EL CAIRO: EXTRANJEROS AL CALOR DE UNA REVOLUCIÓN AJENA

El avión ha comenzado a descender y El Cairo aparece ante los ojos de los pasajeros como una visión de Google Earth. El vínculo entre el extranjero y la ciudad es, todavía, similar a una relación por Internet: una neblina de ideas preconcebidas, ensoñaciones, ilusión e incertidumbre. Un estado que no durará mucho. Una vez se produzca el primer encuentro, la megalópolis tomará las riendas. Que nadie espere un amor a fuego lento. Ni siquiera podemos estar seguros de que ese amor llegue a florecer. La semilla ya plantada luchará por crecer en un terreno hostil, inundado de basura, rodeado de edificios polvorientos. Su energía se irá consumiendo en la eterna banda sonora de los cláxones, las triquiñuelas de los vendedores, la inmutabilidad del sol y el humo venenoso que se disuelve en el aire. Buscará alimento y, si encuentra la manera, lo hallará en atardeceres de cromática irrepetible, en la caudalosa anchura el río Nilo y en un aprendizaje intenso que conduce a quien lo recibe a un mayor conocimiento de sí mismo. 

Cada uno vive su experiencia de forma distinta, pero gran parte de los extranjeros que han elegido la capital egipcia como ciudad de residencia coinciden en una cosa: con El Cairo no existen los términos medios. Quienes se enamoran de ella la amarán profundamente y para siempre. Quienes la odian pondrán pies en polvorosa en cuanto tengan la oportunidad, para nunca más volver.

COMIENZA LA REVOLUCIÓN Y YO CON ESTOS PELOS

Drew, el estadounidense, es el único de los cuatro que fue testigo de la revolución desde su piso en la calle Tahrir: una larga y casi siempre ruidosa avenida en el barrio de Dokki. El 25 de enero de 2011, fecha de las primeras concentraciones populares contra Mubarak, Drew se encontraba de viaje en Marruecos y, cuando volvió a El Cairo, dos días después, todavía ni se imaginaba lo que estaba sucediendo. Los correos electrónicos que había recibido de varios de sus amigos preguntándole si seguía con vida, según parece, no le parecieron suficiente razón para alarmarse.

“Regresé el 27 de enero y no entendí muy bien qué era lo que estaba pasando. No pensé que las manifestaciones fueran a desembocar en algo tan grande. Primero cortaron Internet y pensé  que había un problema con el router así que me dispuse a llamar a mi compañera de piso.  Sin embargo, el teléfono móvil tampoco daba señal”. Demasiada casualidad, incluso para tratarse de la imprevisible vida en Egipto.


En los días siguientes, las ventanas del piso de Drew se transformaron en una pantalla de cine en tres dimensiones. Las calles se llenaban y vaciaban en oleadas. La policía hacía acto de presencia y se retiraba con la misma velocidad mientras el gas lacrimógeno dificultaba la respiración. En un momento dado, Drew se cansó de ser espectador de una revolución que estaba sucediendo bajo sus pies y bajó a la calle.  Se dirigió a la plaza de Tahrir. Vio tanques y coches ardiendo, enfrentamientos entre los revolucionarios y la policía, gente ensangrentada… Quienes se topaban con él y con su cámara le instaban a volver a casa para evitar que resultara herido. Otros le sonreían y gritaban con euforia: “Grábanos. Esta es nuestra revolución y el mundo entero va a a ser testigo”.

Inmediatamente después del levantamiento, comenzó a experimentar la extraña sensación de ser el único extranjero en toda la ciudad: “Todos mis amigos se fueron y no había turistas, por supuesto, sólo venían quienes buscaban un poco de acción. Aun así, los egipcios se mostraban muy contentos de que estuviera aquí”. Pasaron las semanas y la urbe comenzó a volver a su normalidad demencial, trastocada, de tanto en tanto, por los diferentes acontecimientos políticos y sociales y por un galopante deterioro económico. Volvieron las cervecitas en el  bar Horreia, las shishas en los cafés del barrio y la preocupación por encontrar una estabilidad laboral que, con la nueva situación, se hizo un poco más difícil… También para los extranjeros.

