Il n´y a pas de
orchestre. It is an ilusion.
Cuando se estrenó Mulholland Drive buena parte de los críticos coincidieron
en que estaban ante una experiencia visual bizarra compuesta por una amalgama
de secuencias oníricas y preciosistas donde el argumento –desdibujado- jugaba
un papel secundario. ¿Hay forma más elegante de dar a entender que no han
comprendido nada?
Su cine siempre supone una experiencia
dura y, por suerte, se necesita más de un visionado para sacar todo el jugo a
sus obras, siempre difíciles. Pero de ahí a decir que son incomprensibles o
deliberadamente incoherentes hay un trecho; el mismo que dista entre lo ambiguo
y lo ambivalente, y Lynch tiene poco de lo primero y mucho de lo segundo. Al
igual que el mundo de los sueños, referente constante del director y esencia de
esta cinta, rara vez algo es azaroso o anárquico, mientras que casi todo es
recóndito y complejo.
Casi todos los personajes de Mulholland Drive, desde los mafiosos hermanos Castigliani
al director de cine, pasando por las dos amigas/amantes protagonistas podrían
encontrarse en una TV-Movie de gran presupuesto de media tarde –en un principio
eso es lo que Mulholland Drive iba a ser-, por eso el espectador se siente desubicado
al ver a personajes tan cotidianos en el mundo del cine dotados de una
profundidad inusual en otro tipo de producciones. Esta ambivalencia le produce
un efecto de extrañamiento, que ya desde el principio confunde códigos y ve
truncadas sus expectativas más inmediatas; dicho de otro modo, Lynch se sirve
del estereotipo, no para destruirlo, sino para engordarlo hasta el punto de
llegar a atrofiarlo, haciendo que sin dejar de ser estereotipo sea mucho más rico y
polimórfico .
Si atendemos a la estructura y la estética
podemos encontrar pautas que se repiten constantemente en sus películas y por
supuesto también enMulholland Drive. Combina con maestría la iluminación
convencional con espacios expresionistas e irreales llenos de color,
delimitando así fronteras visuales, que no siempre sirven para definir fronteras
argumentales, ya que los mundos creados por Lynch se entrelazan, sin una lógica
definida pero con una intención, como en los sueños. Sus personajes representan
estereotipos que le obsesionan y que construyen un mundo imaginario que
trasciende a sus producciones. Siempre encontramos a su alter ego, un “malo” al
estilo clásico (los hermanos Castigliani); también habrá un personaje que en un
principio ejemplificará el bien y la pureza (pensemos en los personajes de
Naomi Watts y Elena Laura Harring) para tornarse oscuro y obscenamente mundano,
una vez que se ha ganado la confianza y el respeto –casi admiración- del
espectador, produciendo una incómoda desautomatización –dolorosa y forzada- de
los códigos convencionales.
La línea argumental gira en torno a la
obsesión con algunas ideas que ya habían aparecido antes en sus filmes, como en Blue Velvet o Twin Peaks, y que le persiguen a lo largo de toda su singladura
cinematográfica: la dualidad y ambivalencia del individuo; la frontera de lo
real y lo imaginario, entre el sueño y la vigilia; los mundos que encierran un
submundo en su interior, como unas matruscas, cuya consciencia supone un
proceso de maduración forzoso –paralelo al del espectador, que debe habituarse
a unos códigos “adultos” y poco convencionales-.
Pero Lynch, que puede que sea el último
representante de ese cine manierista, cuyo máximo representante fue Alfred
Hitchcock, que maneja un discurso orgullosamente autoconsciente y profundamente
desnaturalizador, al estilo brechtiano, da pistas al espectador a modo de llave
que le conduce a la comprensión, del mismo modo que la llave azul en la
película conduce a Betty a cruzar la frontera entre el sueño y la vigilia y
despertar definitivamente del mundo perfecto que había imaginado. En el mundo real,
al final de la película, los personajes se trasmutan, los roles se invierten y
los elementos que estaban presentes en el sueño cobran un nuevo y macabro
significado.
Para descodificar la información que el
argumento nos proporciona son clave dos secuencias; una de ellas, la elección
de actriz principal, cuando las aspirantes cantan en play back. Con un suave
travelling de retroceso pasamos en escasos segundos de estar en un espectáculo
musical de los sesenta a, conforme la cámara avanza hacia atrás, percatarnos de
que estamos en un estudio de grabación –todavía en los años sesenta-; de ahí,
retrocediendo un poco más, nos encontramos con que todo es un montaje para una
película que se está rodando y, finalmente, gracias a un plano del contracampo,
vemos como Betty está observando la filmación. Un mundo dentro de otro y este a
su vez dentro de otro; ¿no es esa una de las características de los sueños? ¿No
está Lynch haciendo una reflexión sobre lo artificioso del discurso artístico?
Esto último entronca con otra de las
secuencias llave de la película, en elClub Silencio, donde un misterioso
maestro de ceremonias hace notar la ausencia de una fuente visible del sonido
que se escucha. No hay banda, y sin embargo... oímos la música. De esta manera, el silencio supone un
despertar abrupto de un sueño donde nosotros imaginamos la música sin que nadie
toque los instrumentos; similar a lo que le ocurre al espectador en la sala de
cine, donde está dispuesto a no reparar en la artificiosidad del espectáculo
fílmico y componer una gran sinfonía en su cabeza, contando para ello con la
mera evocación que sugiere el visionado de la película.
Silencio.
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