Parecía imposible, pero ha ocurrido. En este juicio ambos letrados se han puesto de acuerdo. Además de llenar el suelo de paja y excrementos, la entrada de Los Trotamúsicos en la sala del juzgado ha impregnado el ambiente de un olor insoportable a establo. El golpe del mazo ha sido contundente, un juicio rápido en toda regla, tan solo una oleada de comentarios en contra de los argumentos de Xavi Daura y Pepón Fuentes y a favor de Koki ‘el rey del corral’ y sus amigos mamíferos podrá hacer cambiar de opinión a nuestro juez.
XAVI DAURA: EN CONTRA
Los Trotamúsicos, señoría, esa serie de
animación pocha que lleva deprimiendo niños desde el año 1989. Cuatro bestias
mal juntadas que nos enseñan el valor de vagar por el mundo sin un objetivo más
allá que el de pelar la pava. Un perro, un gato, un burro y un gallo que lo
mejor que pueden decir de sí mismos es que son cuatro. Si recordamos la
sintonía de la serie, lo que nuestros “amigos” nos destacan machaconamente es
que son “un, dos, tres, cuatro: somos cuatro; cuatro tipos, locos los
cuatro”. No se mojan a vender la calidad de sus música, lo original de
su condición o ningún tipo de carácter especial (bueno, sí, que están “locos”,
en fin…), simplemente que son cuatro. Como si, por ejemplo, lo mejor que
pudiese decir uno de su equipo de fútbol es que son once.
Que alguien se atreva a decirme que es capaz de mirar fijamente
a cualquier trotamúsico y no caer rendido al sopor de su mirada de funcionario
nocturno, de vigilante de párking. La mirada cansada del indigente que se niega
a reconocerse como tal, con ese optimismo imposible que lo hace todo peor de lo
que ya está. Más cercanos a un grupo de alcohólicos anónimos en risoterapia que
a una serie de dibujos animados.
¿Y las groupies de Los
Trotamúsicos? ¿Cómo se supone que funciona eso? Porque son una banda, esto
se lo tienen que plantear. ¿Estamos hablando de zoofilia?
Señoría, no tengo más preguntas
PEPÓN FUENTES: EN CONTRA
Señores del jurado, me presento ante ustedes sabiendo que la mía
es una tarea ingrata: lanzar un cubo de agua fría a sus respectivas infancias
demostrando que Los Trotamúsicos apesta.
El primero de mis argumentos es bien sencillo: a lo largo de
veintiséis episodios, los bichos protagonistas ni se mueven del caserón donde
viven ni cantan más que un puñado de canciones, lo cual, teniendo en cuenta que
el nombre de la serie era Los Trotamúsicos, no
deja de ser contradictorio. Al final acaba uno pensando que sus protagonistas
son los típicos que van por ahí diciendo que tocan en un grupo, pero solo por
el postureo y las fotos. En otras palabras, Los
Trotamúsicos es lo más cerca que la ficción ha estado de representar a
un grupo de Malasaña.
Pero no es esa la falta más grave de la serie. Ni mucho menos.
Me refiero, por supuesto, al último capítulo. En ese momento, el grupo se
disuelve en pos de una vida mejor cuando el burro, el perro y el gallo son
adoptados por gente que les quiere y promete tratarles, por fin, a cuerpo de
rey… Pero solo durante más o menos cinco minutos, pues la intervención de un
pequeño genio deshace el final feliz convirtiéndolo todo en un sueño del gato y
les vuelve a reunir para que todo siga… ¿igual?
No, igual no, pues todavía falta una última revelación capaz de
destrozar la infancia de cualquiera:
Y ahora, señores del jurado, es cuando les pregunto: ¿de verdad
hacía falta destrozar una serie más que aceptable con este giro inesperado y
vergonzosamente meta? ¿Cómo? ¿Que un mal final de serie no invalida el disfrute
que han proporcionado todos los capítulos anteriores? ¿Qué lo que importa es el
viaje y no la conclusión?
Ya, claro. Pues no es eso lo que dijeron cuando terminó Lost.
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