SE VAN LOS TURISTAS. LLEGAN LOS PERIODISTAS

Como perros sabuesos, decenas de periodistas se trasladaron a El Cairo guiados por el olor embriagador de un hueso que prometía ser grande y suculento. La revolución y la consiguiente caída de Hosni Mubarak dieron paso a una transición democrática que el presidente, Mohamed Mursi, daba por finalizada el pasado 26 de diciembre con la promulgación de la nueva Carta Magna. En su discurso prefirió, no obstante, no mencionar que sobre la Asamblea Constituyente y la Cámara Alta pesa una amenaza de disolución por parte del Tribunal Constitucional ni que todavía deben celebrarse elecciones parlamentarias. Por todo ello, Egipto ha sido y continúa siendo un punto de interés para la prensa internacional y los periodistas han seguido llegando, atraídos por la certeza de que el flujo informativo en el país está muy lejos de agotarse.

 

Como decíamos, Ismael Monzón llegó varios meses después de la revolución propiamente dicha y aun así ha tenido la oportunidad de saborear lo mejor y lo peor de ser periodista en un país tan convulso. “Recuerdo especialmente diciembre de 2011. Tras las elecciones parlamentarias, había muchísima tensión y vimos una gran cantidad de muertos. Yo me estrené de verdad con una masacre en Maspiro (el edificio de la Radiotelevisión Egipcia), en la que murieron más de 20 personas. Entonces parecía que todo lo que cubríamos eran matanzas, masacres, sangre… era un panorama horrible”. Cuando parecía que el intenso flujo informativo les iba a dar un respiro a él y a sus compañeros, volvieron las jornadas infernales de trabajo. Más muertos y, ya en casa, lágrimas de impotencia por toda la tensión contenida durante semanas: “Se me encogía el alma al ver a chavales jugando. Niños que no tienen nada que perder, corriendo, metiéndose en el enfrentamiento porque lo ven entretenido, riéndose después de que hubiera 15 muertos el día anterior. Es completamente irracional y es imposible llegar a entender cómo puede pasar esto y, sobre todo, para qué”.

Pero no todo son horrores para un periodista en Egipto, la cuna de la civilización faraónica. La arqueología es una fuente inagotable de noticias y de descubrimientos. Además, los egipcios, siempre y cuando no estén abducidos por la idea de que el extranjero es un espía israelí recabando información sobre seguridad nacional (cosa bastante común), son personas amables y siempre dispuestas a ofrecer una historia. “Antes de las elecciones presidenciales nos fuimos a los pueblos de origen de los candidatos. Viajamos a dos aldeas minúsculas donde todo el mundo quería hablar, todo el mundo tenía algo que contarte”.

MUJERES: QUE NO ME ENTERE YO DE QUE ESE TOBILLO PASA HAMBRE

Seguro que Tessa y Kaidi están de acuerdo en que, si los artistas del piropo en España han sido tradicionalmente los obreros, podríamos decir que El Cairo es una ciudad en permanente construcción. La ropa larga y ancha, el semblante serio, la mirada traspasando el asfalto… constituyen prácticas insuficientes para evitar la lluvia de “piropos” que le cae a cualquier mujer desde el momento en que sale por la puerta de su casa. Aunque las egipcias no se libran, son las extranjeras a las que les toca un porcentaje mayor de consideraciones sobre su físico, expresadas en alta voz, en un número que es directamente proporcional a lo claro que sea el color de su cabellera.  La palabra “Mozza”, que podríamos traducir más o menos como “guapa” o, directamente, “tía buena”, es la más común; otras expresiones rozan lo pornográfico y, alguna que otra vez, se terminan convirtiendo en un insulto. Hay que decir que, en su mayor parte, las palabras son positivas desde el punto de vista semántico pero, como dice Tessa, cuando se repiten decenas de veces al día sólo pueden ser recibidas como una forma de acoso: “Los comentarios, las miradas… antes de venir habría dicho que no constituyen acoso, pero cuando te pasa absolutamente cada día, la cosa cambia. Te sientes como un objeto sexual. No importa lo que lleves puesto, nos pasa a todas”.

Según varios medios locales, el acoso sexual se ha convertido en una lacra dentro de la sociedad egipcia, que se ha intensificado en los últimos cinco años. Durante las fiestas religiosas más importantes, ya es una costumbre para determinados grupos de jóvenes el salir a acosar mujeres, llegando al contacto físico. Este hecho contrasta con el testimonio de muchas extranjeras, que aseguran poder caminar por su barrio a altas horas de la madrugada sin sentirse inseguras. Parece contradictorio, pero Egipto posee un universo propio, que no puede comprenderse con los estándares occidentales y sólo despojándose de ellos el extranjero se acerca a entender lo mejor y lo peor de ese mundo aparte, en su justa medida.

