El derecho a la información y la teoría del máximo placer


Cuando hablamos de justicia del derecho de la información es cuestión ineludible recurrir a tres teoría principales que prestan su apoyo a convencernos de las razones por las cuáles el derecho de la libre información y expresión debe ser especialmente protegido. Se trata, en los tres casos, de teorías comúnmente aceptadas por las sociedades democráticas actuales y de una importancias sumamente trascendental no solo en los casos en que estas libertades resultan violadas, si no también en todos aquellos casos en que resultan protegidas puesto que sólo con ellas es posible juzgar tales casos como justos o injustos. De hecho, es en general el desconocimiento de estas razones lo que dificulta en gran medida la comprensión de esta liberta, un derecho fundamental.

Tal sea la última de estas tres teorías, aquella a la que hace referencia nuestro título, la que mayor impacto ha tenido en el derecho de la información hasta el día de hoy sin embargo, su correcta comprensión obliga a citar brevemente las dos restantes, de una importancia también altamente considerable.

La llamada Teoría del Autogobierno ha sido y es muy utilizada en la tradición anglosajona, así como en casos especialmente problemáticos. A. Meikiejohn es su máximo representante al afirmar que “las libertades de expresión e información constituyen una propiedad interna de la democracia indispensable para el autogobierno o soberanía popular”, lo que justifica un elevadísimo nivel de protección en la mayoría de los casos. La democracia es en esencia la opción que cada elector elige por una opinión política documentada y fundamentada; toda interferencia del gobierno en los electores obstaculiza dicha opción libre y la transforma en opinión manipulada de tal forma que la democracia se deteriora a la vez que se aniquilan sus bases morales.
En base a esta teoría, las libertades de expresión y de información permiten el cumplimiento de la democracia en un triple sentido. En primer lugar, el flujo o mercado de ideas políticas garantiza la consecución de la opinión política más correcta de entre todas las que compiten por vencer en las urnas. En segundo lugar, dichas libertades constituyen la justificación del principio de la mayoría y ello porque permiten a las minorías derrotadas la crítica a la decisión mayoritaria; democracia es el poder de la mayoría, lo cual no implica en absoluto la supresión de las minorías las cuales, deben poder participar en la vida política, una participación solamente garantizada en virtud de que las libertades de expresión y de información existan. En tercer y último lugar, el derecho de la información constituye el freno más efectivo a cualquier intento de abuso de poder en el seno democrático; tal y como decía John Stuart Mill, “un periódico basta para derribar a un tirano”.

La segunda de estas teorías que nos ocupan es la llamada Teoría de la Mayoría de las Masas o Teoría de la Ilustración siendo el filósofo Kant su máximo exponente al expresar que “la Ilustración consiste en el hecho por el cual el hombre abandona su minoría de edad y se sirve con independencia de su razón sin la dirección de otro. La minoría de edad en que se quiere mantener a las minorías termina por convertirse en naturaleza de ello; por el contrario, las masas pueden por sí mismas ilustrarse [pasar a la mayoría de edad] y para ello tan sólo se necesita la libertad más simple e inofensiva que pueda pensarse, la libertad de palabra o el uso público de la razón. Por lo tanto, toda restricción, límite del uso público de la razón, impide a los hombres ilustrarse de manera que tal uso debe ser libre.”
Debe subrayarse que Kant limita las razones legitimadoras de este derecho a su uso público es decir, al uso que de la información y de la expresión hagan los hombres en tanto que se dirijan al público en general y ello porque sólo dichas informaciones y expresiones ilustran a los hombres. Por el contrario, el uso privado de la razón, es decir, la expresión e información que cada individuo haga desde el puesto de la  empresa o institución a la que sirve, debe ser severamente limitado (Kant).

Llegamos así a la teoría a la que hacíamos mención al comienzo de este texto, la llamada Teoría del Máximo Placer formulada por alguien a quien también ya hemos mencionado, John Stuart Mill, quien se pregunta si es posible que podamos encontrar la causa que hace a una acción justa, y otra causa que convierta a otra acción en injusta. Stuart Mill concluye rotundamente de forma afirmativa. Según él, “las acciones justas son aquellas que, considerados todos sus efectos tanto directos como indirectos sobre el que las hace y el resto de los hombres, produce una cantidad de placer superior al dolor”, siendo acciones injustas las que producen exactamente el efecto contrario.
Mill parte de un sentimiento común a todos los hombres con el que trata de justificar las libertades de expresión y de información. Se trata de una convicción absoluta que subyace en la esencia de su teoría y en base a la cual existe una vida que hay que vivir de la forma más placentera posible, tanto a nivel de calidad como a nivel de cantidad, y con el mínimo sufrimiento posible. Es decir, máximo placer y mínimo dolor. Entonces, a partir de dicha premisa, ¿hasta qué punto es lícito intervenir en la vida de un hombre aún cuando el objetivo final de dicha intervención sea lograr que su nivel de felicidad sea el máximo posible?  Las citadas libertades de información y de expresión resultan del todo fundamentales para lograr dicha máxima felicidad en la vida que todo hombre ha de vivir.

Es un hecho que la felicidad del hombre aumenta a mayor libertad. Esta moral que expone John Stuart Mill concluye que la bondad de ciertas acciones debe ser permitida mientras que la maldad de otras determinadas acciones ha de ser censurada, prohibida. Y esto es común a toda la Humanidad, al margen de nacionalidades, pueblos o culturas por ello, debe existir un criterio universal que sea capar de establecer una clara línea divisoria entre lo que es justo y lo que es injusto.
Sin embargo, esta Teoría del Máximo Placer también expone que una acción, aún siendo justa, no está exenta de causar dolor a terceras personas por ello.
Una acción será, o no será, justa en función de las circunstancias es decir, hay acciones que en principio pueden parecer justas pero que, para concluir efectivamente con dicha afirmación, tendrían que ser debidamente contextualizadas. Así, toda acción de expresión y de información es en principio justa, si bien es posible que cause dolor. Viene a ser algo así como la expresión “la verdad duele”: expresar la verdad es un acto en sí mismo justo sin embargo, en ocasiones, esa verdad puede también causar dolor, lo que no resta justicia al acto de expresión en sí mismo.

