En la gira de promoción de su última novela, “Suites imperiales”, Bret Easton Ellis luchaba por dejar de parecer un niñato consentido y pulía su imagen sometiéndose a innumerables sesiones de entrevistas, fotos, coloquios… “Está mucho más calmado que otras veces”, concedía la jefa de prensa de Mondadori, como si el escritor se hubiera cansado tanto de sí mismo que hubiera decidido rendirse, entregarse al enemigo, a la cámara de fotos, a la grabadora en pie frente a su sillón acolchado.
Llevaba gafas, pelo muy corto y recordaba a alguien que debió de
ser suficientemente guapo y rico en su juventud como para pasarse una vida
hablando de belleza y dinero. La primera pregunta que le hice fue sobre una
canción de Hole que decía en su estribillo “There is no power like my pretty
power” (“No hay poder como el poder de mi belleza”). ¿Hasta qué punto estaba de acuerdo con
la afirmación de Courtney Love? Ellis miró a su alrededor,
hastiado, como si quisiera marcharse de allí y entonces recordó que no, que el
nuevo Bret Easton Ellis no hacía esas cosas y se limitó a contar una historia
muy larga, que empezaba por la noche anterior, un insomnio prolongado y un
resfriado persistente.
Algo muy trivial.
Cuando uno llega a una entrevista dispuesto a empezar con una
discusión metafísica y acaba escuchando una charla sobre remedios para
catarros, obviamente es que ha perdido por completo los tiempos y el poder. Eso
lo sabía el entrevistado Bret Easton Ellis porque lo había aprendido del
novelista Bret Easton Ellis. Poca gente como él ha sabido mezclar los conceptos
de persona y personaje, no ya en la tópica acepción de “¿Cuánto hay de
autobiográfico en el protagonista de tu novela?”, que es completamente
irrelevante, sino, más bien, “¿hasta
qué punto sabe el protagonista de tu novela que está siendo el protagonista de
tu novela?” De acuerdo, eso está en Unamuno, pero ahí como
agonía; aquí, simplemente, como escaparate. Estética.
La estética de uno mismo. La narrativa de uno mismo. En
“Glamorama”, su cuarta novela, Bret Easton Ellis hace que Victor Ward vaya
enloqueciendo poco a poco y acabe convencido de que su vida no es sino la
película de su vida. Que la persona es el personaje y que no hay manera
de diferenciarlos. Victor Ward acaba cansado de ser Victor Ward igual que Ellis
acabaría cansado de ser Ellis. Lo mismo podría decirse de Sean y Patrick
Bateman o de Clay, especialmente en su segundo advenimiento de 2010. De hecho,
diría que “Menos que cero”, publicada en 1985 cuando Ellis no era más que un
estudiante de universidad rodeado de amigotes ricos y nihilistas, es la única
novela que se salta ese análisis, aunque lo anuncia.
Los personajes de Ellis son básicamente gente aburrida.
Estresantemente aburrida, en ocasiones, pero aburrida. Las
consecuencias de sus actos no son morales y raramente afectivas, simplemente
son estéticas. Lo que queda bonito y lo que queda feo. Cuando uno no vive sino
que cuenta su vida puede perder la noción de lo bueno y lo malo, como pierde la
de lo placentero y lo doloroso. Los personajes de Ellis escapan a menudo de la
convención “hedonista/autodestructivo”. Son otra cosa. Son lo que la cámara –el
teclado- decida que son y ellos están ahí, mirando su peinado, su bronceado, su
ropa, repasando el plano una y mil veces para intuir lo que la gente va a
pensar cuando el director grite “corten”.
De la misma manera, Ellis, en el Hotel Villamagna, cinco
estrellas de lujo, Paseo de la Castellana de una ciudad europea en la que la
decadencia solo asomaba aún la patita, parecía aburrirse y divertirse y
jugaba a contarte quién era sin que realmente supieras si lo que te
estaba contando era verdad o mentira. Simplemente, intentaba que tuviera
sentido. Que fuera una buena historia. Que el periodista la pudiera contar en
su revista o en su periódico, diciendo “Bret Easton Ellis es así” para que él
se partiera de risa en cualquier otro lado, con su traductora rubia al lado,
pensando “¿Qué demonios sabrá esta gente de quién es Bret Easton Ellis?”
