“A mí me gusta mucho esto, ir de acá para allá”. Las primeras luces del sol anuncian el inicio del movimiento. Es la trashumancia del nuevo día, ese transcurrir cotidiano y vulgar, confundido y diluido desde sus límites, hasta conformar un deambular sincronizado que se repite una y otra vez, una y otra vez. Mientras recogen el improvisado campamento y preparan las monturas de los caballos, el desayuno apenas ocupa un segundo de tiempo y un par de galletas bañadas en leche en el estómago de los vaqueros. Suficiente para compensar el frío de las horas más tempranas.
El dolondón de los
cencerros es la banda sonora que acompaña de fondo y sin descanso. Las vacas,
casi 500 cabezas, emprenden una nueva jornada de trasiego por Extremadura,
tierra predilecta para los trashumantes. Sera y Fede en la vanguardia, Félix,
Carlos y Miguel en la retaguardia, todos al ritmo que marcan los animales, con
sus paradas constantes y sus acelerones, con sus retrocesos y sus escapadas
rebeldes. Cual ejército perfectamente uniformado de negro azabache, las vacas
avanzan en un deambular sincrónico y anacrónico. La tradición manda sobre sus
pasos, pero también las obligaciones del quehacer diario. Los bramidos de las
veteranas evitan las deserciones y los despistes de las que hacen la ruta por
primera vez.
Fede apresura a las reses más rezagadas a golpe de cayado. / J. Marcos
Aquí el tiempo real existe en la repetición del instante
aislado. Es una vida sin horarios dedicada al ganado. Los vaqueros quedan
expuestos a los vaivenes naturales que les exige la lógica de la productividad
y la supervivencia. La ganadería desplazada adapta su espacio de interacción en
función de unas zonas de nutrición cambiante. El movimiento en busca de los
mejores pastos para el ganado es un ritual nómada, a medio camino entre la
tradición y la modernidad, que se repite dos veces al año y al menos durante
una semana o, en realidad, lo que tarden las vacas en recorrer cada kilómetro.
Es el ir y venir de una forma de vida, pues el concepto de ‘profesión’ encoge
demasiado para quienes siguen los pasos de su bucólico caminar junto al ganado,
como lo hacían ya hace siglos.
El transporte en camión ha sustituido de manera casi completa al
viejo hábito de la trashumancia. Pero los viajes por carretera suponen un
trauma para los animales, más allá del sobrecoste económico. Los cuernos
mochados de algunas vacas muestran las secuelas de esos trayectos a motor, tan
poco amigables como estresantes. Pero la comodidad manda y el tiempo apremia,
así que apenas un puñado de ganaderos, con sus centenares de reses, hace la
alforja y duerme al sereno, a modo de una costumbre añeja que se acomoda a las
necesidades actuales de sostenibilidad y convivencia pacífica con el entorno.
Estas vidas pocas veces caben en las estadísticas por lo que, ante la carencia
de datos oficiales, son buenas las estimaciones de Julio Grande, quien lleva
documentando la trashumancia varios años y calcula que apenas cinco familias
ganaderas recorren hoy largas distancias, las que implican avanzar unos 200
kilómetros o más, trasladando vacas, concretamente la raza negra avileña, dura,
fina y acostumbrada al movimiento.
“A mí me gusta mucho esto, ir de acá para allá”. Insiste. Aunque
en ocasiones la burocracia se tiñe de obstáculo y no queda otro remedio que
gastar gasolina. Las normas sanitarias, que en ocasiones obligan a tirar de
camión o a paralizar el ganado durante un tiempo, acompañan el trasiego.
Papeles, seguros y guías (autorizaciones individuales para la movilidad del
ganado) no pueden faltar en el macuto, junto con las viandas, el saco de dormir
y la ropa de agua. “Hace unos años los del sindicato nos dijeron que íbamos a
ir más detrás de los papeles que de las vacas”, explica Félix. El silencio
posterior lo confirma.
De sur a norte o de norte a sur, el camino es una forma de vida.
De acá para allá y de allá para acá. Durante la semana de movimiento –siempre
para adelante, salvo cuando alguna rezagada o esquiva obliga al retroceso- la
vida nómada toma sentido. La permanencia no es más que un arrebato de
nostalgia. El ir y el venir son símbolos de apego a la tierra, que alimenta. El
allende y el aquende concretizan sus formas en Extremadura, cuyos campos han
servido durante miles de años como apetitoso menú para las ganaderías norteñas.
