POSPONGAN EL APOCALIPSIS, MI VECINA QUIERE PREGUNTARME ALGO

Normalmente, me muevo por los pasillos de mi edificio con mismo afán sociable que un coyote herido en época de escasez de comida, pero en aquel primer encuentro con mi vecina, no tuve escapatoria. Estaba allí bloqueando el acceso al ascensor mientras cerraba la puerta de su casa, contigua a la mía. Yo, como siempre, en mi absurdo sueño de alcanzar la invisibilidad, iba ataviada con la indumentaria más bien propia de alguien que ha tenido un desafortunado incidente en una planta química: abrigo con el cuello subido, bufanda constrictor y gafas de sol gigantes.

La vecina dijo “¡Ah, Maricarmen, tú igual me puedes ayudar!” y yo supe al instante que cualquier intento mío por corregirla sobre mi nombre –sin el “mari”­– sería en vano y rompería el vínculo que ella me atribuía al llamarme igual que ella. Así que no lo intenté.

En semejantes circunstancias, mi respuesta más natural habría sido gritar: “¿Cómo voy a poder ayudar yo a alguien si no puedo ayudarme ni a mí misma?” y lanzarme al mismo tiempo, de cabeza, por el hueco de las escaleras, pero la vecina agitaba en su mano un móvil cuya pantalla iluminada concentraba toda mi atención y me mantenía en el sitio.

Mi naturaleza de coyote herido entraba en conflicto con mi naturaleza de urraca hipnotizada con el brillo de cualquier tipo de tecnología. Entre bandazo y bandazo de su mano nerviosa atisbé que era un móvil con Android.

Me desbufandé lo suficiente para poder emitir sonidos, me subí las gafas a la cabeza y dije “Ah, pues claro, yo encantada de ayudarla”, cuando en realidad quería decirle “¡Dámelo, quiero toquetearlo!”. Me pidió que le configurara una cosa tan simple que ni siquiera recuerdo qué era, pero cuando terminé, me miró como si hubiera traído la agricultura a su pequeño refugio paleolítico.

“¿Tienes prisa?”, preguntó tímidamente. Y hubiera estado en mi derecho de decirle que sí y aprovechar la ocasión para escabullirme, pero el honorable deber del bilingüe digital me obligó a quedarme.

No le pidas a alguien de 15 años que entienda por qué una mujer de 76 pregunta insistentemente cómo borrar cada línea de una conversación de WhatsApp, porque no lo va a entender. Yo sé que para mi vecina es como tener el teléfono descolgado, o el buzón lleno de cartas leídas. Igual de desconcertante que asociar el icono de un clip a la acción de enviar una foto, cuando nunca ha usado el email y la palabra “adjunto” no le dice nada.

Me dijo que le habían mandado un vídeo sobre la historia de la Guardia Civil que le gustaba mucho pero que no conseguía localizarlo. Mediante todas las analogías analógicas que se me ocurrieron, la enseñé a moverse entre directorios y solo después de hacerle repetir todos lo pasos ella sola mientras yo la observaba, me despedí. “¿Estará el vídeo ahí siempre que quiera verlo?” Le contesté que sí, y que probablemente solo tendría ese en su “almacén de vídeos”.

-Ah, no, no, ¡tengo otro! ¡Uno de un pájaro precioso! ­-¿El vídeo de ejemplo que venía con el móvil? Es probable.- Y cuando me apetece verlo, lo pongo y veo cómo mueve las alas así. Una preciosidad.

Nadie podrá decir que no estemos viviendo tiempos interesantes.

En el segundo encuentro con mi vecina, me hizo entrar en su casa y me pidió que la ayudara con un problema en su correo electrónico de su portátil nuevo. Me di cuenta de que estar con mi vecina no me incomodaba porque su parloteo constante apenas dejaba hueco para la interacción social. Con poner en marcha un sencillo bucle de respuestas cortas preprogramadas con las que rebotaba ocasionalmente su monólogo era suficiente. Mientras tanto podía permanecer aislada y a salvo, y observar mi entorno con total tranquilidad: muebles antiguos, cojines bordados en perfecto orden, tapetes sobre cómodas y aparadores, una foto de ella joven con su cofia de enfermera atendiendo una llamada, otra de sus padres…

Después de haber solucionado el problema, me ofreció una silla y la acepté sin oponer resistencia. Me di cuenta de que ni siquiera tenía ganas de huir. ¿Quién era yo antes de estar allí sentada en la casa de mi vecina? ¿Qué estaba haciendo antes de que me llamara? No podía recordarlo. Mi vecina lo ocupaba todo y mi ser, casi anulado y reducido a simple observador, se encontraba extrañamente en paz. Dejé que su conversación rebotara con mi programa un rato más y sin saber muy bien cómo, de repente aquella mujer, después de decirme que no solo usaba internet para mandar correos, sino que había descubierto que podía entretenerse mirando cosas, me introdujo en un desaforado rally por las calles de su pueblo natal de Burgos, a través de Google Street View. Jamás he visto manejar a alguien los controles de un sistema con tal ímpetu, torpeza y una especie de talento natural para salirse con la suya. Debo admitir que en las curvas, ambas nos inclinábamos un poco en la silla.

-Y esa es la casa donde nací.

-Increíble.

-Me entretengo muchísimo mirando cosas con esto.

-Claro.

-¿Sabes que hoy hace un año que me operaron del corazón?

Ahí me salí del programa, sonreí y la felicité sinceramente.

El tercer encuentro con mi vecina fue un par de semanas después. Estaba esperando al ascensor cuando abrió su puerta.

-¿Tienes prisa? Es que, bueno, te he oído salir… es sólo un segundo, pero no te quiero entretener…

-No no, no tengo prisa. Dime.

-Verás…

Estaba extrañamente tímida y dubitativa. Me hizo pasar a su casa, pero aunque yo me dirigí instintivamente al portátil, ella pasó de largo y me señaló el salón.

-Me he comprado un sofá y quería saber tu opinión. ¿Te gusta el color?

Observé cómo se estrujaba las manos nerviosa.

Quise imaginar que fuera habría un mundo lleno de gente sufriendo, amando, llevando a cabo grandes cosas, aprovechando todos los momentos gloriosos que les ofrecía la vida. Pero no pude. El universo eran sólo unos cuantos muebles repartidos en treinta y ocho metros cuadrados, algunos tapetes, un pájaro precioso “que movía las alas así” en una grabación, el tic tac de un reloj, una operación de corazón, una cofia, un teléfono antiguo… Y yo tenía una misión importante, por fin un papel bien definido, un rol fundamental en el orden del mundo y las cosas. Me desbufandé por completo, la miré a los ojos y le dije:

-Maricarmen, has acertado totalmente, es un sofá precioso.



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