Quizá, después de todo, puede que el Ellis de “Suites
Imperiales” no esté más calmado sino que simplemente haya decidido engañar a
todo el mundo. Convertir definitivamente la no ficción en ficción, la
entrevista en relato y el periodismo en novela, pero, ¿hasta qué punto no
llevaba haciéndolo toda la vida, alcanzando su punto más alto en “Lunar Park”?
LUNAR PARK
Su penúltimo libro publicado hasta la fecha es probablemente el
que opiniones más diversas ha provocado: para algunos, está a la altura de sus
mejores novelas; para otros, no es más que el diario de un neurótico llamado
Bret Easton Ellis. Las primeras páginas de la novela sorprenden por su
pretendida condición de autobiografía. Son unas veinte hojas llenas de
anécdotas contadas en primera persona que van desde su triunfo a mediados de
los 80 y sus fiestas de cocaína con Jay McInerney a sus problemas de adicción,
matrimonio e hijos.
Solo que Ellis, por supuesto, no está casado ni tiene hijos.
¿Cuánta parte hay de verdad en lo que cuenta el autor en ese
principio a tumba abierta y cuánto hay de coqueteo, de contar lo que cree que
el lector quiere oír? Imposible saberlo. Ahí lleva Ellis la similitud entre persona y personaje al
extremo, por supuesto, haciéndose indistinguibles. Alguien
hablando sobre ese alguien. La narrativa de uno mismo. Omito detalles, exagero
otros. ¿Quién puede saber qué hay de cierto? En su círculo privado eso ya sería
complicado pero en un best-seller internacional que recoge la vida de un
personaje que ha sido objeto de todo tipo de rumores, algunos enloquecidos,
resulta casi imposible. Alguien tendría que sacar un libro comentando las 20
primeras páginas de “Lunar Park” y aun así tendríamos dudas de si ese segundo
autor no nos está engañando también.
En las entrevistas que siguieron a la publicación del
libro, el autor
aseguró que Patrick Bateman era en realidad su padre, que le
pegaba de pequeño, luego afirmó que el personaje solo estaba basado en sí mismo
y que lo de su padre había sido una excusa y finalmente declaró que Patrick
Bateman, era, sin más, Wall Street.
La idea de que la autobiografía en realidad es una ficción más
no es nueva en la obra de Ellis, ya lo hemos comentado antes. El primer brote
de bipolaridad remite a Sean Bateman y su hermano Patrick así como a sus
confusas reflexiones sobre sí mismos. Clay probablemente nunca se habría
planteado algo así en “Menos que cero” y por eso queda raro que lo haga en
“Suites imperiales”. El que da un paso adelante es Victor Ward, el protagonista
de “Glamorama”. Victor es un modelo que vive rodeado de celebridades y mundos
artificiales. Es terriblemente guapo y a la vez superficial hasta que es
captado por una red internacional de modelos terroristas que secuestran aviones
y los estrellan.
En serio, ese es el argumento. Y está escrito antes del 11-S, en
esa década de ideas de bombero que fueron los 90.
Victor es perfectamente intercambiable. Parte de la trama se
basa en su intercambiabilidad: rubio, bronceado, alto, dientes blancos… es un
canon, sin más. Como él hay otros cien aspirantes a modelo o a amante de un día
de cualquier ricachón o ricachona, por ejemplo, el propio Ellis. Este concepto
de la intercambiabilidad está en “American Psycho”, por supuesto, pero la
aceptación de que ese es su papel en la vida pertenece en exclusiva a Victor.
Patrick Bateman deseaba ser especial a toda costa. Victor Ward se limita a entender
que es un actor, que todo lo que le pasa de alguna manera está dirigido por
otra persona y que solo puede pretender quedar bien en el siguiente plano, la
sonrisa intacta.
