Pasiones no tan oscuras

Sobre el proceso que llega a convertir la afición de un lector “consecuente” por la novela de misterio en adicción manifiesta.

Tiendo a atribuir mi inclinación creciente hacia la novela negra, a dictados propios de la edad. La asocio con imágenes de nuestros mayores leyendo en el relajo de las terrazas de agosto, con las neuronas también de vacaciones, novelas envolventes de espías durante la guerra fría.

Pienso luego un poco más, ya con cierta condescendencia (si no yo, ¿quién?) y reconozco algo más personal y permanente en esa afición que se ha vuelto amor apasionado, al recorrer un camino inverso al resto de los amores.

La culpa fue, en mi adolescencia, de Poe y de Conan Doyle, a quienes disfruté de verdad mucho más tarde, como a Cervantes. Y de los libros de Dashiell HammetCornell Woolrich y Harry Stephen Keeler (¡maravillosa “Las gafas del Sr. Cagliostro”!) preciosamente encuadernados en la biblioteca familiar.

Nunca aplaudí a la tramposa Agatha Christie. Solía guardarse un as en la manga para sus finales que invalidaba la mayoría de los relatos y dejaba al lector con la sensación de haber perdido el tiempo y haber sido excluído de la resolución del caso.

Estoy llamando novela negra a ese gran género con decenas de subgéneros: suspense, intriga, policíacas, detectivescas, misterio, y las propiamente “negras”, pero el lector (si aún continúa siéndolo en este caso porque ha llegado hasta aquí) ya conoce la limitación de espacio (y de matices) a que Internet nos somete.

Así que me consuelo. Ya traía yo una afición antes de llegar a esta edad… Incluso acometí algunas rarezas que “había que leer” y que  una vez leídas me sirvieron de vacuna para ese absurdo axioma, como “El secreto del cuarto amarillo”, de Gastón Leroux.

novela negra

Pasaron los años, releí en la madurez el canon completo de Sherlock Holmes con enorme placer, y ya me convertí.

Y el siglo XXI me encontró inmerso en esta adicción ya con claros síntomas de vicio. La lectura de tramas oscuras se volvió un hábito que compensaba mis lecturas “serias”, con las que siempre las alternaba. Un poco de Proust, ahora un poco de Simenon… para entendernos. Un Tolstoi, e inmediatamente un Michael Connelly.

La novela negra me servía de bálsamo para las heridas que levanta el arte más profundo en los seres sensibles, conduciéndome por un sendero de lógicas inexorables, como por una distracción inteligente, un gran crucigrama que producía en mí un efecto liberador.

Pero lo que ahora ocurre es que aquella muletilla, el soma entre libros serios, se ha convertido en mi dieta principal.

Tengo aparcados A Montaigne, a Magris  y a Robert Walser porque acudo con una avidez propia de un “sexshop” a los anaqueles de novela negra en busca de cualquier novedad o reedición. Y devoro la inmensa ola nórdica. Por supuesto, ya he acabado con todos los Wallander de Henning Mankell, que sólo me sirvieron de aperitivo, como Stieg Larsson. Luego vinieron Jens Lapidus, el magnífico noruego Jo Nesbo  o, volviendo a Suecia, el matrimonio tras el seudónimo de Lars Kepler que me conduciría a otro matrimonio, éste de los años sesenta, redescubierto hace poco y favorito de Jonathan Franzen, el formado por Maj Sjöwall Per Wahloo.

Michael Connelly es un seguro de vida, en lo policial, especialmente con Hyeronimous Bosch, pero también cuando el protagonista es el periodista Jack Mc Evoy, claro trasunto del autor. Excelente y muy adictivo su “Scarecrow. No sé por qué lo titularon aquí “La oscuridad de los sueños”, que no significa nada, con lo bonito que hubiera sido “El espantapájaros”.

Una vez sumergido en este mundo, se abren mil posibilidades, y se descubren rarezas que sí merece la pena leer, como “Murió con los ojos abiertos”, de Derek Raymond o el “Shibumi”, de Trevanian.

Pero este artículo comenzó como una confesión, y debe enumerar también los pecados.…

Lo grave es que estoy leyendo YA otras cosas… Que pase el veraniego John Verdon, pero… cuando no hay droga disponible de calidad, reconozco haber recurrido a la abominable Assa Larson y… hasta a Camilla Lackberg, una escritora de supermercado, de mesa camilla, en mi furia por consumir toda novela negra surgida del hielo escandinavo.

¿Será grave lo mío?. Yo prefiero pensar, como buen drogadicto, que no se trata de una pasión tan oscura como parece. Y que, más bien al revés, en esos universos cerrados todo es en realidad muy claro, casi blanco. Las acciones tienen su resultado razonable, el sagaz guardián de la ley vence casi siempre, y nos distrae mostrándonos sus pasos hasta cazar al malvado, que es debidamente castigado. Y las pocas veces en que gana el malo, se trata de un malo tan sublime que rápidamente nos conquista para su ley nueva y justísima.

A lo mejor busco la claridad que, en esas novelas, donde todo tiene un principio y un fin cargados de lógica, me reconforta.

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