El sociólogo analiza las contradicciones que lo señalan como un sistema agotado.
Conforma nuestro sentido más común, aun cuando muchas de sus
acciones y consecuencias estén lejos de garantizarnos siquiera la
supervivencia. Veremos algunas pruebas de su inexistencia, que me parece que
van bastante más allá de la crisis económica general que estamos viviendo.
Uno de los aspectos más llamativos es el coste de las cosas: ¿Cómo algo producido en un lugar del mundo puede llegar a costar veinte veces menos
que la misma cosa producida en otro lugar del mundo? Las diferencias en
coste de la mano de obra no parecen explicar tales distancias en el coste. Hay
que tener en cuenta, además, como ciertas mercancías -ropa o incluso productos
electrónicos- llegan a costar la quinta parte del salario mínimo por hora de un
país desarrollado. Ustedes mismos se lo habrán preguntado cuando ven los
precios en uno de esos bazares, que aquí denominamos los “chinos” debido al
origen de la mayor parte de quienes los regentan. Por ejemplo, cómo se explica
que una camisa se ofrezca al público al precio de dos euros, teniendo en cuenta
que exige: producción de las materias primas, elaboración, empaquetado y
transporte. Tengo la sensación que, además de la posible existencia de una
profunda explotación de la mano de obra, hay algo más. Lejos de ser la camisa
del hombre feliz, como en el cuento, deviene la camisa siniestra.
Veamos ahora el caso de lo que se paga por un
billete de avión. El precio de un asiento puede llegar a ser treinta veces el del
asiento de al lado, en el mismo trayecto. Por mucho que me lo quieran explicar
por la relación entre oferta y demanda, o porque desde el mágico análisis a
través de big data se conoce mejor las motivaciones -y se explotan mejor- del
consumidor, no lo entiendo.
¿Cómo asimilar utilidad marginal y precio con tales diferencias?
Cuando me explicaban en clase de economía los precios como resultado del cruce
de las curvas de oferta y demanda, el eje de los precios tenía un rango que
podríamos calificar de asequible, de manera que el
precio mayor posible jamás pasaba del triple del precio menor posible. A partir de ese rango,
por arriba o por abajo, cabía sospechar algo.
Más extraño es escuchar que alguien puede llegar a pagar intereses
negativos por la compra de títulos de deuda estatales: compran deuda, con lo
que financian a ciertos estados, y además pagan por tenerla. Seguro que no es
así, pero así parece. Es más, lo que parece que se llevan allí el dinero para
guardarlo, como si tales estados hiciesen de caja fuerte. Pero tal
funcionamiento dista de ser lo que habíamos entendido por capitalismo y por
mercado.
Por otro lado, cada vez hay más transacciones, trabajos, esfuerzos
y, en general, prácticas que se hacen fuera del mercado. Desde los movimientos
Open hasta las colaboraciones en red, pasando por los cientos de redes sociales
en los que se produce, para beneficio general, sin que exista mediación
monetaria. Software libre o información, sin mediar publicidad ni intercambio
monetario.
Las situaciones descritas son bastante comunes y conducen a la
afirmación de que los mercados están, como poco, raros. Si no, vean las últimas
evoluciones de los precios de las materias primas o la montaña rusa en la
bolsa. Echarle la culpa a China me parece demasiado fácil. Mi sensación, porque
sigo hablando sólo de sensaciones, es que los mercados no funcionan. Y tal vez
lo peor es que el mercado no tiene solución para los grandes desafíos. Así lo
apunta Paul Mason en su Postcapitalism. No tiene solución para
el calentamiento global, el envejecimiento de la población o los movimientos
migratorios. El FMI o el Banco Mundial seguirán asesorando para que todos esos
problemas se regulen desde el mercado o, al menos, para que dejen vivo al
mercado. Pero instituciones como éstas ya parecen tener poca credibilidad.
Sobre todo sus predicciones. De manera que si dicen que esos problemas han de
resolverse desde el mercado es porque no pueden resolverse desde el mercado.
En sus estertores finales, el capitalismo se lanza a mercantilizar
lo que antes estaba fuera del mercado. Mercantiliza el uso de uso de nuestras
casas en Airbn, de nuestros coches y tiempo con Uber o una infinita sucesión de
plataformas para que pongamos a la venta los espacios y tiempos que antes
considerábamos privados y privativos. Pero no parecen sino últimos coletazos
para atarnos a un capitalismo que es incapaz de cuidarse por sí solo.
Cuando un sistema no tiene solución para los grandes problemas es
porque tal vez esté agotado. Y con esto no quiero decir que estemos asistiendo
al alumbramiento de un nuevo sistema. A lo peor, los sistemas no nacen sino que
simplemente terminan por agotarse o caerse los anteriores. Tampoco estoy
diciendo que el que esté naciendo por incomparecencia del saliente sea mejor
que éste. Tal vez porque no queramos ver lo que pueda venir o estemos ya
acostumbrados a nuestro viejo cuerpo capitalista -incluyendo su explotación y
la riqueza generada- no vemos que ya estamos en otro sistema. El capitalismo no
es ese monstruo que frecuentemente se dibuja desde la izquierda. Tampoco es un
tigre de papel. Es un zombi.
No hay comentarios :
Publicar un comentario