“Glamorama” es una novela extraña. La más extraña de Ellis con
diferencia. Publicada en 1998, durante demasiadas páginas no es sino una
sucesión de nombres de famosos, una especie de Guía Zagat de quién pinta algo y
quién no en Estados Unidos. Empieza
con una gran fiesta a la que están invitados Pedro Almodóvar y Antonio Banderas
y termina como el rosario de la aurora. He de reconocer
que a mí me gustó mucho, más que “Lunar Park” desde luego, pero reconozco que
la novela exige una cierta paciencia.
El hecho de que el argumento como tal sea un disparate y que
Ellis reconozca que el proyecto es anterior a “American Psycho” viene a
confirmar la sospecha de que el libro no es sino una excusa para dar una vuelta
de tuerca a su concepción estética del mundo. Ahora, no solo las consecuencias
de los actos son estéticas –en ese sentido, la versión cinematográfica de
“American Psycho” es brillante precisamente porque va al grano, es decir, a la
imagen- sino que el acto en sí no existe, solo es una grabación de un equipo de
vídeo que no vemos jamás o que solo el protagonista intuye.
Durante páginas y páginas te preguntas si Victor Ward es un
esquizofrénico o si tú eres el idiota que no se está enterando de nada. Si en
las anteriores novelas de Ellis, la vida, esencialmente, era música –canciones
de Boy George, conciertos de Bono- a partir de aquí la vida es cine, la vida es
un guion, un simulacro visual, una representación. No hay nada verdadero, todo
es difuso. Ni que decir tiene que el abuso de esa idea en sus últimas novelas
no me parece un gran acierto. Suena reiterativa.
Interesante, de acuerdo, pero reiterativa.
LA NARRATIVA
DEFINITIVA: LA NARRATIVA DE CLAY
Cuando se publicó la noticia de que Bret Easton Ellis preparaba
una segunda parte de “Menos que cero”, su primera novela, a todos sus lectores
nos invadió una doble sensación de excitación y miedo. Excitación porque hay un
cierto consenso en que esa primera novela, pese a sus evidentes carencias, ya
contiene todo el universo visual y estético que llenaría después la obra de
Ellis, con ese
atractivo ochentero y nihilista que llevó a José Ángel Mañas a imitar su estilo
de manera más o menos declarada en su “Historias del Kronen”,
un libro que, por cierto, como mantenía el propio Manuel Vázquez Montalbán,
tampoco estaba tan mal y que se llevó muchas más tortas de las que se merecía,
en parte porque quien lo adaptó al cine no se había enterado de nada.
El miedo tenía que ver con aquello de que “segundas partes nunca
fueron buenas” y por un hecho innegable: la historia de Clay ya estaba cerrada.
Uno no podía imaginarse qué más se podía contar sobre Clay que no se hubiera
contado en la narración de esas dos semanas de Navidad en Los Ángeles. Como
escribí al principio del artículo, “Menos que cero” no pretendía ser sino un
ejercicio de clase en la facultad escrito precisamente durante unas vacaciones
del autor y la cosa se le fue de las manos. Si Ellis decide rescatar a Clay es
porque cree que hay algo más que contar de él y el mundo que le rodea, pero
resulta complicado creerle: Clay se ha convertido en guionista y trabaja para
Hollywood. ¿Les suena? Se enamora de mujeres bellísimas y complicadas que le
llevan por el camino de la amargura. Coquetea con la homosexualidad. No tiene
ninguna clase de sentimiento hacia los demás más allá de una especie de
paranoia ensimismada y ataques continuos de autocomplacencia.
