissimus se hubiese publicado en España.
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