Extremadura ha sido siempre una tierra de vocación ganadera, de experiencia
vital de campo, de temperaturas cuasi extremas, de mucho sol sin abundante
lluvia, de regadíos y de canchos, de valles y de desniveles, de primaveras y
otoños. Una tierra de esquina que desde épocas pretéritas ha usado la
trashumancia como método de cooperación entre territorios. Los fríos inviernos
castellanos, helados, son enemigos de la verde hierba que lidera las dehesas
extremeñas. Seis meses después, el sofocante calor veraniego de estas latitudes
obliga a nueva migración; el regreso al norte en el conocido como ‘agostadero’.
Año tras año el camino, y su trasiego, se ha convertido en una
forma de vida para hombres (esta tarea no es habitual entre las mujeres) que
nutren su rostro y sus manos del aire del caminante, que viven a lomos de sus
caballos y que osan empeñarse en mantener vivo aquello que aprendieron desde
niños. “Yo empecé con nueve años y aún sigo”. Habla Federico, o Fede, durante
uno de los innumerables ratos de sosiego. La espera. Esos momentos en los que
las vacas dicen basta y paran a beber, a comer o a sestear. Porque en este
fluir constante hay mucho de quietud. El desplazamiento como esencia. A
velocidad cambiada. La lucha por la supervivencia. Y la novedad productiva de
pastos y praderas. Costumbres. Trashumancia. Los contornos de los pastores
nómadas quedan desdibujados y replanteados en cada instante de acción.
La luz del sol mide la longitud de cada jornada, aunque en
realidad nunca se deja de ser vaquero. No es extraño recibir una llamada en
mitad de la madrugada porque una vaca se ha escapado y alguien la ha visto cruzando
la carretera. Tampoco es aventurado que la lluvia impida descansar durante las
horas de luna. Incluso puede pasar que una de las perras que acompañan la
travesía se ponga de parto en mitad de la noche. Cada día es diferente al
anterior y dispar al posterior.
“A mí me gusta mucho esto, ir de acá para allá”, dice Félix
cuando se escapa a un pueblo cercano en busca de pan del día, un poco de agua y
vino. Se acerca la hora del almuerzo, cuando los cuatro ganaderos y su fiel
escudero Miguel conversan mientras sus navajas cortan el embutido. Van ligeros
de equipajes, pues un coche conducido por el amigo que los acompaña en la
travesía hace las labores de zurrón. En el interior del remolque acoplado, la comida
y la poca ropa se mezclan con vallas metálicas por si hay que cercar a los
animales y con otros tantos enredos básicos para la trashumancia, como un
infiernillo para calentar comida, sacos de dormir y una lona para aislarse de
la humedad del piso durante la noche. Un poco de todo, todo con sentido, el
básico para la vida, su vida.
Cuando más pesado se pone el sol es que toca siesta. Y aseo. “Me
voy a afeitar a y a cortar las uñas”, anuncia Félix mientras desaparece en el
horizonte buscando un pequeño arroyo. La naturaleza es la mejor compañía de los
vaqueros, que inventan su paisaje entre dehesas, encinas, llanuras y
penillanuras, montes y la alta sierra de Gredos. El contorno de los vaqueros,
siempre junto a sus yeguas y caballos, forma parte de la misma estampa. Su
nomadismo es una gran fotografía, imposible de realizar como instante quieto.
Las amplias dehesas extremeñas, ésas que dan la bienvenida (junto con las
carreteras, los pantanos, las autovías, los raíles del tren convencional e
incluso las obras de un AVE inconcluso, de todo hay en el camino), se tornan en
un amplísimo y agotador cordel, para llegar a ser, a eso de mitad de la ruta,
un estrecho camino rodeado de ventas abandonadas y, finalmente, ya en la sierra
de Gredos, una calzada romana de las mejor conservadas del país. Las piedras de
antaño siguen siendo el mejor sendero para cruzar el Puerto del Pico y llegar a
casa: San Martín del Pimpollar, final de la ruta.
