El sociólogo analiza tres facetas de la “fiebre participativa” que se propugna como “la mejor” sin apenas crítica.
Tal
vez una de las mayores rémoras de haber vivido en una dictadura y con las
libertades secuestradas sea la ansiosa proyección de expectativas y
demandas en esos aspectos que habían sido hurtados. De hecho, algo de
forma general y colectiva nos pasó cuando ya hace treinta años hablábamos
de desencanto, con gran película de Jaime Chávarri proponiendo
el término en los primeros pasos de aquella democracia débil. Estaba
extendida una extraña sensación que iba desde el “para
esto se ha luchado” al “hay algo que se nos ha hurtado”. Manifestaciones que
mostraban, con lógicas muy distintas, las distancias entre las
expectativas y la realidad del día a día.
Después, el desencanto dejó paso a la fijación regresiva en
algunos conceptos, casi como objetos valiosos que hay que conservar o
promocionar. A veces sin tener en cuenta que, lejos de ser objetos lisos,
tienen estrías y problemas. Incluso aunque estos queden por debajo de las pretendidas
ventajas de la propuesta. Es decir, hay una sobrevaloración del concepto.
Es lo que, a mi parecer, pasa con el concepto de participación.
Una sobrevaloración que tiene, al menos, tres caras o dimensiones.
Hay una
sobrevaloración del carácter ontológico de la participación.
Un dibujo de una inclinación del ser humano a tomar parte en los asuntos
públicos, en todo aquello que, aunque de manera lejana, pueda afectarle. Se
trata de una afirmación contra sociológica, en la medida que los clásicos de la
sociología fundamentan la existencia de eso que llamamos sociedad –a diferencia
de la comunidad- en la división social del trabajo de los individuos
que la componen. Una división cuya funcionalidad estriba en no
tener que participar en todo.
En segundo
lugar, hay una sobrevaloración ética que sitúa a la
participación por encima de la no participación. La participación como algo
intrínsecamente bueno. Así, nuestro arraigado sentido común actual nos dice que
si algo es hecho con la participación de todos es mejor que si lo ha hecho uno
solo o unos pocos. Seguramente tal concepción tiene como objetivo condenar a
los gorrones, a los que se aprovechan del trabajo de los demás, sin tomar parte
en ello. Pero la duda es si vale para toma de decisiones o acontecimientos
semejantes. Acaso puede considerarse condenable no participar en un referéndum
o en unas elecciones. Tal vez sea poco presentable la falta de participación en
la comunidad de propietarios, pues son decisiones muy cercanas y sobre aspectos
muy concretos que conviene tengan la máxima legitimidad, especialmente de cara
a los problemas específicos que puedan surgir después. Sin embargo, cabe dudar
de si son mejores los ciudadanos que participan en, por ejemplo, un referendum
sobre si una carretera ha de pasar por aquí o por allá, que los ciudadanos que
no participan.
Siendo
importantes las dos fuentes de la sobrevaloración señaladas, articuladas con
ellas está la que podría denominarse sobrevaloración
pragmática. En cierta forma surge de las dos anteriores, de que son más
humanos y mejores los que participan, y viene a decir que son preferibles los
procesos y resultados en los que hay participación, por el solo hecho de que
ésta exista. Así, en un reciente artículo en la prensa nacional –El País- el
líder de Podemos, Pablo Iglesias, venía a decir que la transición democrática
española había sido llevada a cabo sin participación del pueblo –ese término
que cuando es utilizado por los políticos hay que echarse a temblar, como
cantaba Carlos Cano– por unas élites de derecha y de izquierda. Por ello, estaba
condenada al fracaso, a toparse de bruces son sus límites. Para solucionar tal
desaguisado, llama a la participación general de las clases sociales
empobrecidas por la crisis. Eso sí, lideradas por su persona, como no podía ser
de otra manera, puesto que él no es de esas elites corruptas y vagas que han
gobernado el país. Pues bien, está por demostrar que procesos participativos
sean más funcionales. Y lo digo tomando incluso el beneficio que podrían obtener
de la propia experiencia de participación los individuos. Acaso no es legítimo
dudar que el resultado puede ser incluso peor con una amplia participación.
Hay mitos
sociológicos que parecen avalar la mayor funcionalidad de la participación. Por
ejemplo, el experimento –uno de los clásicos- en el que Kurt
Lewin comparó
el resultado final de tres tipos de dinámicas grupales. La vencedora, que era
la democrática o participativa. Dos perdedoras, la que podría denominarse anarco liberal –cada cual a lo suyo- y la dictatorial. Claro está, el
experimento está diseñado para avalar el régimen democrático.
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