UNA ACAMPADA CENTENARIA

Hace cerca de veinte años el reverendo Al Miller le pidió matrimonio a Marion sobre la diminuta mesa redonda encajada en la minúscula cocina de su tienda de campaña. Ambos tenían entonces algo más de sesenta años y desayunaban al calor del incipiente verano de Nueva Jersey, en Estados Unidos. La proposición seguía un plan perfecto: Marion estaba de visita para ayudar a su amigo de la infancia a mover unos muebles (entre ellos, la mesita) y de paso disfrutaría de la estancia en la Ciudad de las tiendas de campaña (Tent City) en Ocean Grove, un “remanso de paz y espiritualidad” a dos horas en tren desde Nueva York. Ella todavía recuerda perfectamente el fabuloso concierto de Tony Bennett la noche anterior en el auditorio del pueblo, a pocos metros de las tiendas.

Vestida con una sencilla camiseta, a juego con su pelo blanco, hoy Marion deja pasar la mañana leyendo en el porche de su casa-tienda, intentando aprovechar al máximo las dos semanas escasas que les quedan a ella y a su marido en el remanso de Ocean Grove. A mediados de septiembre tanto ellos como sus convecinos desmontarán la tienda, empacarán sus pertenencias y emprenderán distintos viajes de vuelta a “su otra vida”, para los Miller en el Estado de Connetticut. La ‘Asociación de Encuentro en las Tiendas’ se encargará después de cerrar la parte fija de las estancias y sellarlas hasta la primavera que viene, al igual que ha venido haciendo desde que se fundó Tent City, hace ahora 144 años.

La larga hilera de casitas blancas, coronadas por lonas y entrelazadas por gruesas cuerdas, da la bienvenida al visitante mediante puertas translúcidas. Abundan los carteles de ‘Entra a visitarnos’, o ‘Estamos en la Playa’, las flores y las butacas de madera. Los vecinos se sonríen y saludan al desconocido al pasar. “El cielo está un poco más cerca en una tienda cerca de la costa”, se puede leer en la tienda número uno de la calle ‘Pisgah’.

Entre mayo y septiembre, los habitantes de esta genuina villa conviven prácticamente en familia perpetuando una tradición que, en muchos casos, ha pasando de generación en generación durante décadas. “Mucha gente que pasa me pregunta: ¿por qué venís aquí, qué es lo que hacéis?” dice Marion. “¡Disfrutar de la vida!”, le quita la palabra el reverendo con una amplia sonrisa. Dormir entre paredes de lona y tener que mudarse dos veces al año no parece ser inconveniente alguno para estos ancianos, sino más bien un privilegio que comparten con la comunidad que les rodea, un remanente de 114 tiendas de las 600 que llegaron a ser en su máximo apogeo. Todas ellas se encuentran en el mismo corazón de Ocean Grove, una localidad cuyo origen proviene directamente de los primeros religiosos que decidieron establecer allí un lugar para sus encuentros campestres.

Eran los tiempos de la era victoriana en el nuevo continente, y los cambios que se imponían en las vidas de los norteamericanos se antojaban rápidos y estresantes. “El cerebro y los nervios estaban cargados por tanto refinamiento que el físico terminaba postrado y la mente corría peligro”, había escrito el primer presidente de la Asociación de Encuentros en las Tiendas Ocean Grove, el reverendo Elwood Stokes, en 1869. En mayo de ese mismo año un grupo de metodistas neoyorquinos zarparon hacia la costa de Nueva Jersey buscando un lugar al aire libre donde reunirse. Querían un rincón “donde religión y recreación deberían darse la mano”, y después de una larga búsqueda dieron con una arboleda prácticamente desierta y sin mosquitos, rodeada por dos lagos y el océano Atlántico. Aunque estaba prácticamente aislada, los fundadores de Ocean Grove escribirían después: “Nos pareció que sería difícil de encontrar un lugar más magnífico que aquel para casas de campo”.

Unas semanas más tarde cerca de 20 personas se reunieron de nuevo en la arboleda, y el 31 de julio de 1869 reverendos y amigos acamparon en lo que hoy se conoce como ‘Founders Park’ (Parque de los fundadores). Tras una oración a la luz de las velas arrancó su propósito de levantar allí una zona campestre para encuentros religiosos donde restaurar de forma permanente “la paz física y espiritual”. De esta forma, y siempre manteniendo el centro del pueblo reservado para la Ciudad de las tiendas, la arboleda continuó creciendo hasta convertirse en la localidad que es hoy una villa que rezuma su propósito inicial de funcionar como lugar de retiro y conserva el estilo victoriano de sus orígenes. (En 1975 Ocean Grove fue designado Distrito Histórico Nacional estadounidense por constituir un perfecto ejemplo de una ciudad victoriana del siglo XIX).

EL ÚLTIMO BASTIÓN COSTERO

La ciudad de las tiendas de campaña en Ocean Grove no nació como un caso aislado. A finales del siglo XVIII, América del Norte participaba en el desarrollo de un movimiento religioso que se expandía rápidamente por el país: el ‘Camp meeting’ o encuentro campestre había llegado desde Inglaterra en 1760. Este fenómeno consistía en grandes cantidades de fieles que salían de la ciudad para acampar en la naturaleza. Allí se dedicaban a escuchar a predicadores itinerantes y rezar. El primer encuentro de este tipo al otro lado del Atlántico se celebró en el Estado de Nueva York en 1797 y fue seguido por otros muchos. Llegó un momento en el que las comunidades religiosas que se reunían en verano alcanzaban las 3.000, al menos siete de ellas se encontraban a escasos kilómetros del remanso costero de Nueva Jersey.

En la actualidad, y a diferencia de sus antiguas coetáneas, la comunidad de Ocean Grove se sigue aferrando a su legado histórico, tanto el centro de la ciudad, dominado por las tiendas de campaña en verano, como las edificaciones que se despliegan a su alrededor y hacia la costa. Dependiendo de la hora del día, o la cantidad de paseantes que se encuentran por la calle, la villa emana pasado y evoca con facilidad las escenas que aparecen en las postales del pueblo: en ellas, las damas lucen vestidos de volantes, los hombres pasean sus largas barbas y los niños juegan frente a las sencillas tiendas de madera y tela.