En definitiva, Clay es poco más que el Bret de “Lunar Park”: un
desquiciado echado a perder que escarba en su pasado
de manera casi psicoanalítica para saber qué demonios fue mal y cuándo empezó
la decadencia… salvo que la conclusión a la que llega en 2010 –inimaginable en
1985- es que todo había sido decadencia siempre. La narrativa de uno mismo
acaba arruinando la novela porque Ellis se aleja de su minimalista “muestra, no
expliques” para perderse en explicaciones constantes, en un hombre que intenta
averiguar todo lo que pasa a su alrededor con el agravante de que no lo
consigue, precisamente, porque es un lunático.
Lo que tienen en común los personajes de Clay y Bret es que ya
no son intercambiables. Ninguno de ellos es Victor Ward, sino dos hombres con
miedo a perder lo que tienen. Eso aparecía de soslayo en los libros anteriores
pero el torrente de seguridad de sus jóvenes y guapos personajes les hacía
olvidar la posibilidad de que sus actos tuvieran consecuencias. Ahora, tenemos
a dos protagonistas que sí temen perder a la mujer que quieren o a sus hijos y
que son conscientes de alguna manera de que la policía del karma va a ir tras
ellos. Su vida es huir sin saber adónde. Ese frenesí constante de las
digresiones que llenan los libros, en mi opinión, no ayudan.
Ahora bien, lo que sí son indiferenciables son el autor y el
personaje, de nuevo. Rescatar a Clay para convertirle, a él también, en Bret
Easton Ellis, era una nueva vuelta de tuerca dentro de la narración de uno
mismo. El propio
Ellis me lo confesó en la famosa entrevista en el Hotel Villa Magna: “El
libro parte de una experiencia personal, de una traición que le hice a un
amigo”. ¿Es eso verdad? Imposible saberlo por las razones arriba apuntadas:
Ellis es su personaje incluso cuando da ruedas de prensa, nunca hay algo así
como una persona llamada Bret Easton Ellis de la
que podamos esperar veracidad alguna.
Según la teoría de Ellis, Clay sería la redención de Bret, sin
más. Una extensión de sus propios problemas. Ensimismamiento absoluto.
Volviendo al principio, hay que reconocer que Clay es perfectamente consciente
de que no es sino una extensión de Bret y, como buen actor/personaje, intenta
complacerle dentro de lo posible.
ESTÉTICA Y
ÉTICA. FICCIÓN Y REALIDAD
La narrativa de uno mismo es algo apasionante en la realidad. Si
no lo fuera, el psicoanálisis no habría cosechado tal éxito especialmente a
partir de los años 60, cuando invadió Estados Unidos. Necesitamos hacer un
relato de nosotros mismos que sea coherente, que incluya algún tipo de
introducción, nudo, giro y desenlace. Todo tiene que tener sentido, todo es
consecuencia de una causa.
Obviamente, ese relato, esa narración que construimos y en la
que englobamos nuestros miedos, nuestras aspiraciones, lo que queremos
aparentar y lo que tememos que se nos eche en cara, no suele ser veraz. Puede
que verosímil pero veraz en absoluto. Lo curioso es que cuando entra en el
terreno de lo verosímil –esto es, en el terreno de la ficción- resulta aburrido
porque se ha perdido el juego. Jugar a ser Bret Easton Ellis delante de un
grupo de aspirantes a biógrafos de Bret Easton Ellis tiene un punto de
seducción y de misterio que le rodea de un aura especial. Jugar a descubrir
quién es de verdad Bret Easton Ellis en una serie de novelas sobre sí mismo,
disfrazado de distintos “alter egos” solo funciona si hay algo más. Lo había en
sus primeros libros, no lo veo tan claro en los dos últimos, en los que en
ocasiones roza el solipsismo.
Si aceptamos que escribir es transmitir, comunicar… y aun teniendo
en cuenta, por supuesto, que el mundo interior del autor pueda estar presente
en los actos de sus obras, lo cierto es que los últimos libros de Ellis abusan
de una falta de comunicación con el lector al menos en lo que tienen de
obsesivo, contando con que esa obsesión no parte del personaje sino de la
persona que escribe sobre el personaje.
Si es que esa distinción, en la literatura de Ellis, puede
hacerse.
Me temo que no.
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