La convicción de la que parte la teoría de Stuart Mill es la de que no existe nada mejor que el libre desenvolvimiento de los hombres; la vida que merece la pena vivir es aquella en la que los hombres se ven sometidos al menor dolor físico y mental posible y a una existencia lo más rica posible en placeres. De esta forma, la libertad de información y la libertad de expresión constituyen el medio esencial para alcanzar dicho estado vital de felicidad. De lo que se trata es, por lo tanto, de calcular los efectos que las acciones incluidas bajo tales libertades tienen en orden a la felicidad general. John Stuart Mill señala con carácter general dos beneficios que las libertades de expresión e información causan en la sociedad. El primero de tales beneficios es que permite a los hombres cambiar errores por verdades. El segundo: aunque la opinión resultase errónea, el sólo hecho de escucharla nos concede el beneficio de poderla contrastar.

La consecuencia de lo anterior no es otra que el declarar toda opinión, por inmoral que pueda ser considerada, como opinión libre que la sociedad, en principio, debe permitir. No existe otro camino de progreso en el entendimiento humano que abrir al máximo la caja de las ideas de manera que cualquier opinión pueda ser escuchada. Es así como las creencias en las que depositamos la mayor de nuestra confianza no debieran tener otra garantía que la permanente invitación a la crítica. En definitiva, negarse a escuchar una opinión equivale a caer en el grave error de la infalibilidad es decir, creerse en posesión de la verdad absoluta.

Podemos pensar que no somos infalibles en nuestros razonamientos pero estamos seguros de que existen opiniones no necesarias para la sociedad porque causan malestar a la sociedad es decir, la no protección de estas libertades puede ser justificada sin embargo por la importancia social que tienen determinadas ideas, y ello a pesar de no ser infalibles, de tal manera que permitir que los individuos se manifiesten contra ellas pone en peligro el beneficio social que de ellas obtenemos.
La respuesta debe caer de nuevo del lado de la libertad individual de información y expresión porque, si estamos atentos, la infalibilidad no ha hecho sino cambiar de sitio: antes afectaba a las doctrinas, ahora a su utilidad. Si la mayoría justifica la persecución por su utilidad, ha decidido con carácter general qué es lo útil.

Las libertades de expresión y de información deben ser permitidas porque a su vez permiten el progreso intelectual de la Humanidad y, por consiguiente, una vida más placentera. El error de la existencia humana, afirmaba Stuart Mill, no reside en perseguir nuestras convicciones, si no en tratar de intervenir en los demás.

Pero el autor da ahora un giro que ya aventurábamos antes: a lo máximo que podemos llegar con estos razonamientos es al establecimiento de un principio máximo de justicia, pero no todo es siempre justo o injusto si no que la libertad de información y de expresión tendrá excepciones en función de las circunstancias es decir, será necesario dilucidar casa por cas la justifica de cada acción determinada si bien, el beneficio será haber alcanzado ese máxima universal.

Son estas las razones que permiten afirmar la justicia de la libertad de información y expresión pues se cumple aquí el supremo principio plural que se sitúa en los cimientos de los derechos humanos, el criterio de la mayor felicidad posible según el cual son justas las acciones voluntarias mediante las que puede asegurarse la mayor cantidad total de placer para los hombres.
Pero con ello, y como hemos visto, el autor no pretende afirmar que las opiniones e informaciones sean siempre y absolutamente justas, sino que dependerá de las circunstancias.

La libertad de expresión e información debe ser pues limitada ya que la justicia de una acción no depende sólo de la especie de acciones en que se ejecuta, si no también de las circunstancias en que se realiza, y dado que las circunstancias están en cambio continuo, una clase de acciones que en determinadas circunstancias pueden ser justas, en otras circunstancias, ya diferentes, pueden no serlo porque en ellas los efectos provocados resultan más perjudiciales que beneficiosos.
Lo justo y lo injusto de un determinado acto de información y expresión dependerá de las consecuencias efectivas y reales que dicho acto conlleve. De esta forma, afirmar que una noticia es justa o proporcionada es afirmar que produce las mejores consecuencias posibles en esas concretas circunstancias o, al menos, que produce mejores consecuencias en esas circunstancias que el acto de intervención social, ya sea este la censura previa o la sanción.

Es así como esta teoría permite afirmar que determinados tipos o clases de acciones resultan justas realizarlas en una inmensa mayoría de casos; expresar ideas de forma libre o transmitir información libremente constituyen uno de esos grupos de acciones por las razones ya apuntadas por Stuart Mill (producen el mayor beneficio), y lo mismo ocurre con el resto de derechos humanos, a cuya creación llegamos de esta manera.
Sin embargo, esta teoría cuestiona la no existencia de excepciones pues parece muy improbable que, dependiendo la justicia de un acto siempre de las circunstancias, la obediencia a la ley según la cual es justa la libre expresión e información, produzca en todos y cada uno de los casos concretos las mejores consecuencias posibles.

En definitiva, a lo máximo que podemos aspirar según el autor es al establecimiento de una máxima general, la libertad de expresión e información, con pocas pero justas excepciones, sin pretender por ello que resulte absoluta.

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