Pese a su simplicidad, disfrutar de una de estas tiendas en el cogollo de Ocean Grove cuesta hoy en día unos 4.000 dólares por temporada, bastante menos de lo que significa alquilar una vivienda de verano en la zona (en torno a los 15.000 dólares), si bien a finales del siglo XIX una tienda costaba tan solo dos dólares y medio a la semana. Ahora bien, contar con el dinero suficiente tampoco es sinónimo de poder alquilar una de estas preciadas tiendas: los espacios pasan de generación en generación y si un nuevo inquilino desea unirse a la comunidad debe apuntarse en una lista de espera que, en ocasiones, puede llegar hasta los 20 años de duración.

Bill Walsh confirma que él estuvo esperando su espacio un total de siete veranos. “Mi mujer y yo nacimos y nos criamos en el Bronx – dice este exagente del FBI de pelo blanco y complexión atlética. “Solíamos veranear en Long Island pero llegó un momento en el que nos apeteció cambiar. Conocía Ocean Grove porque cuando era niño lo visitaba con mis padres, pero en vez de traer a mi mujer y mis hijas aquí decidí llevarlas a Asbury Park (unos metros más al norte). Recordaba las atracciones para niños de mi infancia y pensé que sería una buena idea… pero al llegar no encontré nada, aquello había desaparecido y por eso decidimos acercarnos aquí. Fue mi mujer la que se enamoró de esto inmediatamente”, reconoce.

“¿Que si esto es exclusivamente para metodistas? Bueno, yo soy católico – explica- , los domingos voy a una parroquia cercana. Así que aunque no es únicamente para metodistas sí es un lugar con mucho sentido religioso. Al fin y al cabo todos rezamos a un mismo Dios”, afirma. “De los inquilinos se espera que atiendan a los encuentros espirituales y participen en las actividades que se organizan, desde eventos lúdicos a la lectura de la Biblia. Todo se hace todo de manera voluntaria”, aclara.

Una de las villas de Ocean Grove, cada una de ellas es única

El resto del año, Bill y su mujer Winnie viven en Florida, “tenemos lo mejor de los dos mundos”, dicen. De sus tres hijas, ya adultas, una de ellas regresa a menudo a Ocean Grove. “Ella tiene aquí sus amistades, como nosotros, son relaciones de toda la vida. Puedo decir que conozco mucho mejor a la gente de la comunidad que a mis amigos en Florida. Aquí se comparte todo, con lo bueno y con lo malo”, añade.

Dicen que el grado de convivencia en las tiendas de Ocean Grove  es tal que si alguien estornuda en una de ellas pronto escuchará “¡Que Dios te bendiga!” desde otra. “Cuando suena el teléfono todo el mundo puede escuchar tu conversación, pero también es agradable si alguien pasa ofreciendo huevos, un poco de leche o preguntando quién tiene azúcar”, explica Winnie, que ríe al recordar la última visita de un par de amigos italianos. “No es ni mucho menos la primera vez que vienen a visitarnos, pero todavía no han conseguido aprender a hablar con ‘voz de tienda’”.

A cambio de ceder parte de su privacidad, los vecinos de Tent City disfrutan de sus paseos a la playa y sobre todo el hecho de que, durante al menos los meses que están aquí, no necesitan para nada el coche, todo un lujo en la sociedad actual norteamericana. Muchos dejan también atrás otros avances tecnológicos durante el verano, se liberan del móvil o el ordenador, aunque también hay quien se trae una televisión a su segunda casa. Según explican, es una forma de vida más sencilla, con más ‘básicos’ que excesos materiales.

Esta mañana de agosto son ya pocos los niños que juguetean en las zonas verdes en torno a las tiendas, muchos han empezado ya el colegio y los que aún no lo han hecho se arremolinan en alguna de las muchas actividades organizadas para ellos durante el verano: ‘El club del desayuno’ mezcla un tentempié mañanero con la lectura de la Biblia seguido por juegos, ‘Dedos de arena’ reúne a los más pequeños con cuentos y actividades en la playa y los adolescentes pueden disfrutar de torneos libres de baloncesto, voleibol o talleres de manualidades. “Hay un montón de actividades, los niños lo pasan en grande y sus padres pueden descansar un rato”, comenta sentada en su porche otra vecina, en medio de una conversación distendida con una amiga. Aquí nadie se aburre, el panfleto de actividades de verano de la asociación está repleto de opciones para todas las edades y todo el mundo participa en mayor o menor medida.

“Tanto si tu motivación procede de un sermón eclesiástico o un coro de voces altas, de una toalla sin sombrilla sobre la arena caliente o de un paseo por el parque después de un concierto con un helado en la mano… si buscas un destino diferente para pasar tus vacaciones que incluya relax e inspiración, ¡Ocean Grove es lo que buscas!” reclama el actual presidente de ‘Asociación de Encuentros en las Tiendas Ocean Grove’ en su mensaje de bienvenida a la zona.

En sus inicios Ocean Grove estableció algunas leyes y normativas locales. La más famosa de ellas fue la prohibición de carruajes y automóviles en las calles los domingos, así como restricción de bañarse en la playa este día. Según los historiadores locales, hasta hace relativamente poco también se respetaba la ley seca en un radio de hasta un kilómetro y medio de Ocean Grove. Hoy ya no hay prohibiciones en vigor, ni se cierra con llave la puerta a la ciudad un día a la semana (una tradición que continuó en pie hasta 1980), lo único que no se permite es cruzarse con Tent City y pasar de largo sin interesarse por este peculiar poblado. “Siempre que pasa un turista y ojea el interior de la tienda con curiosidad le pregunto: “Hola, qué tal: ¿Le apetece pasar?”. Marion cierra la revista sobre sus piernas y hace un gesto con la mano, invitando a entrar.



LA MEJOR SÁTIRA DEL SIGLO XX MORDÍA EN ALEMÁN

A veces pensamos, y a veces, con razón, que los alemanes no saben ser divertidos. Por cada Heine les salen mil como Hegel. Pero en pleno imperio alemán un grupo de ilustradores, periodistas y dramaturgos editó en Múnich un semanario con el que aún hoy es imposible aburrirse. Se reían de todo lo que había en su país con la humanidad y la finura que distingue a la verdadera mordacidad del moralismo. Hacían mofa de los pedantes y de los rancios; de los generales y de los obispos; de los poderosos, sobre todo, pero a veces de los miserables también, con unas lujosas ilustraciones de un encanto muy difícil de describir. Su frescura dejó una huella imborrable en quienes la leyeron y un siglo después de su época dorada se considera una de las mejores publicaciones de humor de cuantas ha habido. Se trata de la revista Simplicissimus, que divirtió a los alemanes en algunos de los momentos más negros de su historia.