Además de bailarina, Kaidi es ya una experta en deconstrucción de prejuicios y reconsideración de principios: “Desde hace ya varios meses, estoy saliendo con un chico egipcio y, aunque estoy muy contenta de estar con él, lo cierto es que no me está resultando fácil el proceso de adaptación”. Y es que tras el “flechazo” inicial llega el día a día, las primeras diferencias culturales, las segundas, las terceras, los celos y las exigencias. Factores que, unidos en el engranaje de una pequeña bomba de relojería, pueden explotar en situaciones dramáticamente absurdas, propias de una telenovela venezolana.

Pasado el famoso escollo inicial (muchos egipcios no están dispuestos a casarse con una mujer no musulmana, aunque no desdeñarían una feliz aventurilla) Kaidi ha ido afianzando su relación con paciencia y una mente abierta: “Tienes que tomar algunas reglas porque no puedes vivir como en Europa. El gran dilema es qué reglas tomo y cuáles dejo. Para mí es difícil. Por ejemplo, a mi novio le tengo que decir todo el rato dónde estoy. Siento que no tengo privacidad, pero entiendo que, desde su punto de vista, es importante porque quiere saber si estoy bien”. Aun teniendo que modificar ciertas reglas de comportamiento, Kaidi asegura que la relación le compensa con creces: “Si tienen novia o mujer, la ven como si fuera un tesoro. Para ellos es como una joya preciosa que deben proteger y querer con todo su ser. El respeto, la pasión y el esfuerzo que dedican a una mujer es mucho más intenso que en Europa”.

EL TAXISTA EGIPCIO, ENTRE EL HUMOR Y EL PELIGRO

El taxi pita a Drew, le da luces y porque no puede dar volteretas que, si no, también las daría. Él le hace un gesto con la mano indicándole que sí, que necesita un taxi y que el espectáculo acústico-luminoso no era necesario. Después del número circense, cabe la posibilidad de que tu ruta no le guste y pase de él, como le sucedió a Ismael: “Recuerdo un día en el que llovía y ningún taxista me quería llevar. Después de parar a cinco o seis taxis, el siguiente me pidió una cantidad desorbitada por llevarme al barrio de al lado, así que me cabreé y le abrí todas las puertas del coche para que tuviera que bajarse a cerrarlas”. La conducción en Egipto se basa en la supremacía del más fuerte. Coches destartalados intentan adelantarse los unos a los otros, introduciéndose por huecos por los que sólo los protagonistas de la película “The fast and the Furious” se atreverían a pasar. Con desprecio de su vida (y de la del pasajero) el taxista realiza todos los movimientos que sean necesarios para evitar el tráfico, a ser posible por la  ruta más larga, obviando el hecho de que el coche no está hecho de goma. Ni se inmuta. Es su pan de cada día y, mientras conduce, no le supone ningún esfuerzo iniciar una conversación.

 Si el cliente es una mujer, es muy posible que la primera frase esté formulada de forma interrogativa: “¿Estás casada?”. Si la respuesta es negativa, seguirá preguntando por el extraño motivo de esa soltería o se ofrecerá muy amablemente a poner fin a su estado sentimental ofreciéndose como futuro esposo. Tessa asegura que nunca le ha parecido que sea nada más que una broma: “Un señor mayor me dijo que necesitaba una mujer joven y que la ventaja para mí es que en Egipto puedo tener varios maridos, que no me tenía que quedar sólo con él” . Kaidi, por si acaso, se ha colocado un anillo de compromiso y, para cualquiera que se interese, se halla felizmente casada.

Volvamos a Drew, el americano de altura imponente, que se ha visto envuelto en historias más cómicas, aunque a él en ese momento no le hicieran mucha gracia: “Cuando llegué a El Cairo, quería sentarme con el taxista para ser su brother, porque consideraba clasista ponerme atrás. Bastó una sola experiencia para nunca más volver a sentarme delante. En ese momento no hablaba árabe y, cuando el taxista empezó a hablarme, no entendía nada. De lo que estaba seguro es de que me estaba haciendo preguntas sobre sexo porque hacía gestos muy obscenos con las manos y la lengua. Cuanto más le repetía que no comprendía, más se esforzaba él en que sus gestos fueran  asquerosamente explícitos. Y yo lo único que sabía era que quería bajarme del taxi”.

