Deseo. Adam Zagajewski
Acantilado
Zagajewski empieza a convertirse en un
poeta relativamente difundido en nuestra lengua. A Deseo hay que sumar En defensa del fervor, publicada también por Acantilado. En
Pre-Textos encontramos unos Poemas escogidos, así como ese tipo de escritura a medio camino entre
lo poético, lo filosófico y lo biográfico que constituye En la belleza ajena. No es casualidad -no puede serlo- la
atención editorial prestada a un poeta todavía vivo de una lengua en principio
minoritaria como es la polaca. Sin duda obedece a causas más hondas y no es la
menos importante que este poeta sintetice en sus versos muchas de las
inquietudes que atraviesan nuestra poesía contemporánea, unido a un grado
suficiente de universalidad que permite que nos asomemos a la traducción de
Xavier Farré casi con la naturalidad con la que nos acercaríamos a uno de
nuestros poetas coterráneos.
Encontramos en Zagajewski a un poeta
heredero del romanticismo que tanto caló -propagado desde la vecina Alemania- en tierras
polacas. El propio título original Pragnienie, da cuenta de ese otro término caro al romanticismo
alemán, el Sehnsucht, sed, pero sobre todo anhelo, término mucho más
próximo que el Deseo por el que optó finalmente el traductor del libro. Si
el deseo puede ser satisfecho, no así el sentimiento del que nos habla
Zagajewski, como bien reflejan el par de versos de su poema Mi estudio:
Bebo de una fuente pequeña,
mi sed es mayor que el océano.
Sed de qué. Pues de algo que sin sonrojo
Zagajewski nombraría como belleza. Una belleza que después de Hölderlin -y
sobre todo de Auswitch- no puede ser ni exclusivamente elegíaca, ni desprovista
de cierta mirada irónica. Como todo espíritu romántico, Zagajewski es capaz de
encontrar en el paisaje y en la naturaleza algo que podríamos denominar sublime. Claro, que el paisaje de Zagajewski (que nadie se
llame a engaño) no es el atormentado de Carl Gustav Friedrich. El sublime potencial del que hablaba Kant nuestro poeta lo
encuentra extramuros de una abadía (Sénanque) entre abejas que
sobrevuelan lavandas, en la contemplación de un tilo o en un amanecer. Esas
pequeñas disposiciones son las que suscitan el arte de poeta, que compone sus
versos en busca de la belleza. Ésa es la manera que tiene de ordenar el mundo,
una manera muy distinta al modo de actuar de la técnica que acaba imponiendo un
sentido utilitarista del paisaje (Frágil gloria de las amapolas), como
si la vida de un paraje pudiese ser capturada y roturada bajo la mirada de una
torre de triangulación. El poeta se rebela ante esta visión, pero sin renunciar
a una -convenientemente dosificada- ironía. Si el elogio desmedido de la
belleza puede llevar en un extremo a la ingenuidad o a posiciones arcádicas
difícilmente sostenibles, la ironía es un camino quefácilmente desemboca en el
silencio del escéptico (Tratado sobre el vacío), pudiendo llegar a
convertirse en un juego huero, incapaz de penetrar la superficie de las cosas.
Y Zagajewski es sin duda un espléndido ironista. Así lo demuestra en poemas como Vaporetto o en Senza Flash. Pero cómo poner freno a la ironía, dónde encontrar el
límite que permita seguir conservando el anhelo de belleza... En la memoria, en
el respeto a los muertos sobre los que se instala la carpa del espectáculo
circense con que nos deleita a veces este mundo (Circo), memoria de la
que el primer poema de este libro consiste casi en una invocación. Si se apaga
la memoria (y con ella los sacrificados sobre los que se edifica la cultura y
la historia) entonces resta el sueño sin sueños (Europa ya se está durmiendo).
La mirada de Zagajewski es, pues, una
mirada doble, en múltiples sentidos. Atento a un tiempo a la naturaleza y a los
productos de la cultura (cuadros, libros, música), a un anhelo de lo sublime
que no es ajeno a las pequeñas cosas de las que se nutre la vida, a una
sensación elegíaca de pérdida no desprovista de una perspectiva irónica. Su
poesía ahonda en lo biográfico sin renunciar a la intervención política. Todo
ello anticipado en la última estrofa del primer poema:
Y nosotros también vivíamos entre dos
dialectos,
en la jerga estrecha de lo cotidiano, del
odio,
y en el lenguaje de un gran sueño.
Al mediodía se abría poco a poco el ojo
de las nubes, el ojo de las lágrimas y de
la luz.
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