Su aventura arrancó en abril de 1896. En aquel tiempo existían en Europa multitud de revistas satíricas, pero ninguna satisfacía los gustos de este grupo de intelectuales alemanes, que aspiraba a fundar un semanario libre y popular, de gran formato, que fuera un espejo de la sociedad de su tiempo y no un manojo de columnas afectadas. El nombre salió de una de esas pocas cosas graciosas que los alemanes nos han dado al resto del mundo: la novela picaresca “El aventurero Simplicíssimus“. Pretendían «despertar con palabras ardientes a una nación perezosa», como proclamaban sobre el plomo en su estreno, y declaraban orgullosos que sus cuatro enemigos eran la estupidez, la misantropía, la mojigatería y la intolerancia.

Pese a sus encendidas intenciones, al principio les salió bastante sosa y, además, la leyó poca gente: sacaron más de 300 000 ejemplares y solo consiguieron vender 10 000 del primer número. Eso no fue óbice para que la policía imperial les secuestrase el cuarto. Habían reimpreso unos poemas de un revolucionario del 48 y la censura fue implacable. Dos años más tarde salieron a los kioskos con una cándida portada en la que Federico Barbarroja se reía de haber hecho las Cruzadas para nada, porque al káiser Guillermo II le habían tomado el pelo los ingleses en Palestina. Evitaron por poco un juicio por alta traición, pero tanto el caricaturista (Thomas Theodor Heine, «dibujante en jefe» de Simplicissimus) como el autor de una poesía sobre el mismo tema en páginas interiores fueron a la cárcel. Y en 1906 lograron lo que parecía imposible: poner de acuerdo a protestantes y católicos, que encontraron blasfemo un artículo de opinión de su editor, Ludwig Thoma. Pasó seis meses entre rejas y le impusieron una altísima multa por un delito de «ofensa a las religiones». Así, «religiones», a las dos. Pero todos estos problemas con la justicia dieron a la revista una publicidad, literalmente, impagable y los lectores comenzaron a comprarla intrigados. Entonces en Simplicissimus adoptaron como mascota a un bulldogrojo y mordieron de verdad.

«Sí, niño, un día tú también te preguntarás de qué demonios va la vida. Entonces, dejarás de coger flores.» Reinhold Max Eichler, 1900

En sus inicios los dibujos eran solo el acompañamiento de los artículos. En la revista colaboraron Rilke, Hermann Hesse, Thomas Mann, Arthur Schnitzler, Gustav Meyrink, Hugo Ball… Hasta Proust escribió para Simplicissimus, pero a los pocos meses quedó claro que su razón de ser eran sus extraordinarias ilustraciones humorísticas, que eclipsaban los textos. El estilo de los artistas del semanario era un popurrí de todas las corrientes underground de entonces, —de Toulouse-Lautrec a Munch, pasando por Aubrey Beardsley—, adaptadas al gusto popular. La revista solo tenía diez páginas y había una competencia feroz entre los dibujantes para salir en el siguiente número, por lo que su calidad acabó siendo asombrosa, teniendo en cuenta que sus ilustraciones se preparaban casi siempre a toda prisa. Hoy, en Internet se venden láminas para enmarcar que reproducen estos mismos dibujos, a veces, con el one liner de la parte inferior mutilado.

De todos modos, su exquisito estilo fin de siècle era solo era el guante que envolvía la zarpa del ácido naturalismo que la hizo célebre. Cuando los dibujos tomaron el control de la revista, las páginas de Simplicissimus se transformaron de pronto en un carnaval rugiente de militares, curas, rameras, «señoras que», gitanos, oficinistas, alcohólicos, insomnes, lesbianas, violinistas, perros, mendigos, niñas de papá y campesinos: la vida real de Alemania (y la fantástica; los trolls de Kittelsen se hicieron famosos aquí) contada mediante el humor gráfico. Era un vendaval de aire fresco en una sociedad cerrada y reprimida. Cuando prácticamente nadie más lo era, sus dibujantes fueron antimilitaristas, anticolonialistas, anticlericales y anticasitodo, aunque no era una publicación de izquierdas al uso: el partido socialdemócrata alemán siempre los miró con recelo, porque no respetaban tampoco a los pobres. Sus lectores, los estudiantes y los profesionales liberales, la adoraban. Pronto dio unos beneficios espectaculares. En un gesto de los que ya se ven poquísimas veces, el editor convirtió a los dibujantes más asiduos en copropietarios del medio. La justicia del káiser, seguramente asustada por toda la belleza que había creado sin querer, los dejó en paz para siempre, aunque ya no hacían tímidos chistes históricos: ahora llamaban directamente puteros y borrachos a todo el stablishment. Un cronista de ABC contaba en septiembre 1908 la epopeya de la lenguaraz revista, con un tono mucho más amable que el que probablemente habría recibido en ese mismo periódico si Simplicissimus se hubiese publicado en España.



RÍO BLINDA SUS FAVELAS PARA EL EXAMEN OLÍMPICO

El tronar de los helicópteros negros que asoman entre la vegetación selvática anuncia la entrada de la Policía Militarizada (PM) en un territorio considerado hostil. Son las cinco y media de la madrugada y las luces rojas de los coches de las tropas de élite iluminan la entrada de Cosme Velho, un barrio de clase media-alta de Río de Janeiro, colindante con las favelas Cerro-Corá, Guararapes y Vila Cándido. Entre los 420 agentes hay miembros del Batallón de Operaciones Especiales (BOPE), a quienes se conoce como “calaveras” debido al emblema impreso en sus boinas negras.

Media hora después, la primera fase concluye con la toma exitosa de las tres barriadas a los pies del cerro del Corvocado. Las buenas noticias las adelanta el coronel Federico Caldas, portavoz de la PM, que destaca la importancia “estratégica” del dominio de esta área turística para garantizar la seguridad de los jóvenes de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) y disminuir los asaltos en la zona sur de la ciudad.

“Los bandidos cometían crímenes y se escondían aquí. Con la ocupación esta lógica es invertida: controlamos el territorio para evitar que los crímenes continúen sucediendo”, señala el coronel.

Mientras los agentes esperan las siguientes instrucciones, el cielo clarea y el autobús 580 seguido de la palabra “Corcovado” se llena de chavales con la camiseta azul y blanca de las escuelas públicas de Río, que descienden de las favelas y se abren paso, mochila al hombro, entre los uniformados con chalecos antibalas. Un sonriente João Marcos, de 11 años, dice saber lo que está ocurriendo. Para él, esa mañana es el comienzo de un “buen día” a partir del cual “podremos jugar al fútbol en la calle”.

