Tras esa anodina película que se tituló Scoop, Woody Allen vuelve a
mostrarnos hasta qué punto los genios, llegados a cierto punto, no pueden
evitar flojear. Vicky Cristina Barcelona es una película que se salva
por los pelos, por los valores plásticos de su fotografía (esa cantidad de
imágines de postal dedicadas a Barcelona) y por el buen hacer de dos actores,
fundamentalmente: Javier Bardem y Rebecca Hall. Penélope Cruz vuelve a dar lo
peor de sí misma, presa de la sobreactuación y de la carencia de las dotes
dramáticas requeridas por el papel.
Woody Allen intenta ofrecernos, entre otras cosas,
un fresco desenfadado, pero pretendidamente profundo, de las relaciones
amorosas y personales, dentro de un marco que quiere elevar a la cateogría de
protagonista: la ciudad de Barcelona. Y, sin embargo, el director
norteamericano se empantana confusamente en un mar de tópicos: “ni contigo ni
sin ti”, el conformismo amoroso (¿no hay algo aquí de Los puentes de Madison?), la
supuesta fogosidad latina (el manido latin-lover),
el ambiente “progre” de cierta aburguesada bohemia artística... A su vez, el papel
de Barcelona queda reducido a ciertos lugares emblemáticos tratados con
benevolente tipismo: Gaudí y el Modernismo monumental, el Barrio Gótico, el
Raval y su falsamente edulcorado ambiente canallesco y prostibulario... Incluso
abriendo la mente, y haciendo el esfuerzo por comprender todas estas
banalidades como ejercicios maestros de ironía, el resultado es descorazonador
y, en ocasiones, molesto.
¿No será, en cierto aspecto, que Woody Allen ha
intentando ser demasiado y artificiosamente “europeo”? Y es que algunos
momentos (y técnicas) de Vicky
Cristina Barcelona recuerdan
a cineastas como Chabrol. La deriva reciente de Woody Allen hacia escenarios
europeos, después del éxito indiscutible y bien trabado de Match Point, no le está
sentando, a mi juicio, muy bien. Mismamente, el reparto, engrosado con algunas
dudosas musas, no ha resultado del todo afortunado. Javier Bardem hace muy bien
su cometido, y su presencia física basta para llenar otras insuficiencias
(circunstancia sobre la que ya se ha escrito bastante), pero, incluso sumando a
ello las notables actuaciones de la británica Rebecca Hall y del norteamericano
Chris Messina, el total no alcanza para compensar del todo la escasa entidad de
las actuaciones de Scarlett Johansson y de Penélope Cruz.
Aparte de lo comentado, lo más destacable de la
película, al menos en lo que respecta a sus principios organizativos, es su
desarrollo en forma de velado “experimento psicológico”. Me explico: todos los
protagonistas evolucionan en un medio en el que las necesidades básicas están
sobradamente cubiertas (para no olvidar, por cierto, el inmejorable sarcasmo de
Woody Allen al reflejar la sana despreocupación del personaje de Rebecca Hall
respecto a las posibilidades laborales de su “Máster en Identidad Catalana”,
burla que, sin embargo, habrá servido para allegar abundantes fondos
autonómicos y locales al rodaje), de forma que, siguiendo la teoría de la
pirámide de Maslow, se encuentran en inmejorables condiciones para moverse
“libremente” en busca de sí mismos, impulsados únicamente por las urgencias de
la realización personal. En este caso concreto, dentro del ámbito de las
relaciones amorosas. Este aspecto “experimental” viene respaldado por el uso de
un narrador explícito, omnisciente. Como propuesta no está mal, y resulta
extraordinariamente sugerente como medio de estructurar el viaje iniciático de
las dos jóvenes norteamericanas, pero confiere al conjunto un aire de cuento de
hadas que le resta credibilidad y eficacia, y que no llega a potenciar los
aspectos más humorísticos y valiosos de la trama.
Vicky Cristina Barcelona es, pues, una obra cinematográfica que se deja ver,
siempre que no se acuda al cine con grandes expectativas, y es, desde luego, un
producto prescindible de un director que quizá hiciera mejor en rodar algo
menos, pero con autenticidad y calidad más depuradas, como ha mostrado que
puede hacerlo en sobradas ocasiones.
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