El impecable catálogo de la editorial
Abada nos ofrece esta vez una obra esencial de ese crítico literario
difícilmente clasificable llamado Jean Starobinski. Starobinski, ginebrino
nacido en 1920, es sin duda una de las mentes más inquietas del siglo pasado,
médico experto en literatura clásica, es uno de esos janos bifrontes capaces de
abordar el estudio de las letras con la pasión y el atrevimiento de un
científico que estuviera a punto de lograr un descubrimiento definitivo.
Ejemplar es su estudio sobre los hipogramas de Saussure, investigación que
podemos encontrar en la editorial Gedisa bajo el título de Las palabras bajo las palabras. Starobinski es uno de esos autores que no
sólo escribe bien sino que brilla por su aguda inteligencia, una inteligencia
capaz de hallazgos y de relaciones insólitas que producen en el lector una
placentera mezcla de refinamiento y sorpresa.
Retrato del artista como saltimbanqui era una de las deudas editoriales
(hablamos de España, naturalmente, donde el retardo en la publicación de obras
imprescindibles como ésta admite difícil explicación) adquiridas con este
autor. Y la edición que nos propone Abada añade al interés del texto la belleza
y el cuidado de las ilustraciones que terminan haciendo del libro un objeto
precioso (pese a su reducido tamaño, o quizás por ello) del que cuesta
despegarse.
Básicamente, lo que el autor nos propone
en este pequeño gran libro es un estudio comparado de la función del payaso y
del artista. Pero, en lugar de partir de la idea general para desarrollarla,
Starobinski propone un recorrido fenomenológico, preñado de una extensa casuística
(se apela no sólo a la literatura sino también -como no podía ser menos- a las
artes plásticas) para ir cercando poco a poco el objetivo que aparecerá ante
los ojos anonadados del lector como la bujía frente a una polilla que hubiese
seguido un rastro de luz. No se trata, por tanto, de un texto expositivo al
uso, y lo que al principio pudiera parecer errancia se descubre -en una jugada
maestra digna de un autor de intriga- artefacto textual que pone cerco al
meollo de la cuestión -qué será eso de ser artista, o payaso- a base de una
espiral, de una sucesión de círculos cada vez más apretados.
El payaso como doble del artista, el
virtuosismo y la proeza del acróbata puesto en relación con el acto poético, la
ligereza del volatinero como aspiración de muchos poetas, el instinto de
máscara y disfraz y su semejanza con la metáfora, la androginia como alegoría
del narcisismo achacable a los defensores de la teoría de "el arte por el
arte", el fetichismo de algunos artistas (ahí están Flaubert o Baudelaire)
por la mujer de circo, el payaso como figura trágica asimilable al poeta
despreciado por los hombres (el albatros de Baudelaire)... Son algunos de los
puntos de contacto señalados por Starobinski en esta obra. Asimismo se nos
proponen genealogías de figuras como el clown o el Arlequín. Según Starobinski
el clown del teatro inglés del siglo XVI es el heredero del diablillo medieval
Vicio, asimilable a un rústico tonto, el torpe que realiza al revés todo lo que se le pide (¿no recuerdan estas palabras al hombre de
Porlock que estorbó para siempre jamás la escritura del Kubla Khan de Coleridge
al golpear la puerta de la casa del poeta para solicitar ayuda en el parto de
una marrana? Mirado desde cierto punto de vista, la escena es sin
duda hilarante). Otra etimología interesante radica en el origen de la palabra Arlequín que parece
remontarse a una antigua divinidad con rostro animal llamada Hellekin vinculada
al mundo de ultratumba, de cuya "domesticación" (cambiemos el mundo
de los muertos por el mundo asocial y, en cierta manera, siniestro al que
pertenece el artista circense) provendría ese personaje arquetipo
paradigmáticamente picassiano. Pero el golpe de efecto más importante se lo
reserva Starobinski cuando habla del folk-fool (primitivo ancestro del clown), personaje de antiguas
fiestas celtas que cumplía la función de chivo expiatorio. Y de este modo ya
tenemos servida la asimilación del poeta, del artista (a través de la figura
interpuesta del payaso) con cierta versión del ritual de chivo expiatorio. A
propósito cita Starobinski unas palabras de Henry Miller, pertenecientes a la
obra La sonrisa al pie de la
escalera:
El payaso es el poeta en acción. Es la
historia lo que está representando. Y siempre se trata de la misma sempiterna
historia: adoración, oblación, crucifixión. "Crucifixión rosada", por
supuesto.
Momento álgido del libro. Al modo de una
cura psicoanalítica, Starobinski, al hilo de su exposición, parece haber dado
con algo fundamental que afecta a la figura y a la tarea del artista. Y el
lector, que ocasionalmente puede ser él también artista, asiste a este instante
como a una especie de "abreacción" liberadora que le compromete si
cabe aún más con la tarea del arte. Artista -de verdad- habrá de ser al fin y
al cabo el que salva a la comunidad -cohesionándola a través de su sacrificio-
ofreciendo su propio pellejo. Salvador y mártir al mismo tiempo.
No hay comentarios :
Publicar un comentario