La relevancia simbólica de sellar el llamado “cordón de seguridad” se acentúa de cara a los próximos meses. Acaba de arrancar la Copa Confederaciones (15-30 de junio) y en la agenda de la urbe destaca la visita del Papa (23-28 de julio), el Mundial 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. Ante la inminente llegada de turistas, el Gobierno quiere que la policía custodie las favelas que salpican el Río de postal.


Sin embargo, el mito de una ciudad inhabitable se disipa en los callejones de Cerro-Corá, donde la vida comienza con olor a pan recién hecho y la normalidad solo es interrumpida por policías y periodistas. Los vecinos, acostumbrados a despertarse antes de que salga el sol, descienden arreglados por las empinadas laderas, camino a sus trabajos. Algunos observan con atención el despliegue de fuerzas de seguridad y cámaras de televisión mientras toman un tentempié en los pequeños comercios de zumos de frutas exóticas y pasteles salados.

Después del trabajo de los “calaveras”, el Batallón de Acción Canina (BAC) no deja un rincón pendiente de rastrear en busca de armas y estupefacientes. La dureza de estos policías, que consiguen moverse con agilidad a pesar del tamaño de sus metralletas, se desvanece en los cuidados dedicados a los cuatro pastores belgas de Malinois que marcan el paso a las dos patrullas, sin ningún distintivo que los diferencie de cualquier otro perro callejero. No es casual, “ya ocurrió que los narcotraficantes intentaron matar a los animales por su enorme eficacia en el hallazgo de drogas”, relata el teniente coronel sargento Alves, al mando.

Los perros olisquean grietas de efluvios intensos entre las construcciones de ladrillo. En ese zigzag registrado por micrófonos, los oficiales piden permiso antes de inmiscuirse en una intimidad sobre la que se cierne la sospecha. Algunos vecinos no esconden el miedo en el rostro y cierran con vehemencia la puerta de su casa tras el encuentro. Preguntados por el cambio de aires, otros prefieren callar y los que responden se muestran satisfechos y esperanzados por la presencia de la policía, como Daniel Pereira, de 19 años: “Nunca me sentí amenazado, pero espero que en adelante avancemos y tengamos más oportunidades”, opina este chico que prepara las pruebas para ser militar.

Los servicios básicos llegan a las favelas

El tradicional izado de las banderas de Brasil y del Estado de Río de Janeiro inaugura un nuevo periodo en Cerro-Corá. A la llegada de las fuerzas del Estado le sigue el cableado de los postes de luz, la recogida de basuras, el alcantarillado, la creación de centros de salud, escuelas y mejoras en telecomunicaciones. La dificultad en el acceso a las prestaciones básicas es parte del histórico de las favelas y uno de los motores de su carácter comunitario y activo, que se manifiesta tanto en forma de reivindicaciones y cooperativismo.

Después de las labores de registro, en estas tres comunidades se instalará la 33º Unidad de la Policía Pacificadora (UPP). Estas comisarías que garantizan la vigilancia las 24 horas del día son el colofón del proceso conocido como “pacificación”, que empezó en 2008 con un doble objetivo: liquidar la lucha armada entre las facciones de “narcos” para restablecer el orden en las favelas y poner en marcha una agenda social que facilite la entrada de servicios. Esto incluye obras de infraestructura, la construcción de viviendas subvencionadas para habitantes en zonas de riesgo y la capacitación de personas de todas las edades a través de cursos gratuitos de formación profesional, talleres de informática e idiomas.

El objetivo son las armas, no la droga

Entre los objetivos de la pacificación no está eliminar el tráfico de drogas (aún activo, aunque más disimulado en las favelas con presencia policial). Los oficiales registran de vez en cuando a los habitantes -sobre todo a chicos que no superan la treintena- y en el caso de encontrar droga, dependiendo de la cantidad y de los humos del policía, no tiene por qué suceder nada.  Si se comprueba la pertenencia de la persona revisada a un grupo criminal lo normal es que se la detenga, pero no siempre ocurre así.

El secretario de Seguridad del Estado de Río de Janeiro, José Mariano Beltrame, ha insistido muchas veces en esta cuestión: la pacificación nace con el foco puesto en acabar con la violencia y las armas en las favelas, pero no con la compraventa de drogas. Un matiz que apunta a la descriminalización de las drogas y abre el debate, todavía tímido en Brasil, sobre la legalización del consumo. La última Ley de Drogas de 2006 distingue entre las penas a las que se enfrenta un consumidor o un traficante (solo este último puede ir a la cárcel), pero la falta de una definición estricta acaba poniendo en las manos de la policía y de la Justicia la responsabilidad de decidir quién es quién.

La UPP, la nueva policía de proximidad

Agente de la Brigada de Operaciones Canina durante la ocupación de las últimas comunidades del Río turístico bajo dominio del tráfico armado.

Las unidades pacificadoras también suponen un intento de erradicar, desde la base, la corrupción inmersa en los cuerpos de seguridad y por ello sus integrantes son jóvenes recién salidos de las academias, lo que concentra numerosas críticas que aluden a su inexperiencia. A los agentes les encuentra en los restaurantes de comida casera almorzando “feijoadas” (el plato típico de Brasil, con alubias negras, arroz, verdura, naranja y carne) o repostando en las tiendas de alimentos.

Este escenario en el que los policías forman parte de la vida cotidiana de las barriadas, donde antes brillaban por su ausencia o por su agresividad, es objeto de análisis entre numerosos investigadores en ciencias sociales como los  profesores de la Universidad Estatal de Río de Janeiro (UERJ), Luiz Antonio Machado y Márcia Pereira. En la presentación de su estudio, los expertos destacan haberse topado con la crítica casi omnipresente del abuso del poder ejercido por las UPP por medio de identificaciones arbitrarias, toques de queda injustificados y ocupaciones de las plazas y otros lugares de ocio que repercuten negativamente en la sociabilización de los vecinos y no ayudan a forjar una relación saludable entre estos dos actores más acostumbrados a considerarse enemigos.

En algunas barriadas con UPP la tranquilidad es desafiada por incidentes esporádicos. El último ocurrió hace solo unas semanas, cuando un turista alemán de 25 años fue herido de gravedad por un hombre armado en Rocinha, una de las favelas más grandes de Brasil, pacificada en 2011. El profesor Machado atribuye estos rebrotes de violencia a la reconfiguración del tráfico armado. “Los poderes vinculados al tráfico armado no desaparecieron. Con la entrada de este nuevo poder (UPP) lo que existía antes está siendo retomado, pero no de la misma manera”, subraya el sociólogo.