A todos les han intentado engañar alguna vez y se han visto obligados a ponerse firmes, enfrentándose a hombres enfurecidos por el convencimiento de que están en su derecho de engañar al extranjero. Ismael, como hemos visto, es un feroz combatiente de la estafa: “A veces no te quieren poner el taxímetro y te dicen que no funciona, así que yo me he aprendido cuáles son los botones, los pulso y les digo: mira, pues sí que funciona. En esos casos, o entran en cólera y me echan del taxi o, si tengo suerte, me dicen a regañadientes que vale, que me llevan. También hay historias graciosas. Recuerdo un taxi al que me subí cuyo conductor decía que hablaba español. Lo mejor que sabía decir era very bien y se hacía llamar Jaime. Me enseñó un libro de firmas con muchísimos textos en español que decían que Jaime era muy bueno, que te fiaras de él, que era muy majo”.

Conducen por dirección contraria, no conocen la ciudad y nunca te devuelven el cambio si no se lo pides, aunque si tienes un problema te ayudarán sin esperar nada.

QUIEN NO TIENE UN AMIGO EGIPCIO, ES PORQUE QUIERE

“Conocí a un grupo de egipcios que hablaba español y, un día que no podía quedar, uno de ellos vino desde la otra punta de la ciudad para darme un papiro y un llavero que me había comprado en un bazar. Es gente extrovertida, amable, desesperante muchas veces. No puedes contar con ellos para nada y no lo hacen con mala intención, es su carácter. Te dicen que sí a todo, luego no tienen ni idea de cómo hacerlo y en el momento más tenso te salen con alguna cosa tierna que te descoloca. Me encantan los egipcios, me los quedo. A veces los quisiera matar a todos”. Ismael, con su argumentación bipolar, define perfectamente el carácter de un pueblo que se siente vinculado a España de muchas formas, empezando por la liga profesional de fútbol. El carácter del egipcio, perdedor esencial de minutos como si tuviera un escape en su reloj biológico, tiende a perturbar el estado nervioso del occidental medio.

Hacer un amigo egipcio es tan fácil como bajar a la calle. No es necesario nada más. Si lo que quiere uno es codearse con las clases más altas, lo que tiene que hacer es acudir a una fiesta en un piso o a uno de los clubes nocturnos a orillas del río Nilo. Entre las clases altas, hay menos mujeres con velo y se percibe un carácter más occidentalizado aunque, para Tessa, en general, son diferentes al pijo prototípico que todos conocemos: “La élite, la gente educada, está mas interesada en su país que en otros lugares y más comprometida políticamente. También he estado en el Líbano y allí no están conectados con la realidad del país, con las condiciones de los más pobres… Aquí hablan de la realidad, de los problemas y creo que eso tiene mucho que ver con la llegada de la revolución”. 

En una ciudad tan poco saludable, relajarse es una forma de recuperar minutos de ese tiempo momentáneamente huido. El Nilo atrae a sus orillas a todos aquellos que sienten que la locura los va a alcanzar pronto y se resisten a perderse del todo. Los barcos que cruzan el río a vela o a motor y los cafés erigidos para alcanzar vistas espectaculares de su caudal imponente, son los lugares preferidos por los extranjeros para poner su cerebro en standby. Allí se fuman una shisha, se beben una cerveza Stella y se reúnen para contarse sus aventuras y desventuras.

Entre la comunidad de extranjeros en la capital egipcia hay quien lleva meses, años, toda una vida. Lleven el tiempo que lleven, todos ellos seguirán escuchando, de tanto en tanto, la famosa frase de bienvenida en cualquier esquina: “Welcome to Egypt”. No es difícil sentirse como un recién llegado después de diez, de veinte años. Tampoco haber encontrado un verdadero hogar tras un único mes de estancia. El Cairo es un laberinto para el cuerpo y para el alma, un lugar donde perderse, en el que recrearse, del que querer escapar mientras se intentan conocer sus entresijos. Quienes odian la ciudad se marcharán para nunca más volver, pero la mayoría la odiarán con un amor recurrente y algunos terminarán dejándolo todo, irremediablemente, para volver.

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