Las estampas, cuasi bucólicas, invitan a la reflexión, al
cuestionamiento y al ensimismamiento. Pocos trabajos disfrutan de la virtud de
amaneceres y atardeceres tan intensos. La trashumancia rompe los moldes
restrictivos del presente y ofrece la esencia de la realidad, una esencia que
se manifiesta sólo parcialmente en esa realidad. Los bramidos y los cencerros
evitan que se pierda el hilo de la travesía y del reportaje. Iee-ieee-ieeee,
vaaamos; también los gritos sirven para mover a los animales, para que
aceleren o detengan el paso. La tarea no es fácil. “Estas vacas son más bravas,
menos dóciles, obligan más al vaquero. Con otras es más aburrido”, explica Fede
argumentando uno de los tantos porqués que surgen en las jornadas de marcha.
Las preguntas acechan con cuenta gotas. Y las respuestas van
saliendo despacio. “Yo he elegido esto”, insiste. Lo podría haber dicho
cualquiera de los cuatro. Félix, Sera, Fede y Carlos, hombres que entienden que
su verdadera misión es trashumar, que no se trata de llegar sino de ir y venir.
El más joven también ha sido el último en tenerlo claro. “Estudiar no es lo mío
y, de todos modos, ahora estudias y estás sin trabajo. Y para meterme en la
construcción… Esto me gusta mucho, desde siempre. Yo les decía que esperaran a
hacer la trashumancia a que acabara el colegio”, reflexiona Carlos en voz alta.
Al fondo, las cumbres aún nevadas de la ladera sur de Gredos se elevan para
darle la razón. Y el pantano de Navalcán, inmensamente lleno para esta época
del año, corrobora su discurso. “No me veo yendo a un trabajo de ocho a tres”.
Lo tiene claro. “Si uno es feliz hay que dejarle. Y Carlos lo es”, respalda
Félix, su padre.
“A mí me gusta mucho esto, ir de acá para allá”. Cada uno tiene
su motivación, pero ninguno de los cuatro vaqueros duda cuando se les pregunta
por una vida que ha sido su elección. “Esto, como no lo mames, no te gusta”. En
uno de esos ratos en los que las palabras salen solas, Félix cuenta que fue
cocinero durante varios años, pero que cada vez lo llevaba peor. Hasta que
decidió dejarlo y dedicarse a su pasión: las vacas. Y en eso anda, en ir de acá
para allá. “¿Tú no eres feliz con tu trabajo?, ¿no te gusta lo que haces?”,
intenta cambiar los roles. La conversación puede no tener fin.
Ahora es Federico el que recuerda que en alguna ocasión, quién
sabrá cuándo, estuvo más de cuarenta días en el cordel, sin parar. Y Sera,
Serafín, su hermano (ambos son primos de Félix y tíos de Carlos, formando esa
gran familia de pastores trashumantes en la que en realidad caben todos y así
lo hacen sentir), se extraña cuando la gente le dice que es un esclavo, “¡pero
si tú trabajas en un bar!”, responde él con sorpresa, media sonrisa y esa
bondad que descubre su rostro. Y así horas. Con anécdotas, recuerdos, risas e
incluso chismes, que también los hay. “Antes era más duro”, añade Sera, quien
vive mitad del año en su pueblo de Ávila y la otra mitad en Berrocalejo, uno de
los municipios de la provincia de Cáceres donde pastan las vacas. Vida nómada.
Lejos de las ataduras de marcan los relojes y del desenfreno que
impone la globalización, estos vaqueros trashumantes se sienten libres, por
mucho que no puedan desatender a sus vacas ni un solo día. Tampoco si toca boda
(que tocaba precisamente al final del camino), pues igualmente se levantan
pronto para proveer de agua y comida a los animales, en una visita rápida antes
de la ceremonia. El aire puro marca sus facciones y los casi 500 nombres de
otros tantos animales que retienen en su cabeza demuestran no sólo control sino
el amor que profesan hacia esta forma de vida. Golondrina, Extremeña,
Cordobesa, Peinadora, Charolesa…. todas tan iguales para el foráneo y todas tan
distintas para el vaquero. Muchas con sus crías de apenas unos días. Las
veteranas con enormes zumbas marcando el ritmo y el camino. Varios caballos.
