Árabes danzantes, de Sayed Kashua, Ed. Tropismos,
Salamanca, 2005 (traducción de Ana María Bejarano).
Sayed Kashua, árabe de nacionalidad
israelí, nos trae en esta novela, más allá del ejercicio de ficción, una
realidad que no debe de resultarle en absoluto ajena. El personaje principal, y
probable trasunto del propio Sayed en más de una peripecia, nos habla en
primera persona y nos va desgranando su difícil existencia en tierras de Israel
y Palestina desde su infancia hasta su madurez, transitando por la conflictiva
época que va entre los años setenta y la actualidad. La traducción de Ana María
Bejarano nos presenta una historia escrita en un estilo ágil y directo, con
frases cortas y concisas, sin ninguna concesión a la retórica, que relejan la
voluntad de Sayed Kashua de dar pocas explicaciones y de limitarse a retratar
los hechos y las escuetas divagaciones de su narrador-personaje.
Narrador-personaje que nacido en una generación esquizofrénica, oscilante entre
una falsa asimilación dentro de la sociedad israelí y el apego a unas
tradiciones árabes (palestinas) que han ido perdiendo su sentido con el
afianzamiento del estado hebreo, tanto por estar tremendamente supeditadas a
una época en que éste no existía como por basarse en su (imposible)
eliminación. La virtud de Sayed (en éste que podríamos denominar por su tono de
fondo grave antidiario de Adrian Mole) está en ponernos delante de una franja
de la población de Israel que, siendo minoritaria, no deja de tener su
importancia y que se ve sistemáticamente ignorada en nuestros boletines de
noticias, que se atienen a la dicotomía simplificadora Israel-población judía,
Territorios Ocupados-palestinos. Si legítimamente nos preguntamos, ¿qué sucede
con esa mixtura de población árabe que tiene, para bien o para mal, la
nacionalidad israelí?, podemos bucear, con las debidas precauciones, en las experiencias
de nuestro atormentado protagonista.
Pero Árabes danzantes no queda reducido a un mero testimonio o a un trabajo
periodístico con toques autobiográficos, sino que constituye una historia capaz
de trascender sus circunstancias inmediatas, al plantearnos el problema más
general, y más crucial, de la identidad familiar y social y de las dificultades
insuperables a que puede verse sometido un inadaptado que se ve desarraigado de
su entorno de nacimiento y de su entorno de vida. Al terminar la novela,
sorprendemos al protagonista en medio de un terrible fracaso vital, obligado a
llevar una existencia envilecida, pero lo cierto es que, habida cuenta de los
hechos que se nos van narrando, no hay desenlace más normal que éste. En este
sentido, la novela de Sayed es un pequeño ejercicio de naturalismo redivivo, pero, a la vez, muy
vivo y espontáneo. Por un lado, el protagonista se siente ajeno a su propia
prosapia palestina, que vive en la irrealidad de un sueño pre-israelí cada vez
más difícil de mantener y más abocado a la desesperanza, y, por otro, a la
asimilación dentro de un estado hebreo que teóricamente le ofrece igualdad de
oportunidades, pero con límites muy definidos... Límites como la imposibilidad
de poder llegar a ser nadie que pudiera llegar a amenazar seriamente al estado
israelí y que coloca al protagonista, en principio un hombre capaz, ante
ciertas castraciones constantes, como la imposibilidad real de tener una pareja
judía, como la imposibilidad de poderse desarrollar académica y profesionalmente
sin trabas, como la humillación de los registros sistemáticos en los controles
a pesar de poseer la codiciada y maldita tarjeta azul que acredita al árabe
residente en Israel. Ni siquiera mimetizándose con los propios judíos logra el
protagonista ser aceptado, y aceptarse. Ha tenido una escuela muy difícil, en
una familia que, aun aborreciendo a los hebreos, los trata con el respeto
cerval reservado al cacique, una familia y una sociedad que recuerdan los
hechos de guerra que fueron ocasionando la declaración Balfour y el éxodo de la
Segunda Guerra Mundial y que están cada vez más desmoralizados ante la
omnipotencia de los que siguen considerando invasores. Y, sin embargo, Sayed no
deja de recordarnos cómo la economía de estos palestinos despojados, entre
otras cosas, depende de sus vecinos hebreos, y cómo la contemporización se
alterna con el rechazo, la violencia y los sueños de liberación.
Choque de culturas, choque de identidades.
El protagonista no logrará encontrar su puesto entre las alternativas de la
sociedad hebrea laica e igualitaria que lo rechaza por cuestiones de
nacimiento, y una sociedad palestina que, después de ver traicionadas las
expectativas puestas en el comunismo, se vuelca en la religión y la guerra
santa, educada con pocos medios y con métodos rudimentarios y toscos, tan
toscos como los sistemáticos castigos corporales usados en la escuela. Al
cerrar el libro, sentimos que hemos leído la conmovedora historia de un
desdicha encadenada, escrita sin odios, sin revanchismo, sin la simplificación
de un antisemitismo atávico al que estamos tan acostumbrados; una desdicha
forzada por elementos y sucesos históricos que superan a los propios individuos
y que, al no haber sido aún asimilados por una población apabullada, los
conducen a ser efectivamente “nadie” en medio del más atroz de los desarraigos,
especialmente para aquellos que un día deciden no conformarse con un entorno
que, aunque difícil, todavía ofrece lugar para el acomodaticio, al que elige
prescindir de mayores inquietudes y hacerse un cómodo hueco en el gueto. Árabes
agitados, danzantes como quiere hacernos ver Sayed, necesitados de una vida
mejor, ansiosos porque tanto unos como otros les dejen tener verdaderas
oportunidades.
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