El viento de la Gehena
J. A. Martínez Muñoz, Bartleby Editores,
2005
El viento de la Gehena, completa, a juicio del propio autor, el ciclo iniciado con Nada, nadie (La Poesía, señor hidalgo,
Barcelona, 2002). Hay en este libro un fondo épico, una traza no lineal sino
circular donde importa la componente centrípeta más que la centrífuga. En el
centro de este movimiento se dispone como vórtice la hoguera alrededor de la
cual orbita indigente la tribu humana. El poeta agita los rescoldos sin saber
muy bien si aviva bajo la ceniza un tizón encendido o si, consciente de su
derrota, ha de reconocer que este gesto no es más que un indagar acerca de la
nada, leitmotiv a lo largo del libro. El lenguaje de J. A. Martínez Muñoz evoca
una lengua ancestral, a medio camino entre lo atávico y aquello que puede estar
todavía por llegar. El fuego, la noche, el mar, la corza... son sólo algunas de las palabras que pueblan los
versos del poeta, dotándolos de una carga simbólica que, en apariencia alejada
de nuestro mundo contemporáneo, radica en el imaginario al que sin embargo
sigue aferrada la especie. Junto a ellas, la reincidencia como ya decíamos
antes en términos como nada, ceniza, pecios... ponen el acento (al igual que ocurría es su
anterior libroNada, nadie) en la desolación del paisaje (un paisaje que
no sólo es físico sino también -y esencialmente- lingüístico). Ante esta
desolación el poeta recurre a la invocación a los muertos (remedo y homenaje al
capítulo XI de la Odisea donde el hijo de Laertes ofrece a Tiresias su ofrenda de sangre a cuyo olor
acuden las sombras de los difuntos), auténticos rescoldos de esa hoguera que parece a punto de
extinguirse. Como en la obra de Dante el poeta se permite dialogar con los
grandes maestros de la literatura universal. J. A. Martínez Muñoz los rescata
temporalmente del olvido infernal para hacerlos hablar a través de una serie de
composiciones donde se entremezclan las voces (poéticas) de los maestros y la
suya propia, hasta el punto de lograr a veces que éstas sean indistinguibles. A
medio camino entre la creación y el homenaje se suceden los poemas tributarios
de Wallace Stevens, de J. A. Valente, de Matsuo Basho, de Paul Celan, de Emily
Dickinson, de T. S. Eliot, de E. E. Cummings, etcétera. Adquiere aquí el libro
un tinte dramático pues el autor imita a cada uno de estos maestros en un
admirable ejercicio de ventriloquía poética. Sin desaparecer del todo, la voz
del poeta se eclipsa para que surjan las voces de sus ancestros poéticos,
ceremonia cuya clave atisbamos en los versos:
sucedo -acudo a mi propio conjuro-
yo soy todos estos hombres
todos estos rostros, estas voces soy
y no existo
Explícito homenaje entonces el de J. A.
Martínez Muñoz a la tradición sin renunciar a la aventura formal, mezcla equilibrada de devoción y templado
desparpajo en alguien que ha entendido que el respeto por los maestros no es
más que un paso necesario para volar con mayor libertad y amplitud de miras.
Otrosí, alguien podría pensar que el núcleo central de la obra, aquél en el que
se recrean las voces de los poetas que han sido, tiene más de centón que del
elaborado néctar que Petrarca pedía a los poetas-abejas (frente a aquellos
poetas-hormigas dedicados a la acumulación más o menos azarosa de materiales).
Estas dudas se solventan si reconocemos -como ya avisamos anteriormente- en
estos poemas una dramatización poética (ejercicios de tra[d]ición) a los que
quizás -eso sí- convendría haber privado de cierta connotación museística
extirpando las referencias a los autores homenajeados que nada añaden sino que
más bien contribuyen a romper la ilusión narrativo-poética deseable en un libro
como éste. Y es que -insisto- no es posible entender este libro (al igual que
el poema homérico o dantiano) si lo privamos de su substrato narrativo. Tras su
charla con los muertos no aguarda al poeta ninguna consoladora Penélope sino
que él mismo se dispone ceremonialmente a convertirse en un difunto más (si es
que no lo ha sido siempre) con lo que J. A. Martínez Muñoz cierra el círculo,
convertido él mismo en un hombre anochecido (aquél para el que el sol se ha puesto), integrante (el óbolo en la boca,
flotando ya sobre las aguas del Leteo) de esa camarilla de epígonos que nuestro
poeta recupera a través de la cita:
ahora, musas, cantemos las hazañas de los
más jóvenes
epígones, fragmento atribuido a Homero
Esta ironía salva a la obra de J. A.
Martínez Muñoz de un precipitado juicio de pesimismo. El poeta señala un
destino -no sabemos si definitivamente cumplido- y una destinación de la
poesía. ¿Una impetración más de la nada abocada a su abismo/espejo? Y qué
importa si el eco que llega hasta nosotros cifra un mensaje de auténtica
poesía.
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