Dos perros. Y tres toros, uno menos de lo esperado porque uno se murió el día
antes de la partida, con la pérdida económica que eso supone.
Porque los vaqueros trashumantes también viven de números. Y de
cuentas. Aunque a veces no salen. La paralización de 160 cabezas desde hace dos
años supuso un duro traspiés económico aún sin resolver. Y como los guarismos
también los entienden a su manera, no comprenden por qué “un chuletón de res
cuesta tanto en la carnicería“, así que reservan algún animal suyo al año para
autoabastecerse de carne.
“A mí me gusta mucho esto, ir de acá para allá”. No les falta
compañía. Tantos años de trashumancia y de arrendar fincas en distintos parajes
para que el ganado coma la hierba les ha llevado a cultivar muy diversas
amistades, que no dudan en salir a su paso y echarles una mano durante un
trecho de cordel. La tarea es ardua y la ayuda se agradece. Incluso para
escapar a tomar un café a un pueblo cercano. Concesiones de la modernidad.
Saben que son un rara avis, gente
de antaño pero también de hoy. Son dueños de un presente que ahonda sus raíces
en una época inmemorial, cuando las crónicas sólo hablaban de reyes vencedores.
Incluso de antes de que Alfonso X el Sabio consolidara este nomadismo como una
institución legal, allá por 1273. Desde entonces sus vías de comunicación son
perennes. Cañadas, cordeles y veredas (el nombre varía según su anchura) suman
unos 125.000 kilómetros de vías pecuarias. Casi el uno por ciento de la
superficie del país está dedicado al tránsito de ganado, aunque la apropiación
indebida, el uso fraudulento y su mal estado de conservación las convierten en
motivo de queja y reivindicación. Han pasado por encima de las vías de un tren
que parece no saber acerca de la existencia de puentes, han lamentado el uso de
los cordeles como plato de comida para los animales de las fincas cercanas, han
mostrado su enfado por la construcción que invade la vía pecuaria, y también
han quitado y puesto los quitamiedos de alguna carretera con trazado
desconsiderado. Todo, para que el ganado pueda transitar.
Preocupados y concentrados en su rutina, los vaqueros nómadas
humanizan el hermoso espectáculo de formas líricas que les rodea: curvas,
prados, descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una
cordillera en el horizonte, respirar el aura de esas montañas. Aprovechar de
manera sostenible, respetuosa y extensiva los pastos parece ser también tarea
del futuro. En una sociedad que cada vez vive más de espaldas a la explotación
desmedida ambiental, la trashumancia es una práctica cultural, antropológica,
económica y sostenible. Incluso una oferta turística está creciendo a su
alrededor en las pocas zonas donde se sigue practicando de manera tradicional.
Caminando.
Los teléfonos móviles (aunque nada de smartphones) son
hoy una ayuda inestimable. “Antes era mucho más duro”, explica Sera a lomos de
su caballo. Una llamada alerta de que cuatro vacas se han desprendido del
grupo. Son pocos los ganaderos trashumantes que resisten a pie y todos se
conocen entre ellos. A una jornada de distancia viene otro de esos ejemplos,
quien les avisa por móvil de que han encontrado unas vacas descarriadas y que
están con ellos.
El conteo, que se repite al menos tres veces por jornada, no
había alertado de la falta de los animales, así que las especulaciones intentan
buscar una razón: quizá fue durante la noche, quizá cuando pararon a beber
agua, quizá durante la siesta, quizá. Seguro que Félix y Miguel retroceden para
buscar a los animales. Seguro que el resto del grupo se detiene. Deben llegar
todos juntos a casa. Los imprevistos nunca faltan. Y forman parte de la
trashumancia. Sin ellos nada sería igual.
El desplazamiento como forma de
vida, como vaivén. “Caminar es nuestro trabajo”. Y llegan, aunque a los pocos
meses tengan que marcharse de nuevo, convirtiéndolo en una llegada sólo
temporal. Allende y aquende. A su ritmo. A su tiempo, que se mide con otros parámetros
a los del reloj. Las primeras luces del sol marcan el arranque y, cuando éste
desaparece, la luna cobija a los vaqueros y a sus animales. “A mí me gusta
mucho esto, ir de acá para allá”. Insiste. Quieto.
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