EL VIENTO DE LA GEHENA DE JOSÉ ANTONIO MARTíNEZ MUÑOZ

El viento de la Gehena
J. A. Martínez Muñoz, Bartleby Editores, 2005

El viento de la Gehena, completa, a juicio del propio autor, el ciclo iniciado con Nada, nadie (La Poesía, señor hidalgo, Barcelona, 2002). Hay en este libro un fondo épico, una traza no lineal sino circular donde importa la componente centrípeta más que la centrífuga. En el centro de este movimiento se dispone como vórtice la hoguera alrededor de la cual orbita indigente la tribu humana. El poeta agita los rescoldos sin saber muy bien si aviva bajo la ceniza un tizón encendido o si, consciente de su derrota, ha de reconocer que este gesto no es más que un indagar acerca de la nada, leitmotiv a lo largo del libro. El lenguaje de J. A. Martínez Muñoz evoca una lengua ancestral, a medio camino entre lo atávico y aquello que puede estar todavía por llegar. El fuego, la noche, el mar, la corza... son sólo algunas de las palabras que pueblan los versos del poeta, dotándolos de una carga simbólica que, en apariencia alejada de nuestro mundo contemporáneo, radica en el imaginario al que sin embargo sigue aferrada la especie. Junto a ellas, la reincidencia como ya decíamos antes en términos como nada, ceniza, pecios... ponen el acento (al igual que ocurría es su anterior libroNada, nadie) en la desolación del paisaje (un paisaje que no sólo es físico sino también -y esencialmente- lingüístico). Ante esta desolación el poeta recurre a la invocación a los muertos (remedo y homenaje al capítulo XI de la Odisea donde el hijo de Laertes ofrece a Tiresias su ofrenda de sangre a cuyo olor acuden las sombras de los difuntos), auténticos rescoldos de esa hoguera que parece a punto de extinguirse. Como en la obra de Dante el poeta se permite dialogar con los grandes maestros de la literatura universal. J. A. Martínez Muñoz los rescata temporalmente del olvido infernal para hacerlos hablar a través de una serie de composiciones donde se entremezclan las voces (poéticas) de los maestros y la suya propia, hasta el punto de lograr a veces que éstas sean indistinguibles. A medio camino entre la creación y el homenaje se suceden los poemas tributarios de Wallace Stevens, de J. A. Valente, de Matsuo Basho, de Paul Celan, de Emily Dickinson, de T. S. Eliot, de E. E. Cummings, etcétera. Adquiere aquí el libro un tinte dramático pues el autor imita a cada uno de estos maestros en un admirable ejercicio de ventriloquía poética. Sin desaparecer del todo, la voz del poeta se eclipsa para que surjan las voces de sus ancestros poéticos, ceremonia cuya clave atisbamos en los versos:

sucedo -acudo a mi propio conjuro-
yo soy todos estos hombres
todos estos rostros, estas voces soy
y no existo

poesía crítica


Explícito homenaje entonces el de J. A. Martínez Muñoz a la tradición sin renunciar a la aventura formal, mezcla equilibrada de devoción y templado desparpajo en alguien que ha entendido que el respeto por los maestros no es más que un paso necesario para volar con mayor libertad y amplitud de miras. Otrosí, alguien podría pensar que el núcleo central de la obra, aquél en el que se recrean las voces de los poetas que han sido, tiene más de centón que del elaborado néctar que Petrarca pedía a los poetas-abejas (frente a aquellos poetas-hormigas dedicados a la acumulación más o menos azarosa de materiales). Estas dudas se solventan si reconocemos -como ya avisamos anteriormente- en estos poemas una dramatización poética (ejercicios de tra[d]ición) a los que quizás -eso sí- convendría haber privado de cierta connotación museística extirpando las referencias a los autores homenajeados que nada añaden sino que más bien contribuyen a romper la ilusión narrativo-poética deseable en un libro como éste. Y es que -insisto- no es posible entender este libro (al igual que el poema homérico o dantiano) si lo privamos de su substrato narrativo. Tras su charla con los muertos no aguarda al poeta ninguna consoladora Penélope sino que él mismo se dispone ceremonialmente a convertirse en un difunto más (si es que no lo ha sido siempre) con lo que J. A. Martínez Muñoz cierra el círculo, convertido él mismo en un hombre anochecido (aquél para el que el sol se ha puesto), integrante (el óbolo en la boca, flotando ya sobre las aguas del Leteo) de esa camarilla de epígonos que nuestro poeta recupera a través de la cita:

ahora, musas, cantemos las hazañas de los más jóvenes
epígones, fragmento atribuido a Homero


Esta ironía salva a la obra de J. A. Martínez Muñoz de un precipitado juicio de pesimismo. El poeta señala un destino -no sabemos si definitivamente cumplido- y una destinación de la poesía. ¿Una impetración más de la nada abocada a su abismo/espejo? Y qué importa si el eco que llega hasta nosotros cifra un mensaje de auténtica poesía.

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