Desde 2010, las ocupaciones se anuncian con anterioridad en la prensa local para dar tiempo a los líderes de los grupos criminosos a huir y evitar así un enfrentamiento más descarnado. Esta estrategia de la Secretaria de Seguridad del Estado de Río responde a la propia dinámica de la pacificación: no pretende la desaparición de la compraventa de drogas y sí la extinción de la violencia. Por este motivo, la ciudad está experimentando una emigración del tráfico armado del noble sur al norte.

Las medallas olímpicas marcan el fin de la pacificación

Este ambicioso proyecto que tiene la intención de alcanzar cuarenta Unidades Pacificadoras en 2014 fue ideado con una fecha de caducidad clara: 2016. El coste excesivo de las UPP hace imposible llevar una comisaria al millón y medio de personas que viven en las favelas sólo en la ciudad de Río (dos millones, en todo el Estado), de acuerdo con el Instituto Municipal de Urbanismo Pereira Passos.

Por ello, la administración pública acude a la inversión privada y a estas alturas de la canción aparece siempre el mismo nombre: Eike Batista. El hombre más rico de Brasil es dueño de una de las empresas que ha ganado la licitación para la gestión del estadio Maracaná durante 35 años. Las demoliciones hechas en los alrededores del estadio de fútbol más grande de Brasil han sido polémicas: se han derruido varias instalaciones deportivas, una escuela pública y la Aldea Maracaná, el centro cultural indígena del que fueron desalojados por la fuerza los indios que vivían allí. En su lugar, se construirán tiendas, un museo dedicado al fútbol y un aparcamiento.

El conglomerado del magnate inyectará un total de  80 millones de reales (unos 30 millones de euros) para la gestión del programa de pacificación entre 2011 y 2014. Sin embargo, con la resaca de los Juegos Olímpicos, los agentes se marcharán de las comunidades dando pie a un horizonte difuso al que nadie sabe muy bien cómo responder.

La otra cara de la pacificación: la relocalización de los pobres

Río de Janeiro sufre un proceso de mercantilización y encarecimiento en la vida diaria que impacta con más fuerza en los alquileres y en los precios del transporte público. La metrópoli posee el metro cuadrado más caro de Brasil y está entre las tres ciudades del mundo con el hospedaje más prohibitivo, según una investigación de Embratur. La revalorización de los terrenos unida al aumento de la seguridad y a la especulación inmobiliaria que existe en las favelas recae con peso en las familias obligadas a afrontar costes que antes no asumían como, por ejemplo, las tarifas de luz, agua y gas. Muchas de ellas no soportan la presión de los precios y se marchan de sus barrios de siempre a otros del norte con los beneficios acumulados de la venta de sus viviendas.

A este fenómeno conocido como “remoção branca” (gentrificación o aburguesamiento blanco) se suman las demoliciones de viviendas, igual de sangrantes. Cerca de tres mil familias han sido desplazadas de sus casas y otras ocho mil están amenazadas, según varias organizaciones que constituyen el Comité Popular de la Copa y las Olimpiadas de Río de Janeiro.

La madre de estas niñas supo que su casa iba a ser derrumbada al encontrar pintada en su pared la letra H de la Secretaria de Habitação (Vivienda, en portugués). Las autoridades informan así a las familias de que sus casas serán demolidas

El comité clasifica en cuatro las justificaciones que suele utilizar el ayuntamiento de Río en los desalojos: la obras para ampliar las vías de movilidad, las instalaciones o reformas de equipamientos deportivos, aquellas volcadas a la promoción turística y el riesgo y el interés ambiental. “Las violaciones al derecho de vivienda bajo la argumentación de los eventos tienden a agravarse con la cercanía de los JJOO y refuerza lo que ya habíamos demostrado: se trata de una política de relocalización de los pobres de la ciudad al servicio de los intereses inmobiliarios y las oportunidades de negocio”, recalcan los activistas en el último informe publicado.

Las favelas simbolizan un universo de amenaza social que aún está presente en el imaginario de los cariocas, algunos temerosos de atravesar las fronteras dentro de su propia ciudad. Sin embargo, los brasileños ya están habituados a que lo perseguido y criminalizado en un momento determinado se vuelva un rasgo de identidad en otro, como sucedió con la samba o la “capoeira”, surgidas al calor de la esclavitud.

La destrucción del Morro de Castelo en 1922, donde germinó Río en 1560 a partir de los primeros asentamientos de portugueses, coincidió en el mismo año con la Exposición  Universal que acogió la metrópoli en conmemoración al primer centenario de la independencia de Brasil. Una metáfora de la contradicción inmersa en la “ciudad maravillosa”, que ha tratado de negarse a sí misma en diferentes capítulos del pasado y en la que ahora crece la primera generación de nacidos en favelas que no conoce la guerra, aunque puede haberle visto las orejas a esa otra violencia que es ejercida sin armas, de la que se sobreponen las clases humildes con dignidad.



LIGUILLAS, EL PERFECTO AFFAIR ENTRE SEMANA

A horas intempestivas entre semana, cuando muchos ya están vistiéndose el pijama y listos para acostarse con la desazón dominante de las últimas 15 horas de rutina, otros se calzan unas botas multitaco para que –al menos un día- no acabe como todos los demás. Es el fenómeno liguilla, una relación gratificante que pide poco y da mucho. Entre sus escasas condiciones, más allá del pago del alquiler de las instalaciones y la organización, está la elección de los componentes de este affair y un nombre digno para el equipo. Pero no cualquiera. Debe ser un código dichoso, bucólico, bobo, corporativo o relacionado con las bebidas alcohólicas –sí, es un género en sí mismo-. De este modo, una noche se pueden ver las caras conjuntos como el “Real Barriga”, “Swarovski”, “Maschemalos”, “Bar Jumilla”, “Glober Torpes”, “Full ‘n’ beer”, “Volldammers” y el “Viejas glorias”.

Juegan en las ligas, torneos, pachangas, competiciones… como quiera que se llamen donde quiera que se jueguen, a escoger entre patios de colegios de monjas a los que se les da una bendita segunda vida nocturna, centros deportivos que consiguen revitalizar barrios dormitorio por los que solo se ve a perros pasear a sus amos con la corbata aflojada, o pistas en la periferia que quedan más o menos cerca de la última parada de la línea de metro más larga.

