Las lecciones de Zugarramurdi

Cuidado con los últimos coletazos que la Santa Inquisición sigue propinando a los herejes.

Hace unos meses, saludábamos la publicación de La vida me sienta mal, una renovada perspectiva del romanticismo como ideología. Ya mediadas sus páginas se advertía el interés, para muchos inusitado, del poeta y profesor Alberto Santamaría por rescatar la figura de Don Leandro Fernández de Moratín de las apergaminadas páginas de los manuales escolares.


Bien conocido, o eso pensábamos, por ser prohombre de la Ilustración y autor de la única obra teatral dieciochesca que ha merecido figurar en los apuntes estudiantiles, estaba claro que merecía un “spin off”. Es este el término utilizado por el mismo autor para introducir este nuevo volumen, dejando claro también que no será ese su propósito final, si bien el punto de partida aparece más que esbozado en la primera entrega. Punto de partida sumamente atractivo para el público lego. A finales de 1811, sale a la luz un misterioso relato, Auto de fe de Logroño, firmado por un tal Bachiller Ginés de Posadilla. Este supuesto investigador desconocido, hace realidad el cervantino recurso del manuscrito encontrado y convierte lo que parece un juego de autorías en el texto definitivo que ridiculiza a la Santa Inquisición por medio su propio discurso. No caeremos en el “destripe”, término recomendado por la Fundéu para estos casos.


Santamaría prosigue su travesía por los inicios de la modernidad en España con el romántico ilustrado Moratín de guía excepcional, y divide la ruta en dos partes. En la primera nos descubre a un erudito autodidacta al que su visionario padre le encomendó continuar con el oficio familiar de joyero antes que asistir a una Universidad infestada de venerables eclesiásticos. Nos embarcamos con él en un viaje a Europa de cinco años de duración y caemos en todas las tretas de narrador resabiado que escribe sus experiencias y desventuras para un lector que todavía no existe. Nosotros. Moratín cayó preso de una modernidad consciente que le alejó de su época. Ignorante sin embargo de la fama postrera de la que iba a disfrutar entre los jóvenes de su patria, se dedica a deconstruir el personaje que otros hicieron de él desvelándose como un amoral sumamente aficionado a los amores efímeros de pago. Internacionales, eso sí, como buen experto comparatista.


Zugarramurdi


Lo verdaderamente jugoso, sin duda, es la segunda etapa, anticipada en el título del ensayo. Un sorprendente “artefacto literario” que fusiona un relato de auténtico terror con los comentarios estupefacientes del tal Posadilla, que hurgando en archivos se topa con la crónica oficial de un auto de fe llevado a cabo doscientos años antes en la ciudad de Logroño. Posadilla/Moratín (finalmente hemos caído), no puede dejarlo así como así, y se desahoga a gusto comentando los hechos al más puro estilo troll en un foro de inquisidores titulados. Anotaciones aparentemente casuales o espontáneas que dejan entrever la amargura y la vergüenza por haber nacido español. Chorretones de humor negro, burlas explícitas y un desprecio asombrado por la inexistencia de límites en el proceder de una institución que, no olvidemos, aún existía cuando el protoromántico Leandro decide llevar sus cuartillas a la imprenta. Realmente es un contraste leer los infortunios de los (las) acusados de brujería, su vida y sus profundas relaciones con el diablo a la vez que las notas al pie.

Imposible no indignarse, aunque ya de poco sirve. Mejor mirar hacia el presente y tener cuidado con los últimos coletazos que la Santa Inquisición sigue propinando a los herejes, no ya en plazas de villas para el divertimento y escarmiento del populacho, sino en otras mucho más abiertas.

Las brujas de Zugarramurdi aún tienen mucho que darnos.

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