Joan del “Golorrea” se puede decir que cumple con el estándar nominal exigido. Él está tan convencido del efecto descongestionante y excretor de estas ligas que, además, juega en otros dos equipos. En total: lunes, jueves y viernes. “Es que lo necesito, lo necesito”, se justifica. Como él, muchos otrOs –la mayoría masculina es aplastante- ven en la práctica del deporte un refugio. Son ya las tantas de la noche en el recinto deportivo y otros dos jugadores de su mismo equipo se saludan al llegar. “¿Qué tal el curro?” –pregunta uno. “Bah, un follón…”, responde con una o que se alarga hacia el vestuario.

Mientras tanto, en el recinto de la EscolaTarr de Barcelona, David del “FullersTeam” queda con los amigos que siendo un niño conoció en los recreativos y que, desde hace tres años, pasaron a ser ‘los amigos del fútbol’.  Acaba un partido e inmediatamente entran ellos a jugar. “Yo hoy soy muy suplente, eh”, advierte uno de los fullers a otro compañero, disputándose el puesto en el banquillo. Es difícil reconocer a los miembros de un mismo bando porque no todos tienen la equipación: algunos llevan camisetas de un color parecido, otros petos con el nombre “provisional” en la espalda, como si fuera su apellido… el resultado es que hay tal gama de colores que podrían cubrir todo el Pantone. Hasta el árbitro lo advierte: “Yo creo que nos vamos a liar”. Antes de que dé comienzo el partido, en uno de los campos el portero calienta nervioso. “El que tenemos es un portero adaptado, pero lo hace muy bien”, explica un jugador mientras estira en la banda. “Es que el que teníamos antes opositó”.


¿Y qué importa la informalidad? ¿Quién quiere una equipación? ¿Y un cuerpo técnico? “Yo cambiaré por Davo o por Emi”, comenta uno de los jugadores en el banquillo inexistente. “Vale, pues yo por Ricky”, le dice el otro con el cronómetro en la mano para controlar los cambios cada 5 minutos y que todos jueguen más o menos lo mismo. Pachanga sí, pero con un poco de seriedad: “A mí me ha pitado una que… ¡no era, no era!”. ¿Y quién quiere público? Gradas vacías, claroscuros, verjas que rodean campos sin nadie que las rodee, silencio roto por gritos en el terreno de juego que reverberan… “¡Buena, Pancho buena!”, anima uno de los jugadores desde el lateral, sin que parezca que le importe que cada vez llueva más. Poco después, su equipo pide un tiempo muerto: hoy solo tienen un cambio porque dos componentes no han podido ir. Y obviamente no hay entrenador, así que todo se lo dicen ellos: “Un poco de ganas, ¿no?”; “¡más intenso!”; “¡pases fuertes!”.

Las posiciones no están claras. El que hoy no juega (está saliendo de una gripe) va aconsejando desde la banda.  Todos hacen de todos, sin importar el tipo de relación que les une: exjugadores que por el ritmo profesional ya no pueden comprometerse con equipos federados, entrenar varias veces por semana e hipotecar el fin de semana por el partido; colegas del trabajo que quieren verse sin la americana de por medio; compañeros del colegio que lo serán para toda la vida; propietarios de un negocio que ‘engañan’ a sus amigos y familiares para montar un equipillo… Sea cual sea su origen, la magia está en que, probablemente, muchos de estos grupos humanos se diluirían sin la cita de las liguillas. Las conversaciones entre ellos, contrarios y árbitro son constantes, y después de un largo día pueden soltarse y hablar sin eufemismos de nudo de corbata. Lo bueno es que rara vez esperan respuesta: “¿De qué vas tío, entrando así?”, y todo sigue normalmente.

Ocasionalmente, el desfogue que se permiten algunos jugadores puede ser desmesurado y se crean las tensiones típicas de los campos de fútbol, esas escenas que dan entre miedo y vergüenza ajena. “Yo he visto de todo”, confiesa Marisín empuñando las manos. Pero, afortunadamente, los árbitros tienen la capacidad de frenar estas circunstancias anecdóticas. El de hoy pita una falta y todo un equipo protesta. Pero les advierte: “Las quejas las dejamos en casa”. Se retoma el juego. “¡Ojo tiro!”, avisan desde el banquillo. No ha servido para nada, los contrarios han metido gol desde medio campo.  “Si veo que se pasan, saco tarjeta y luego la organización les sanciona sin jugar equis partidos”, explica Juanjo, árbitro desde el 82 que admite haber pasado por muchos “follones” y sabe de la importancia del respaldo del centro deportivo para reprimir las situaciones conflictivas.

Pero en principio, todo va como la seda. Los jugadores llegan, entran, se cambian, juegan, firman, se van. Y así todos los equipos. Es un modelo que funciona casi solo, porque funciona bien. Todo acaba donde empezó: en el bar. Pero algo breve, “que si no mañana…”. Compartiendo mesa con botellines de agua y latas de cerveza, hamburguesas y lomo-quesos, uno le pregunta al otro por el trabajo, otro habla de su hermana, el de más allá pregunta por cómo quedó aquello del otro día… “Celebramos que me cambio de trabajo”, irrumpe uno de ellos. En otras mesas, comentan algo de Rossi y Lorenzo, aplicaciones móviles, especulaciones sobre lo que habrá hecho el “TeamRockets” ya que condiciona la clasificación… La charla se alarga más de lo acordado. La noche de liguilla se convierte en una dulce relación, con poco compromiso para que llegue a absorber, con el suficiente para que genere apego y antojo… y el justo para que sea perfecta, temporada tras temporada. Ya es de madrugada y hace rato que se ha acabado el día del fútbol, pero el affair se permite unos minutos antes de la despedida hasta la próxima semana.



LA VIDA EN LA CUERDA FLOJA DE LOS GURÚS DE LA BASURA

Los arrabales más pobres de El Cairo esconden una eficiente economía sumergida dedicada a la recolección y reciclaje de desechos que ha sido reconocida por  las Naciones Unidas como una de las 100 mejores prácticas ambientales del mundo. Combinando sus manos desnudas con maquinaria especializada, los zabalines son capaces de reciclar el 85% de los residuos que recogen a diario de la capital de Egipto.

A ciertas horas del día es imposible ver la entrada de su hogar. Está cubierta por una densa capa de basura que se amontona sobre el suelo. Las moscas se divierten sobre el festín dispuesto a su alcance, montañas llenas de restos de comida que varias mujeres ordenan con sus manos desnudas: las peladuras de fruta a un lado, los fragmentos de plástico al otro. Es el trabajo que repiten para ganarse la vida de cuatro a cinco horas al día, todos los días de la semana. Su labor forma parte de uno de los sistemas de recogida y reciclado de basura más efectivos del mundo: los zabalines (‘zabbaleen’) son los basureros de El Cairo, la inmensa capital africana cuyos 9 millones de habitantes producen una media de 14.000 a 15.000 toneladas de residuos al día.

Apartados del centro de la ciudad, gran parte de los zabalines de El Cairo viven al resguardo de una árida montaña que delimita la frontera noreste de la urbe con el resto del terreno. A pocos metros aguarda el puro desierto. Solo una carretera permite la incesante entrada y salida de coches, camiones y carretas al barrio de Mansheyet Naser, donde unas 80.000 personas viven de lo que el resto de cairotas considera inservible.

“Mi abuelo fue uno de los primeros en llegar a El Cairo y ver las posibilidades que ofrecía la basura”, dice Ezzat Naem, hoy director de Spirit of Youth, una de las organizaciones no gubernamentales que trabaja dentro del barrio para mejorar las condiciones de vida de sus habitantes. “Allá por 1949 él vino a visitar la ciudad desde su pueblo en Assiut [al sur del país]. Era un granjero que trabajaba para un hombre rico. Tomando café en la calle Ramsés escuchó la conversación de un grupo de hombres que discutía sobre el problema que tenían con la basura en El Cairo. Los waheia (gente del oasis) eran entonces los encargados de los residuos de la ciudad. La recogían puerta por puerta y la llevaban en sus carretas hasta el desierto, donde dejaban que los residuos se secaran durante varios meses. Después, vendían el resultado como carburante a los dueños de baños públicos o los hornos de foul [alubia roja,uno de los platos principales en la dieta de cualquier egipcio].”

Según explica Naem la prohibición del gobierno por aquel entonces de vender los residuos secados al sol como combustible para cocinar había dejado a los hombres del desierto sin posibilidades de continuar su forma de vida. “¿Cómo nos deshacemos de la basura entonces? No podemos dejarla en el desierto, los vientos la traerían de vuelta a la ciudad”, se quejaban. Naem explica que su abuelo vio la solución en los animales que él y otros muchos cuidaban en el campo. “Les dijo que no se preocuparan, que él traería a sus familias desde el sur de Egipto a El Cairo y se haría cargo de la basura dándosela como alimento a sus animales. Pensó que aquello era como la gallina de los huevos de oro”, dice.

Fue así como los hombres del oasis y el abuelo de Ezzat Naem llegaron a un acuerdo. Tras las primeras familias, muchas otras les siguieron. Pronto eran miles los granjeros que se habían mudado a El Cairo en busca de una vida mejor de la que en aquel momento les proporcionaba el Egipto rural. Al principio se establecieron en otra zona de la ciudad, pero pronto los vecinos se quejaron del mal olor que causaban los animales. Así fueron cambiando de emplazamiento, hasta cuatro veces desde entonces hasta hoy pasando por distintas zonas de la capital. Nunca fueron dueños del terreno donde se establecían. Durante este tiempo la población recolectora de basura creció hasta esparcirse en seis asentamientos distintos en la ciudad; el mayor de ellos: Mansheyet Naser.

SIN TIERRA, SIN SALUD

Los zabalines de Mansheyet Naser amanecen mucho antes de que llegue la luz del día. Mientras las carreteras de El Cairo descansan del tráfico endémico que congestiona la ciudad la mayor parte del día, los padres de familia y sus hijos varones salen como hormigas de su guarida bajo la montaña y se despliegan por los distintos barrios de la urbe. Son ciudadanos prácticamente invisibles. Nadie repara en ellos en la calle si no es para lanzarles una mirada de reprobación por ralentizar el movimiento de los coches o por no llegar a recoger todos los desechos a tiempo. Es fácil distinguirlos por los enormes sacos blancuzcos que cargan sobre la espalda, recogiendo los desperdicios de la ciudad que nunca duerme. Cerca del mediodía van regresando hacia la montaña y descargan su colecta a los pies de sus propias casas, donde sus mujeres, hermanas, madres e hijas se encargarán de separar el contenido de los bolsones.

Este sucio y antihigiénico trabajo les genera enfermedades en la piel. Aunque no es su único problema: el barrio, donde las viviendas se amontonan sin licencia sobre intrincadas calles sin asfalto, carece de condiciones de saneamiento. Grupos de cabras en las esquinas se alimentan de los restos de podredumbre que quedan tras separar la basura. Las ratas pasean a sus anchas y no es difícil encontrar animales muertos por alguna de sus calles. Nadie se hace cargo de ellos. “Hace poco un caballo se murió a la entrada de la carretera principal. Estuvo ahí en descomposición durante semanas”, dice Jennifer Osborne, una de las voluntarias que colabora con Spirit of Youth.

Cerca del 80% de los zabalines tiene hepatitis, pero ninguno de los gobiernos que han estado en el poder desde la llegada de los basureros a El Cairo ha querido ocuparse de ellos. De hecho son tan invisibles que su trabajo tampoco existe legalmente. Oficialmente, quienes se encargan de recoger la basura a día de hoy en El Cairo son varias multinacionales que disfrutan de contratos millonarios con el Estado, una de ellas la española FCC (Fomento de Construcciones y Contratas).

TRES DÉCADAS DE TRANSFORMACIÓN

El trabajo de los zabalines y la economía informal que sustentan está reconocida por el ‘Proyecto Hábitat’ de las Naciones Unidas como una de las 100 mejores prácticas ambientales de todo el mundo por ser capaz de combinar un proceso de mejora medioambiental con el desarrollo socioeconómico de sus ciudadanos. Este reconocimiento internacional, ajeno al trato que reciben de sus conciudadanos, llega sólo tras décadas de duro trabajo.

Fue en los años ochenta cuando los zabalines, que al principio vendían los materiales que recuperaban de la basura a empresas externas, comenzaron a buscar una forma de reciclar ellos mismos. “Si otras empresas pueden utilizar los materiales que les vendemos para convertirlos en materias primas, ¿por qué no íbamos a hacerlo nosotros?”, recuerda Naem.

Con la ayuda de varias organizaciones internacionales como Oxfam o Cáritas, quince familias obtuvieron microcréditos con los que adquirieron máquinas para reciclar plástico, algodón, latas y papel que instalaron en el bajo de su propia vivienda. Fue el comienzo de una especialización que hoy está perfectamente organizada en el barrio. Cada zona se encarga de un material.

Así, los camiones que entran a Mansheyet Naser llenos de basura se cruzan en la única carretera de acceso con los que salen cargados de cajas con bolsas de bolitas de plástico, planchas de papel, bloques de aluminio o incluso productos acabados y listos para su venta gracias a los talleres de reciclaje que han ido instalando organizaciones no gubernamentales como ‘Spirit of  Youth’ o  ‘Association for the Protection of the Environment’. Treinta años después, el barrio de Mansheyet Naser es capaz de reciclar cerca del 85% de los residuos que recoge. Las multinacionales contratadas por el gobierno cumplen con el requerimiento de su contrato: reciclan un 20% de lo que recogen y envían el resto a vertederos.

Todo este entramado económico se sustenta sobre delicados pilares. En la primavera de 2009, alarmado por el estallido de la gripe porcina, Hosni Mubarak ordenó que se degollaran todos los cerdos del país. Eran los animales que engullían la mayoría de los restos orgánicos de la basura que separaban los zabalines. Así, la prohibición del gobierno, además de resultar en un exceso de desperdicios orgánicos, complicó la ya de por sí pésima situación higiénica de los barrios de basureros, algunos de los cuales han adquirido cerdos de nuevo a través del mercado negro. Aunque en las calles de Mansheyet Naser solo se vean cabras, ovejas o caballos, en los tejados de las viviendas también se esconde ganado porcino. “Más o menos un tercio de la gente ha recuperado los cerdos ahora”, reconoce uno de los zabalines. La situación de estos animales está por ahora en un limbo legal. “Los salafistas e incluso algunos musulmanes no aceptan tener cerdos en el país”, comenta un vecino. En cualquier caso, desde que los Hermanos Musulmanes accedieron al poder no se han pronunciado sobre este tema.

MORSI: NI LIMPIA NI DA ESPLENDOR

Entre los muchos problemas que heredó el actual presidente de Egipto de sus antecesores está el control de la recogida de basuras. Antes, convencido de que sería capaz de limpiar la ciudad siguiendo el ejemplo de otras urbes occidentales, Hosni Mubarak había firmado varios contratos millonarios con empresas internacionales. Eran los noventa. Se instalaron papeleras y contenedores en la ciudad, dejando de lado el invisible pero vital trabajo de los zabalines.

Sin embargo, los residentes cairotas, acostumbrados a que los zabalines recogieran sus desechos puerta a puerta durante décadas, se quejaron y nunca hicieron uso de los contenedores. Estos obstruían el paso de la circulación en las calles estrechas, muchos de ellos fueron sustraídos. Los rincones donde se colocaba alguno de ellos terminaba siendo un foco de infección y suciedad ya que las multinacionales no acudían a recoger la basura (expuesta a las altas temperaturas del día) con la periodicidad necesaria. Los zabalines continuaron acudiendo a las casas de los vecinos ya sin recibir ningún dinero por su servicio, tan solo las propinas que algún residente les entregaba. Su trabajo en la ciudad derivó en una situación paradójica: necesario y efectivo, pero denostado y silenciado.

¿Por qué el gobierno no cancela sus contratos con las multinacionales y ofrece trabajo remunerado a quienes conocen mejor el sistema de recogida de basuras? Se pregunta Naem, consciente de que, en su opinión, “tienen miedo de enfrentarse al pago de cantidades astronómicas por finalizar el contrato con las multinacionales antes de tiempo”. Así las cosas, legalmente no habrá cambios hasta 2016, cuando expiren los acuerdos actuales.

Mientras tanto, los zabalines no pierden el tiempo. Han comenzado a organizarse sindicalmente y, asesorados por el propio Naem, intentan formalizar su situación estableciéndose como compañías registradas para poder así optar a un contrato legal. Hoy en día son más de cincuenta, pero su ilusión y empeño por trabajar con dignidad choca con la indiferencia e incompetencia de las autoridades cairotas.

Karem Sadek Tawfik, de 32 años, es uno de los residentes de Mansheyet Nasser que ha trabajado para formalizar su trabajo. Junto a otras nueve familias ha creado la compañía ‘Khobra Elnazafa’, algo así como ‘perfectos en limpieza’. Su gesto serio y su piel curtida por el duro trabajo esconden la sonrisa franca de un trabajador humilde. Sus ojos hablan de la preocupación de un futuro incierto para él y su joven esposa.

“Toda mi familia ha vivido de esto. Por eso pensé que debería dedicarme a ello, pero mejorando nuestras condiciones de vida. Con una compañía, si conseguimos contratos, podría emplear a alguien para separar la basura orgánica y que no tuviera que hacerlo mi mujer”, explica. Pese a su esfuerzo emprendedor, desde que constituyó la compañía hace ahora más de un año, todavía no ha sido capaz de firmar ningún contrato. La recogida de basura y la venta de sus materiales a los talleres de reciclaje dentro del barrio apenas le alcanza para pagar el camión con el que sale a por basura en la ciudad. “Si a finales de año no consigo ningún contrato cerraré la compañía”, dice bajando los ojos.

Con la llegada de los Hermanos Musulmanes al poder, los zabalines se sienten más abandonados que nunca. Ha pasado ya casi un año desde que, en el discurso que pronunció cuando alcanzó la presidencia, Morsi anunciaba que cambiaría el sistema de recogida de basuras: sería una de las prioridades en los primeros 100 días de su cargo.

Poco ha sucedido desde entonces más allá de la campaña Watan Nazif (Patria Limpia), pensada para involucrar a la sociedad civil con el Estado en las labores de mantenimiento y limpieza de la ciudad. Si bien consiguió recoger unas 120.000 toneladas de basura en una única intervención en 22 provincias según fuentes oficiales, el plan excluía totalmente de su desarrollo a los zabalines, los auténticos gurús de la basura en El Cairo.

“Desde la llegada de Morsi todo es más difícil”, lamenta Tawfiq, “han subido los impuestos y todo es más caro. La verdad es que no soy optimista, no creo que consigamos firmar”. Los comentarios de este emprendedor no alejan de su gesto un tranquilo estoicismo aprendido desde la cuna. Como él, ninguno de sus compañeros muestra un rostro amargo mientras sobreviven rodeados de esta podredumbre. Los niños en la calle sonríen y corretean como si vivieran en el mejor de los rincones del mundo. Quizá sea cuestión de fe. La mayoría de los zabalines profesa una gran devoción cristiana copta y acude regularmente al monasterio que protege el barrio desde la misma colina cairota. Allí dejan de ser la minoría que recoge los desperdicios de otros en silencio y se convierten en una gran familia que alimenta sueños de futuro.